De No tengas miedo: Cómo superar el temor a la muerte
Sin importar las circunstancias en las que muera una persona, solemos echar mano de los mismos y viejos estereotipos. Probablemente, ello se debe en parte a nuestro temor a herir a alguien diciendo “algo equivocado”. Pero también se debe en parte a que nos sentimos tan abrumados por las emociones, que no sabemos qué pensar. Una buena parte de ello, sin embargo, se debe a la incomodidad general que experimentamos ante el dolor por la pérdida de un ser querido.
Para la mayoría de nosotros, la cruda realidad de perder a alguien (o de ver que alguien sufre esa pérdida) es demasiado fuerte como para afrontarla plenamente y con sinceridad. Eso exige vulnerabilidad, la admisión de debilidad, dependencia y el temor de haber llegado al límite de nuestras fuerzas, y debido a eso tratamos de alejarlo de nosotros o lo desviamos recurriendo a frases hechas. Y, cuando eso no funciona, lo tratamos como un parachoques: aminoramos la velocidad porque tenemos que hacerlo, pero luego enseguida volvemos a acelerar.
A veces, lo hacemos por nosotros mismos, con la esperanza de que, si podemos recuperarnos y «seguir adelante», podremos limitar nuestro dolor. En otras ocasiones nos preocupa lo que puedan pensar de nosotros los demás si no nos recuperamos pronto y entonces enmascaramos nuestro dolor, reprimiéndolo en silencio.
A pesar de lo habitual que es afrontar de este modo el dolor por la pérdida de un ser querido, no funciona. Si se oculta, se evita, se retrasa, se finge que no está ahí, el dolor nunca desaparecerá a largo plazo hasta que se afronte reflexivamente y se le permita seguir su curso. Dadas las singulares circunstancias que configuran cada pérdida, el tiempo que se tarde en conseguirlo variará con cada persona. Trágicamente, no siempre disponemos de ese tiempo, como descubrió Gina, una joven a la que conozco.
Hace varios años, cuando murió Tom, el hermano de Gina, con 16 años, a consecuencia de una sobredosis, ella se sintió destrozada. “En cierto modo, creo que todavía no lo he superado”, dice. Los amigos y conocidos se mostraron muy comprensivos al principio, pero al cabo de un tiempo se cansaron de la incapacidad de Gina para “seguir adelante” y la hicieron sentirse culpable por el hecho de seguir luchando:
Intenté explicarme, pero en realidad nunca me entendieron. Parecía como si esperasen que mi vida volviera a ser “normal”. A menudo pasé por períodos de tristeza, amargura y otras emociones dolorosas, pero la gente se sentía incómoda con eso. Me quedé muy sola.
Seis meses después de la muerte de Tom murió un buen amigo suyo. Sentí mucho dolor. Pero al hablarle a uno de mis amigos de cómo me sentía, me dijo que estaba preocupado por mí. Creía que a estas alturas ya debería haber “dejado atrás todo eso”, lo que no hizo sino presionarme para sentir lo mismo.
Creo que lloré en el aislamiento y la confusión la muerte de mi hermano y de su amigo. Intenté encontrarles un significado a sus muertes, pero fue muy duro. Todo el mundo seguía diciendo que no deberían haber muerto.
En un reciente libro de entrevistas sobre la muerte, Studs Terkel narra una conversación que mantuvo con Myra, una mujer que experimentó la misma falta de comprensión tras la muerte de su madre. Tenía la sensación de poseer el derecho a lamentar su pérdida, mientras que las expectativas de los demás seguían evitándola. Al decir que se sentía “desposeída”, Myra explicó:
Significa que, supuestamente, una no debe sentir dolor y que, si lo sientes, no debes demostrarlo. Cuando murió mi madre yo ya tenía casi sesenta años y ella ochenta y uno. La gente acudió para dar el habitual pésame y escuché así las frases más corrientes: “Después de todo, tuvo una buena vida”, “No deberías sentirte tan apenada”. Todo eso no son más que tonterías. Precisamente por eso no podemos manejar muy bien la muerte. Con el duelo, pretendemos convertirlo en algo que pasa con rapidez y nadie quiere entretenerse demasiado con eso. Lo que quieren los demás es que una lo deposite como se hace con el dinero en un banco.
No es nada extraño que tanta gente sienta la necesidad de superar con rapidez el dolor por la pérdida de un ser querido y lo aceptemos noblemente. Eso, sin embargo, es imposible de hacer para la mayoría y, según mi experiencia, incluso aquellos que se endurecen y aparentan surgir intactos de la situación, descubrirán tarde o temprano que no pueden curarse verdaderamente sin concederse un tiempo para experimentar el dolor. Después de todo, el dolor es la necesidad innata de seguir amando a alguien que ya no está entre nosotros y de seguir recibiendo su amor. En la medida en que nos contenemos (o permitimos que alguien nos contenga) y dejamos de exteriorizar esta necesidad de expresión, seguiremos sintiéndonos frustrados y nunca llegaremos a curar. En otras palabras, el dolor por la muerte de un ser querido es la respuesta natural del alma ante la pérdida y no se debería reprimir. Anne Morrow Lindbergh, cuyo hijo fue secuestrado y asesinado cuando era un bebé, escribió:
Hay que experimentar el dolor y pasar por momentos de insensibilización que son todavía más duros de soportar que el propio dolor. Hay que negarse a seguir las fáciles escapatorias que nos ofrecen la costumbre y la tradición humanas. Los primeros y más habituales ofrecimientos de la familia y de los amigos son siempre distracciones (“Sácala de casa, que se distraiga”, “Llévatela de aquí”, “Cambia de ambiente”, “Fomenta las visitas que la animen”, “No la dejes sentarse y llorar”), cuando es precisamente el duelo y el llanto lo que una necesita.
El valor es un primer paso, pero limitarse a encajar el golpe con valentía no es suficiente. El estoicismo es valeroso, pero sólo supone haber recorrido la mitad de un largo camino. Es un escudo protector, permisible únicamente durante un corto tiempo. Al final, una tiene que descartar los escudos y permanecer abierta y vulnerable.
Quizá parezca cruel aconsejar a una persona afectada por la pérdida de un ser querido que se mantenga más abierta al dolor, como hace Lindbergh. Después de todo, la mayoría de nosotros nos protegemos instintivamente, una vez heridos, retirándonos de la refriega. Y no es nada fácil resistirse a esa tentación. Y, no obstante, he visto que cuando una persona se somete voluntariamente al dolor, eso puede actuar como un crisol que transforma. Existe un truco, claro: la necesidad de humildad. Cuando sólo se acepta de mala gana, el dolor por la muerte de un ser querido termina en resentimiento, amargura, soledad y rebelión. Soportado con humildad, sin embargo, el alma se vacía de sus propias agendas de curación, la limpia de autosuficiencias y deja así espacio para algo nuevo.