Para casi todo el mundo, llega el momento en que nos damos cuenta que nuestros días están llegando a su fin. Todos queremos morir en paz, pero ¿cómo encontramos esta paz? La verdadera paz requiere esfuerzo. A veces hay heridas viejas o rencores antiguos que están enterrados profundamente en nuestro subconsciente pero, sin embargo, siguen ahí, separándonos de los demás. Podemos escoger que permanezcan dormidos o podemos decidir confrontarlos. Ciertamente, la primera opción es más fácil, pero he encontrado que aquellos que toman el camino más difícil a menudo terminan estando mejor preparados para enfrentar el futuro. No están agobiados por las cargas del pasado. Lamentablemente, demasiada gente nunca experimenta esto, y pasan sus últimos años amargados. He visto la vida de la gente más hermosa arruinada porque no podían perdonar.
La vejez debe ser una época para reparar viejos daños. Esto requiere humildad y paciencia. Jesús nos dice que debemos estar dispuestos a perdonar a alguien «setenta veces siete» si es necesario (Mateo 18:22). También nos dice que perdonemos a los demás para que nosotros también seamos perdonados (Mateo 6:14). Para muchos, lo más difícil puede ser perdonarse uno mismo, pero la recompensa es inmensa. De repente, te sentirás como un ser humano de nuevo. Podrás sentir las necesidades de los demás.
Claro que esto es importante durante toda la vida, pero aún más cuando nos preparamos para la hora de nuestra muerte. Aquellos que se sienten confiados de haber sido perdonados por sus pecados, y de haber perdonado a quienes les hirieron, pueden evitarse mucha angustia mental en sus últimas horas. Puede ser que atravesemos un gran tormento físico, pero se nos otorgará la paz de Jesús, tal vez de una manera muy diferente a lo que imaginamos. Como Jesús mismo nos dijo, «Mi paz les dejo; mi paz les doy. Yo no se la doy a ustedes como la da el mundo» (Juan 14:27). Cuando recibimos la paz, entonces podemos compartirla con los demás.
Pero, ¿qué hay de las situaciones difíciles, en las que la persona muriendo está divorciada o separada? ¿Y qué de las familias enemistadas, padres abandonados y relaciones rotas? ¿Podemos encontrar paz aquí también, aun cuando la reconciliación parezca imposible? Pienso que sí podemos, pero —repito— tiene que comenzar con el perdón. Al igual que las personas que están muriendo necesitan perdonar, puede ser que también necesiten ser perdonadas —y al perdonarlas, les permitimos irse.
Charles Williams es el antiguo jefe de policía de un pequeño poblado. Lo conozco desde hace años. A menudo me acompaña a las escuelas públicas para hablar acerca de la no violencia y el perdón, y cómo estos pueden resolver muchos de nuestros problemas interpersonales.
Pero él mismo no siempre pensaba así. De hecho, la única razón por la que escuchó mi programa fue porque se encontraba en sus funciones de agente del orden público durante una presentación que hice en la escuela superior del municipio. Pero gradualmente la idea del perdón surtió efecto en su corazón y ahora narra su historia casi semanalmente, con la esperanza de cambiar otras vidas.
Charles creció en un hogar de alcohólicos. Según él lo narra, su mamá no se tomaba un trago de vez en cuando, sino que su trabajo era beber. De niño quedó traumatizado al presenciar las peleas entre sus padres. Un imagen en particular que tiene grabada en la mente es de su padre sujetando el abrigo de su madre y ella en lucha por liberarse y salir corriendo de la casa gritando: «¡Detengan el mundo; me quiero bajar!». Recuerda estar sentado a la mesa, tratando de ser «un niño bueno» y comerse la cena mientras las lágrimas corrían por las mejillas, presenciando esa escena que se repetía casi a diario. Bajaba las escaleras por las mañanas y la encontraba a ella inconsciente en el sofá. Veía las quemaduras de cigarrillo en la alfombra y pensaba lo poco que había faltado para que se quemara la casa.
Al mirar hacia atrás, Charles se da cuenta que durante treinta años había albergado un gran odio hacia su madre, un odio que afectó todas las áreas de su vida y causó que tomara decisiones muy malas. Se desesperó tanto que cuando le entregaron su arma al graduarse de la academia de Policía, seriamente consideró suicidarse.
Después de hablar más conmigo acerca del poder del perdón, Charles visitó a su mamá en el hogar de su niñez. Se sentó frente a ella en la misma mesa que había sido la escena de tantas malas memorias, y la perdonó. Charles recuerda: «Fue como si el peso de una mochila grande que llevaba cargando durante años se cayó de mis hombros. En ese instante mi madre cambió de ser el dragón que chisporroteaba fuego por la boca, que recordaba de mi niñez, y se convirtió en la mujer anciana, débil y enferma, que era —la madre que nunca tuve».
Pocos años más tarde Charles se sentaba junto a su lecho en el hospital, en sus últimas horas, y le contó de nuevo de su amor y perdón. Aunque ella llevaba días sin moverse, puso su mano sobre la de él, consolándolo con su amor de madre.
«Si no la hubiera perdonado, jamás hubiera podido experimentar eso», me dijo Charles. «Nunca es el momento equivocado para hacer lo correcto. No desperdicies años albergando rencores, enojo y odio, como hice yo. Escucha la voz quieta de la conciencia y perdona, aunque sea lo que menos quieras hacer».
Este artículo está extraído del capítulo “Encontrar paz” del libro La riqueza de los años.
Imagen: ©Jorge Royan / http://www.royan.com.ar / CC-BY-SA-3.0