En los días finales de la Segunda Guerra Mundial, J. R. R. Tolkien publicó La balada de Aotrou e Itroun, un poema de quinientos versos en estilo medieval. “Ningún hijo para alegrar su casa él tenía”, escribe Tolkien acerca del envejecido Aotrou, “para llenar sus palacios con clara risa”. La ansiedad de Aotrou debida a su “orgullo vacío” y a la disolución de su linaje lo lleva a buscar a un tipo de bruja medieval llamado korrigan, cuya poción de fertilidad concede a él y a Itroun el heredero que deseaban. “Dulce al final es el deseo del alma cumplir”, exclama Itroun con felicidad, “así, tras la espera, tras la oración, tras la esperanza y la cercana desesperación”.
La desesperación que Tolkien describe es conocida en las escrituras, así como el uso de drogas para promover la fertilidad. En el Génesis, Raquel desea un hijo con tanta intensidad que se vale de un vientre sustituto. No satisfecha con eso, luego negocia el acceso a Jacob a cambio de las mandrágoras de Lea, el antiguo equivalente de los suplementos para la fertilidad en Oriente Próximo. Historias similares abundan: Sara, Rebeca y la mujer de Sunem, todas enfrentaron la devastación de no tener hijos. ¿Y quién puede olvidar las lágrimas de Ana, esa santa patrona de mujeres sin hijos que enfrentan un nuevo Día de la Madre en la iglesia?
En tanto las oraciones de esas mujeres para dar a luz son finalmente atendidas, la historia de Aotrou e Itroun se lee como una advertencia profética contra el hecho de tomar la creación humana en nuestras propias manos a cualquier precio. Nada es gratis en lo que respecta a las brujas de los cuentos medievales de hadas, y la interpretación moderna de Tolkien no es diferente: la bruja exige a Aotrou que abandone a Itroun y luego, cuando él no cumple, le quita la vida.
En 1978, treinta y tres años después de que la historia de Tolkien fuera publicada, nació el primer bebé concebido a través de la fecundación in vitro (FIV). La anticoncepción fue la primera ola para reestructurar cómo los humanos concebimos el sexo y los nacimientos, y el éxito de la fecundación in vitro fue la segunda. Por primera vez, la tecnología ofrecía la posibilidad de satisfacer nuestros deseos de tener hijos biológicos.
Desde entonces, casi diez millones de niños han nacido en todo el mundo a través de la FIV, cada uno de ellos, una bendición por la cual sus padres sin duda sintieron una incalculable gratitud; cada uno de ellos, un niño amado de Dios. Pero el uso extendido de la tecnología FIV también ha implicado sus costos. El primero es padecido por los otros niños creados en el proceso: por cada nacimiento vivo, otros embriones ―humanos únicos, incipientes, como todos fuimos alguna vez― fueron creados. Algunos de estos son implantados en la madre, pero son abortados naturalmente. Muchos son desechados en el laboratorio por ser considerados de “mala calidad”. Algunos son evaluados genéticamente en busca de afecciones que, según la lógica de esa revisión, no los hace dignos de vivir. Algunos (menos de los que se podría imaginar, dados los acalorados debates bioéticos de hace veinte años) son donados para la investigación científica. Y algunos ―que se calcula son un millón solo en Estados Unidos― permanecen indefinidamente congelados en tanto sus padres no son capaces de decidir qué hacer con ellos.
La FIV tiene otros muchos costos, de los cuales quizá la increíble inversión en dinero sea el menos significativo. Las parejas que intentan la FIV llevarán las cargas de hacerlo en su cuerpo: la batería de tratamientos hormonales, los “placeres” autoeróticos en consultorios asépticos, las cirugías extractivas, todo pasa factura. Intensifica una carga de por sí asimétrica sobre las mujeres al añadir procedimientos al proceso; impone riesgos desconocidos a los niños, quienes son transferidos y almacenados mientras están en un estado exquisitamente vulnerable en el origen de su vida. Al analizar y desechar a seres humanos incipientes con un perfil genético “equivocado”, clasifica perniciosamente el valor de la vida basado en sus características y reafirma una actitud condicional hacia la dignidad humana que de ninguna manera está confinada al laboratorio de FIV.
Pero ¿qué es todo esto comparado con el deseo poderoso de un hijo? Contra este imperativo sobreviven pocas objeciones; a medida que el deseo se transforma en exigencia, se debe hacer cualquier cosa para satisfacerla.
En el Reino Unido, poco después de que el primer bebé FIV naciera, los médicos especialistas en fertilidad comenzaron a hablar de un “derecho” a tener un hijo. Esa transformación social ha reconfigurado drásticamente lo que significa ser estéril.
En los últimos años, ha crecido un movimiento para establecer una “equidad en fertilidad” para parejas no tradicionales. En definitiva, el movimiento redefine la “esterilidad” como un hecho social y no como una realidad médica. Cualquiera que sea incapaz de concebir, por la razón que sea, ahora se considera “estéril”, incluyendo a aquellos que son solteros o conforman una pareja homosexual. Al apelar al “derecho de tener un hijo”, el movimiento de equidad en fertilidad puede justificar las relaciones de subrogación y otros medios no tradicionales de traer a humanos a este mundo. Es probable que sea un éxito, teniendo en cuenta la sorprendente laxitud de Occidente acerca de las normas procreativas. El Reino Unido, Canadá, Francia, Israel y otros países proporcionan financiación estatal para la FIV y, si no fuera por el irremediablemente complejo sistema de salud de Estados Unidos, el país no se quedaría atrás.
Al mismo tiempo, el éxito de la FIV ha significado que otras intervenciones terapéuticas estén siendo desatendidas por la industria de la fertilidad. Las parejas sin hijos en la actualidad se encuentran en un entorno médico que los lanza con impaciencia hacia la FIV, un procedimiento que tiene las ventajas conjuntas de ser relativamente exitoso y altamente lucrativo (aunque no es tan exitoso como muchas personas piensan). Mientras tanto, Fertility and Sterility, la revista de la Sociedad Americana de Medicina Reproductiva, publicó varios ensayos en 2019 en los que se menciona la crisis de algunas técnicas en declive y de la educación decreciente con respecto a las intervenciones y cirugías terapéuticas además de la FIV. Las parejas que lidian con la involuntaria imposibilidad de tener hijos y que no desean someterse a la FIV enfrentan una red médica que no solo considera sus preocupaciones incomprensibles, sino que cada vez tiene menos capacidad e interés para ayudarlos a investigar las causas subyacentes de la esterilidad sin saltar directamente hacia las tecnologías reproductivas artificiales. La primera aproximación a la esterilidad inexplicable hecha por muchas clínicas es a menudo la inseminación intrauterina (IIU). Ese procedimiento más antiguo no apareja como resultado embriones “extras” ni investigación genética. Aun así, implica introducir a terceros en el proceso de procreación, creando una división formal entre el acto sexual y la concepción de un hijo. Como resultado, muchos cristianos especialistas en ética consideran la IIU como un procedimiento discutible. En cualquier caso, los incentivos financieros y los relativos índices de éxito de la FIV significan que muchas parejas sean instadas a valerse de ella sin importar si otros medios alternativos podrían ser exitosos.
Entre las muchas ironías está el hecho de que la misma sociedad que impulsa la FIV cuando las personas están cerca del final de sus años fértiles haga tanto para desalentarlas a tener hijos hasta ese momento. En tanto algunos jóvenes podrían voluntariamente demorar el matrimonio y tener hijos, la vasta mayoría ha sido incomprensiblemente arrasada junto con un medio económico y social que ha sido construido negando su importancia. Mientras tanto, los índices decrecientes de nacimientos en todo el mundo han revitalizado los sentimientos natalistas en Estados Unidos y en otras partes. A medida que el mundo estéril que P. D. James imaginó en Hijos de hombres se vuelve más parecido a la realidad (en Japón ya se recurre a muñecos para simular la presencia de hijos), un estrato de urgencia social y personal plantea la pregunta de si tener o no un hijo o cómo tenerlo.
Los cristianos no son inmunes a esos mensajes confusos. En algunos círculos existe el estigma de las parejas sin hijos que aparentemente han desobedecido la “orden” putativa de procrear que aparece en Génesis 1:28. Para muchísimas personas la carga de no tener hijos es una cruz no atribuible a ellos. Aquellos que parlotean acerca de cómo los jóvenes están alejándose de los hijos a menudo son los mismos que llenaron a esos jóvenes de expectativas propias de la clase media alta y les exigieron la obtención de títulos universitarios para satisfacerlos, agregando obstáculos físicos y financieros a la formación de una familia. No sorprende que una generación de cristianos protestantes que no tuvo paciencia con respecto al celibato de Jesús en su teología del matrimonio ahora no ofrezca una explicación en sus teorías de procreación para el hecho de que Jesús no tuviera hijos (biológicos). Mientras tanto, muchas iglesias han mantenido silencio acerca de la FIV, en tanto nuestra sociedad ha atrapado un millón de embriones en hielo para esperar el Juicio Final; la Convención Bautista del Sur, por ejemplo, no ha dicho nada desde que la FIV fue introducida.
Para los cristianos, la idea de que haya un “derecho” a los hijos es teóricamente extraña. Somos mucho más propensos a pensar que los niños son uno de los dones buenos de Dios, y que la red médica es sencillamente una nueva manera que Dios nos ha dado para recibirlos. Aun así, somos más susceptibles a la lógica de los derechos de lo que nos damos cuenta, incluso si no usamos el lenguaje. Cuando enfrentamos la cruz de no tener hijos, podemos no invocar nuestros “derechos” en nuestras oraciones. Pero a menudo los encarnamos con nuestras acciones. Nuestro reclamo de hijos es más sentido que enunciado, pero esa expresión tácita no lo vuelve menos real.
Los niños son una verdadera bendición del Señor. Sin embargo, el cuento de Tolkien es un claro recordatorio de que los dones de Dios pueden ser amados de formas equivocadas. El consuelo que las parejas sin hijos necesitan está en otra parte, lejos de la industrialización de la fertilidad y de los “derechos” que intenta reclamar. ¿Cómo ha sido distorsionada nuestra visión de los hijos y la procreación y cómo puede ser reparada?
Dones buenos y generosos que salieron mal
La tragedia de no tener hijos es real e indescriptiblemente profunda. No tener hijos implica brechas en la vida común de amistad con otros padres consumidos por las actividades de sus hijos; son un recordatorio de lo que estamos dejando pasar. Implica confrontar la soledad en la vejez y preguntarse quién nos enterrará si sobrevivimos a nuestros hermanos. Más que eso, sin embargo, significa la ausencia de un linaje, de descendientes que lleven el nombre que nos fue dado y que forjamos a través de nuestro carácter y nuestra vida. Aquel que tiene hijos se yergue con orgullo “en las puertas de la ciudad”, dice el Salmo 127, porque los hijos conforman la reputación de sus padres como nadie más puede. El mandamiento de honrar a los padres está ligado a tener una larga vida en la tierra, lo que asegura un nombre tanto para el padre como para el hijo: en este sentido, los hijos son una “herencia de Jehová” (Sal 127:3). Engendrar hijos es una afirmación, en hechos y no en palabras, de que es bueno ser nosotros mismos, junto con aquel que amamos, y que no necesitamos avergonzarnos por esa bondad. Hacer frente a la esterilidad de manera seria y honesta significa abordar directamente el asunto del valor de nuestra existencia y nuestra vida.
Los teólogos a veces han abordado esas frustraciones con apelaciones directas al evangelio que, según su lectura, más o menos exige que las parejas sin hijos lo superen. Karl Barth ofrece el consejo simplista (aunque pueda ser cierto) de que las parejas sin hijos “deben depositar su esperanza en Dios y, por lo tanto, sentirse consoladas y alegres”. Más recientemente, la aversión del teólogo Michael Banner hacia el anhelo no cumplido de tener hijos lo han llevado a argumentar que la teología moral debería “negar (y repudiar) la existencia y el deseo del propio” y “negar la tragedia de no tener hijos que ese niño está destinado a aliviar”. A diferencia de la posición de Barth, el punto de vista de Banner tiene la desgracia de ser cruel y falso. Los bienes de la naturaleza son bienes reales, y no podemos dejar nuestra tristeza rápidamente atrás por no haberlos recibido.
Sin embargo, en tanto la tragedia de no tener hijos es real, su naturaleza es peculiar. No es la tragedia de que se nos niegue aquello que se nos debe, de no recibir nuestra parte. No tenemos más “derecho” a concebir un ser humano del derecho que tenemos a casarnos con uno. El modo en que la relación empieza moldea su naturaleza, y enmarcar la relación entre padres e hijos a través del lenguaje de los “derechos” la distorsiona desde el inicio. La naturaleza del amor parental es sacrificial: dar gratuitamente y soportar la larga, gozosa y triste serie de adioses a medida que el hijo ingresa a la libertad madura de la adultez. Considerar a los hijos como un derecho introduce en la relación un sentido de posesión que es antitético con respecto a un amor así y desfavorable para el crecimiento de ambas partes. A través de la profunda lucha por dejar de lado esos deseos insatisfechos y confiar en la bondad de Dios, las parejas sin hijos (paradójicamente) aprenden a cultivar la mismísima forma de amor sacrificial que anhelan compartir.
Es mejor pensar en los hijos como un don. La paradoja de procrear es que implica tantos límites a nuestra voluntad, que hay demasiadas cosas más allá de nuestro control. Resulta verosímil pensar que todo lo que podemos hacer es intentar procrear, pues el éxito de cualquier acto sexual particular en generar vida es altamente contingente: hay tanta suerte y tantas ineficiencias involucradas en la formación de una vida humana, que uno podría razonablemente poner en duda la inteligencia del diseñador del proceso.
Podría parecer que el advenimiento de las tecnologías reproductivas artificiales corrige esa falla en el diseño. Pero al hacerlo, la FIV sugiere que no tener hijos es una enfermedad. Si la FIV es una intervención “terapéutica” a la par de las máquinas de diálisis o cualquier otro tratamiento médico, entonces hay algo que está mal en la pareja que no ha concebido. Muchas parejas estériles ya se sienten “rotas”. Medicalizar la creación de un hijo refuerza inherentemente esa percepción, lo que vuelve el hecho de no tener hijos una carga mayor de lo que era antes.
En lugar de eso, al renunciar al control, una pareja puede descubrir que la suerte y las contingencias involucradas en traer vida al mundo también los unen: intentar la concepción requiere, después de todo, la unión frecuente y seguida de una pareja en el amor. El teólogo William May escribió una vez que el sexo debe “estar destinado a permanecer abierto al don de la vida”, lo que es una afirmación extraña. Después de todo, es raro pensar que estamos destinados a permanecer abiertos a un don. Generalmente pensamos que estamos destinados a aquello que podemos hacer de nosotros mismos. Después de todo, ¿qué niño “está destinado a permanecer abierto” a recibir un regalo en Navidad? Sin embargo, la vulnerabilidad dentro del proceso de generar vida humana fija límites precisos a lo que podemos hacer para traer una nueva vida al mundo. Podemos ser la ocasión de Dios para generar una vida que lleva la imagen de Dios, pero no podemos obligarlo a que lo haga.
Un abordaje así determina que haya una pena genuina cuando dicho don no es dado. La bendición del Señor precede, acompaña y rodea la exhortación de Génesis 1:28 que dice “fructificad y multiplicaos”. Se trate de un mandamiento o de otra cosa (y yo creo que no es un mandamiento), la generatividad de una persona es una marca de un favor divino que se le ha otorgado. Aun así, esa pena está intrínsecamente cualificada por los límites a nuestra voluntad, y los reclamos que podemos hacer ante ellos: puesto que no podemos producir un hijo, debemos ponernos en manos de Dios.
No tener hijos no es una patología que necesite un remedio, sino una revelación de la verdad más profunda acerca de la vida humana: el hecho de que proviene de Dios. En el deseo insatisfecho de tener hijos, las parejas se enfrentan al núcleo fundamental de la existencia humana, la entrega absoluta de nuestra vida más allá de la cual no podemos ir y por la cual debemos estar simplemente agradecidos, el hecho de que vivimos y nos movemos y tenemos nuestro ser solo en tanto don de Dios. Esa es la cruz y el llamamiento de las parejas sin hijos.
El hogar y la cruz
Cada pareja cristiana que se vale de la FIV tiene sus razones. Encontrar intolerable la pena por la infertilidad e irresistible la esperanza de la FIV es más que comprensible. Resistir las tentaciones de satisfacer el anhelo de hijos creando vida dentro de un laboratorio implica masoquismo o una fuerza heroica. Esos padres son tan víctimas de los poderes desenfrenados como participantes dispuestos de su régimen. En un mundo donde obtener lo que uno desea sigue siendo el único principio, parece especialmente injusto decirles a quienes no tienen hijos que deben vivir con deseos insatisfechos. Después de todo, nadie más lo hace.
Si observamos más allá de la industrialización de la fertilidad, sin embargo, encontraremos que todos estamos implicados en el impulso de no respetar los límites de nuestra carne; la reproducción artificial es solo la parte exterior. Este asunto solo hace que el rechazo a honrar a nuestro cuerpo sea más transparente.
La extendida insensibilización de la sociedad occidental hacia el cuerpo la ha vuelto cada vez más indiferente hacia otras formas más violentas de manipular la naturaleza. Lo que comenzó con esfuerzos para ayudar a parejas estériles ha culminado en el uso salvajemente desregulado de sustitutos, una práctica explotadora que amenaza con cortar el lazo entre el nacimiento y el hecho de ser padres. En el horizonte se vislumbran extrañas formas de crear vida, también, pues la gametogénesis nos permitirá crear a seres humanos a partir de células madre de cualquier combinación de humanos, y los úteros artificiales prometen liberar completamente a las mujeres de la carga de la gestación. Este manto antivida y sin costuras se extiende también al final de la vida: cada vez más vamos tras tratamientos médicos extremos con la finalidad de impedir la muerte, por un lado, mientras por el otro nos volcamos hacia lo que se conoce eufemísticamente como “asistencia médica para morir”. La reestructuración de la imaginación de nuestra sociedad en materia de vida y muerte parece no conocer límites.
El primer paso hacia la formación de imaginarios cristianos en el terreno del sexo y el matrimonio es expandir sus horizontes en una dirección diferente. El evangelio ofrece un relato de la fertilidad humana que es menos simple y más inclusivo de lo que las odas a la bendición de la procreación pueden sugerir.
Hasta el Antiguo Testamento califica el valor de un linaje biológico de modos tangibles y a veces impactantes. La canción de Ana después de dar a luz a Samuel no solo ofrece esperanza a los que no tienen hijos, sino que emite un juicio sobre aquellos con hijos: “Hasta la estéril ha dado a luz siete, y la que tenía muchos hijos languidece” (1 Sam 2:5). Ese canto tiene su eco en el Salmo 113:9: “Él hace habitar en familia a la estéril, que se goza en ser madre de hijos". “Regocíjate, oh estéril, la que no daba a luz”, dice el Señor en Isaías 54:1, “Levanta canción y da voces de júbilo, la que nunca estuvo de parto; porque más son los hijos de la desamparada que los de la casada”.
La desolación de no tener hijos encuentra su hogar en la cruz, y su esperanza en la resurrección. El hecho de que Jesús no tuviera hijos es aún el mayor condicionador y desafío para cualquier pronatalismo, pues su vida inaugura la posibilidad de un parentesco que trasciende (sin destruir) el valor de los lazos procreativos. En tanto Mary es la madre biológica de Jesús, José (quien, según algunas fuentes, fue un hijo adoptivo) adquiere voluntariamente el rol de su padre terrenal. Luego, en la cruz, Cristo reconfigura su hogar dando a su discípulo Juan responsabilidades filiales hacia María y ofreciendo a María privilegios maternales sobre Juan. Estas atribuciones de “parentesco ficticio” se extienden a lo largo de los evangelios.
La visión del Nuevo Testamento debe ser encarnada, sin embargo, a través de la recuperación del hogar cristiano. Hablar del hogar significa ver más allá de la “familia nuclear”, una visión restringida e insular que limita las dimensiones de la vida familiar y nuestra solidaridad con otros fuera de nuestro hogar. En tanto “lugar de pertenencia mutua y oportuna”, en palabras de Brent Waters, el hogar es un lugar de encuentro para una amplia variedad de relaciones sociales en las cuales las alegrías del matrimonio se irradian hacia fuera de un modo adverbial, es decir, a través de relaciones parentales, en lugar de paternidad y maternidad. Y es un lugar donde el cuidado y el apoyo pueden ser dados en modos no limitados por la biología, sino por las responsabilidades que adquirimos unos con otros dentro del cuidado providencial de la bondad de Dios. “Porque todo aquel que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre” (Mc 3:35). Del mismo modo, podemos ser padre, hijo y tío de todos aquellos a quienes Dios nos llame a amar.
Ningún libro ha expresado esta visión tan bien como Esa horrible fortaleza, un libro de C. S. Lewis en el que la casa del director de St. Anne´s on the Hill se vuelve un refugio para Jane, quien intencionalmente no tiene hijos, y para los Dimble, quienes contra su voluntad no los tienen. El matrimonio turbulento de Jane y su decisión de no tener un hijo ―“Uno tenía su propia vida que vivir”, se dice a sí misma― colisionan con el amor generoso de los Dimble, que es parental sin ser asfixiante, y que da frutos para el reino a través de su obediencia.
En tanto Cecil Dimble había sido el tutor de Jane antes de su matrimonio, la Sra. Dimble “había sido una especie de tía universal para todas las muchachas de su curso”. Su casa había sido algo así como un salón, aunque de todas las alumnas del Dr. Dimble, su esposa había sentido por Jane “esa clase de afecto que una mujer divertida, de buen carácter y sin hijos a veces siente por una muchacha que considera bella y ligeramente absurda”. La Sra. Dimble siente la pena de tener habitaciones vacías en su casa, aunque, de todos modos, encarna las virtudes maternales hacia Jane. Los Dimble, que no tenían hijos, se daban el lujo de tener una cantidad de jóvenes para llenar periódicamente su hogar, lo que no todas las parejas pueden hacer. Aun así, ellos encarnan la expansividad del amor que es necesario para sobreponerse a las exigencias tácitas o explícitas de satisfacer nuestro “derecho” a tener un hijo. En efecto, todo el hogar en St. Anne es una imagen de la fecundidad de la castidad, en un matrimonio dispuesto a recibir hijos, ya sea que Dios se los haya dado o no, y en una soltería que es fiel en el celibato. A través del encuentro con ese amor casto, Jane finalmente se vuelve deseosa de tener hijos.
La forma de este mundo está desapareciendo, escribe Pablo, ordenando que aquellos “que tienen esposa sean como si no la tuviesen; y los que lloran, como si no llorasen; y los que se alegran, como si no se alegrasen” (1 Cor 7:29-31)). La exhortación de Pablo incorpora la inversión de la pena de Ana por su esterilidad. La declaración del evangelio en el territorio de la procreación no solo ofrece esperanza a los que no tienen hijos, sino que coloca un gran condicionador sobre la alegría de los fecundos: el bautismo es nuestra entrada al reino de Dios, no la bendición de la fertilidad.
Un mundo que rechaza a Dios rechazará la creación. Aun así, la paradoja es que debemos buscar más allá de la creación en sí misma si deseamos renovar su autoridad y bondad dentro de nuestras comunidades. La vida en el reino de Dios confirma y a la vez altera nuestro amor hacia la creación. Parafraseando a Lewis, aquellos que se enfocan en la familia y no en el reino finalmente no tendrán a ninguno de los dos, pero a aquellos que busquen el reino también les será dado tener una familia. Anunciamos el evangelio en el territorio del sexo y la procreación solo cuando nuestras exhortaciones al matrimonio y a la procreación honran el hecho de que los hijos que llevan nuestro apellido son “no las buenas cosas de la Jerusalén eterna”, sino “las buenas cosas que pertenecen a la tierra de los que mueren”, como alguna vez escribió Agustín.
La abundancia de St. Anne´s on the Hill nace de la tragedia cristiana de no tener hijos, lo que confirma las bondades de la creación al prestar atención a aquello que señalan: una vida de participación en las obras de caridad hacia todos aquellos que Dios nos da para que amemos. La infinitud del amor nunca falla, aunque nuestras esperanzas y sueños referidos a nuestra vida en este mundo a veces puedan hacerlo. Los buenos dones de Dios a veces vienen en formas extrañas y severas, aunque cada uno de ellos se ordena hacia la perfección de nuestra alegría de dar nuestra vida a Dios y a cada uno de nosotros. Dentro de la economía del amor de Dios, los estériles algún día vestirán las coronas del triunfo a las puertas de la ciudad. Ellos, también, ya no se sentirán avergonzados.
Traducción de Claudia Amengual