¿Y qué cena es ésta donde mi pasión porfía en llevarme? Creo sin duda que es aquella de la cual está escrito: “Bienaventuradas aquellos que a la cena del Cordero son llamados”.
La divina largueza convida y llama a todos a esta bienaventurada cena, pero a los enfermos la dolencia rasga el manto y los hace entrar por fuerza. Así lo declara aquella parábola que nuestro Señor dice en el evangelio, de aquel hombre que hizo una gran cena y llamó a muchos, y cuando llegó la hora de cenar, envió su siervo a decir a los convidados que viniesen, que todo estaba preparado. Los cuales, por ocupaciones variables o, por mejor decir, desvariadas, se excusaron de venir; indignado, aquel paterfamilias le dijo al siervo: “Sal luego a las plazas y mercados y cuántos enfermos, cojos y débiles hallares, constríñelos que entren, para que mi casa sea llena”. No dijo: “Diles que vengan”, como a los primeros, mas: “Hazlos entrar”. Así, parece que los enfermos son traídos por fuerza a la cena magnífica de la salud perdurable, porque la dolencia les rasga el manto y los hace entrar por la puerta de las obras virtuosas. Si por esta puerta no entramos, no podremos llegar a tan grande colmo de honor como es ser asentados a la mesa de la largueza divina. iO bienaventurado convento de los enfermos!; de aquéllos, digo, que entran de grato donde la dolencia los lleva por fuerza y no escogen quedarse en la calle. [… ]
Si las penurias de la dolencia nos afligen, procuremos gozar del bien y honor que estas prometen; y yo no sé de mayor honor ni dignidad en esta vida que la perfección y virtud que en la enfermedad se acendra y apura. [… ] Las dolencias y aflicciones nos aman, conviene que las amemos; la salud y prosperidad nos desaman, desamémoslas por Dios. [… ] De seis platos me parece que seguramente debemos y podemos participar todos nosotros que padecemos dolencias. Las cuales son estos: tristeza tribulada, paciencia durable, contrición amarga, confesión verdadera y frecuentada, oración devota, perseveración en obras virtuosas. Y de estos seis platos, y de otros similares, podemos comer sin temor; y aunque parezcan al gusto tan amargos, necesario es que así sea. Porque la dieta a pocos enfermos sabe bien, pero es provechosa y fortificante. Por ende, queramos lo amargo, pues lo dulce no nos quiere; porque lo amargo al paladar, que se entiende por el sentimiento humano, se convierta en dulzura del alma. [… ]
Yo no sé para qué queremos los enfermos cosas de este mundo que bien nos rodea, porque no hallaremos en él cosas que nos deseen el bien. Los placeres que en él son del todo nos aborrecen, la salud nos desampara, los amigos nos olvidan, los parientes se enojan, y aun la propia madre se enoja con la hija enferma, y el padre aborrece al hijo que con continuas dolencias le ocupa la posada. Y no es maravilla que así sea. Porque desde que el enfermo se aborrece y enoja de sí mismo, no de estas cosas temporales tan gran hambre padecemos los dolientes; procuremos lo que más nos conviene, y esto es lo espiritual y saludable al alma. [… ] Por ende, dejemos a quien nos deja, y queramos solo Aquél que nos quiere y amemos solo Aquél que nos da las dolencias, porque aborrezcamos el mundo y amemos a Él que nos ama. Sin duda este es el Padre verdadero, este es el Padre amable, este solo es aquél que no se enoja con nuestras pasiones. Este es el que sana nuestras enfermedades; este es el que redime de caída y peligro la vida nuestra y nos coronará de misericordia y grandes mercedes. Este convertirá en buenos nuestros deseos y renovará nuestra juventud, así como el águila. Pues a este busquemos con fervoroso deseo nosotros que de hambre de salud corporal morimos en esta tierra extranjera. Que en este hallaremos tal reposo que nuestra tristeza temporal y humana será convertida en alegría espiritual y durable. Mas porque en estas cosas sobredichas la paciencia tiene el principado o señorío, porque si esta no rige y manda el convento de los dolientes, todas nuestras dolencias y penurias quedarían sin fruto. [… ]
La causa de nuestros sufrimientos y penurias se puede atribuir a nuestros mismos pecados y a la propia condición de nuestra flaqueza humana, pero en otro grado mayor se puede y debe observar que si solamente por pecados o por flaqueza humana viniesen las enfermedades, ni los justos pasarían por esta ley, ni aquellos sobrecargados de mortalidad fueran libres de aquélla. Mas sabemos que no es así, ya que todos somos pecadores y humanos, los unos somos heridos de dolencias y plagas y los otros, que son los más, pasan sus vidas libres de esta carga. Por ende, no es de dudar que otra causa más principal hay en ello, y esta es la intención o fin saludable por qué Dios nos da estas pasiones, las cuales no podemos negar ser buenas y por nuestro gran bien y manifiesto provecho; pues quien desea nuestro bien, parece que nos ama bien. Y quien, además de desear y querer nuestro bien, nos da industria o aparejos para que lo conozcamos y podamos alcanzarlo, en mayor grado parece relucir el gran amor que tiene para nosotros. ¿Y qué otra cosa son las dolencias y pasiones corporales, si bien las miramos o, por mejor decir, si virtuosamente las toleramos, sino registro muy cierto para buscar y hallar el camino derecho de nuestra salvación? Porque no hay otro camino derecho para ir al paraíso sino el padecer de angustias y tribulaciones, y por estrecho camino se halla la ancha y espaciosa holganza durable. [… ] Y si los santos no pudieron ir al cielo menos de pasar por este camino, ¿cómo esperamos los pecadores poderlo seguir sin padecer algunas y aún muchas pasiones?
Extraído y levemente modernizado, por Coretta Thomson, de la Arboleda de los enfermos.