Ahora tengo más de ochenta años, y ya pasaron veinticinco años desde que salí de Pyongyang. Desde la guerra de Corea, cuando apenas sobreviví a los intensos combates contra las tropas estadounidenses, mi vida ha sido precaria. Todo lo que quiero ahora es ver al pueblo de Corea del Norte viviendo en libertad y en el amor de Jesús, aunque solo sea por un día. Esta es mi historia.
Escuela dominical
Mi madre tuvo ocho hijos en total, pero perdió dos por causa del sarampión. Temprano en las mañanas del domingo, ella solía despertarme —solo a mí, el menor de todos—, y lavarme con agua calentada en una tetera, vestirme con ropa limpia y cortarme las uñas de manos y pies. Luego sacaba cenizas de la chimenea de la cocina y pulía las monedas para la ofrenda de la iglesia, hasta que brillaran antes de ponerlas en mi bolsillo. Me diría que me mantuviera derecho y cantara fuerte los himnos en la escuela dominical. Todavía puedo recordar sus palabras:
A lo largo de otra semana
Dios nos ha protegido en nuestra debilidad.
En este día feliz, amado amigo,
con gusto tomo tu mano.
Vamos a alabar la gracia de Dios,
Vamos a estudiar la Palabra de Dios.
El nombre de mi madre era Lee Geum-nyo, que significa: «mujer de seda». Como su nombre, era tan tierna y buena como la seda. Era una costurera hábil y hacía ropa para todos en el vecindario. Siempre que la gente necesitaba ropa hecha con materiales que eran difíciles de trabajar, como la seda o el ramio, el trabajo le llegaba a ella.
Desde el tiempo en que tuve edad suficiente para estar consciente, mi madre sufrió de una enfermedad crónica (resultó ser cáncer). Una dura noche de invierno —yo tenía catorce años—, miraba a sus hijos uno tras otro. Luego, de repente, me abrazó y oró: «Padre Dios, ¿por qué me llevas ahora tan pronto? ¿Cómo puedo dejarlos tan jóvenes? Por favor cuida de mis hijos. Por favor permite que mi hijo menor se convierta en pastor». Mientras ella oraba, sus cálidas lágrimas caían sobre mis mejillas. Esa noche mi madre murió, tenía cuarenta y cinco años de edad.