El verano que mi hermano Duane cumplió veinte años, un joven formidable de una universidad de la Ivy League se quedó con nosotros durante las vacaciones. Él nunca, que alguien sepa, había perdido un debate. Varias semanas más tarde durante su visita, mi madre entró al comedor donde, en teoría, mi hermano y su amigo estaban comiendo el almuerzo. En realidad, ambos jóvenes se sentaban a la mesa con la boca cerrada. Uno no le decía al otro: «Necesito que comas». Ni el otro contestaba: «¡No, carajo!». Ambos sabían exactamente lo que pasaba, el estudiante de esa prestigiosa universidad estaba perdiendo el debate con mi hermano, que nunca aprendió a hablar.
Duane nació sano, si lo pudiéramos decir, pero cuando tenía tres meses de edad fue atacado por su primera convulsión epiléptica, la primera de incontables más que siguieron. Fue diagnosticado con el síndrome de Lennox-Gastaut, una forma extraña de epilepsia, y sus convulsiones eran tan brutales que los médicos pensaban que no viviría más de un año. Pues ese año se convirtió en treinta y uno y medio.
Con frecuencia, cuando le cuento a personas sobre mi hermano, veo las preguntas en sus rostros: «¿Por qué tuvo que nacer?, ¿Por qué someterlo a un sufrimiento inútil?, ¿Por qué dedicar el tiempo y el esfuerzo de la familia a un caso sin esperanza?, ¿Por qué gastar tanto dinero?». Estas preguntas reflejan una visión del mundo tan aceptada hoy día que la mayoría de la gente ni siquiera se da cuenta que la sostiene: la del utilitarismo. Sin embargo, sus principios se invocan constantemente en los debates entre lo bueno y lo malo, por ejemplo con respecto al aborto o la eutanasia.
El utilitarismo, famosamente promovido por John Stuart Mill, sostiene que una acción es buena solamente porque maximiza un beneficio dado. El más prominente defensor de esta escuela de pensamiento en la actualidad es el filósofo australiano Peter Singer, profesor de Bioética en la Universidad de Princeton. En la versión del utilitarismo de Singer —que en muchos sentidos es una articulación particularmente franca de nuestra cosmovisión cultural—, actuar éticamente significa buscar maximizar la satisfacción de los deseos de las personas. Esto, según la visión de Singer, también significa que debemos minimizar el sufrimiento de personas que no pueden tener ni expresar sus preferencias; si es necesario mediante la terminación de sus vidas antes o después del nacimiento. Personas precisamente como Duane.
En 1980, la filosofía de «salvar a los niños de la pena de existir» no había llegado al suroeste de Pensilvania, donde vivían mis padres. Y antes del nacimiento de Duane no tenían ninguna idea de que hubiera algo diferente en él. Pero, si lo hubieran sabido, sé que mis padres habrían dicho: «Es nuestro hijo».
Nadie sabe cuánto es lo que Duane podía entender. En una prueba de aptitud, no mostró interés en diferenciar un cuadrado rojo de un triángulo amarillo, y los neurólogos nos dijeron que tenía el conocimiento de un bebé de tres meses. Nos pareció insólito. ¿Cómo se puede medir la inteligencia de alguien tan lleno de vida, cuyas constantes convulsiones causaban estragos en su memoria y conciencia situacional? Los exámenes neurológicos instantáneos no podían capturar la realidad de su vida.
¿Podía Singer u otros utilitaristas dar una mejor explicación que los neurólogos? Para muchos en este bando, no todos los miembros de la especie humana se consideran personas. La personalidad, sostienen, requiere de la autoconciencia y la capacidad de concebir metas y planes futuros: de poder experimentar que uno tiene intereses. Duane no hubiera calificado. En su caso, el utilitarismo habría dicho que debería buscarse otro beneficio: reducir su sufrimiento. Sin duda Singer permitiría que la preferencia de mis padres por mantener vivo a Duane hubiera sido sopesada (después de todo, ellos eran «personas», aunque él no lo fuera). Sin embargo, de acuerdo con el razonamiento de Singer, no había nada en el propio Duane que podría haber hecho equivocado el matarlo.
Los cristianos no piensan de esta manera. En términos cristianos, una acción es buena no solo porque tiene consecuencias benéficas, sino porque en sí misma es buena. Además, las buenas acciones tienen el poder de cambiar para bien a los que las hacen. Buscamos amar como Dios —ser misericordiosos, honorables y justos— porque queremos reflejar su carácter: «llegar a ser como Cristo», crecer en el «conocimiento del Hijo de Dios, a una humanidad perfecta que se conforme a la plena estatura de Cristo», como Pablo le escribe en su carta a los Efesios. Es esta conversión lo que guía nuestras decisiones, porque todas las decisiones nos cambian, en una dirección o en otra.