En el fondo, todo padre sabe que criar a un hijo implica más que mantenerlo. Es raro el padre o la madre que no admite de inmediato que debe dedicar más tiempo a sus hijos. No obstante, es igual de raro encontrar a buenos padres que no sólo están dispuestos a admitirlo sino también a poner sus buenas intenciones en práctica. Dale, quien trabajaba para una de las firmas de abogados más grandes del mundo, es tal padre.
Un colega y yo íbamos rumbo a casa, manejando una camioneta repleta, después de una reunión de niños exploradores. Mientras los niños jugaban y reían en los asientos traseros, se aclaró la garganta y abordó un tema difícil.
“Dale, estás cometiendo un gran error al dejar la firma de abogados. ¿Comprendes eso?” Se refería a mi decisión de dar un aviso de renuncia con seis meses de anticipación—. “No se trata de que puedas hacer lo que tú quieras —prosiguió—, tienes cinco hijos. Tienes el deber de darles la mejor vida posible y enviarlos a las mejores universidades a las que puedan ingresar. Estás eludiendo tu deber”. Dejé que pasaran unos instantes… Finalmente, le respondí:
“No fue mi idea. Nunca tuve la intención de reducir a menos de veinte horas por semana. Mis hijas me suplicaron que renunciara”. Era verdad. Durante los últimos dos años había combinado 20 horas por semana como abogado con una cantidad igual de tiempo sirviendo a hombres que estaban muriendo de sida y cáncer. Esto fue un cambio dramático de mi vida como un abogado que vivía en los aviones, abriendo cuentas en todo el país y trabajando de 80 a 90 horas por semana. Pero, cuando empezó la guerra en Iraq, mi trabajo legal de medio tiempo explotó de repente y pronto ya estaba otra vez en mi horario anterior.
Después de seis semanas en este retroceso, mi hija desapareció de la escuela: sencillamente no estaba ahí una tarde cuando fuimos a recogerla. La buscamos por más de dos horas y finalmente llamamos a la policía.
Más tarde un amigo la encontró caminando sola sobre una carretera, estaba llorando. Su explicación fue simple: “Papá, cuando te ibas todo el tiempo, no importaba. Pero ahora que me he acostumbrado a que estés aquí ya no puedo soportarlo. Quiero que dejes de ser un abogado”.
Primero traté de que mi hija mayor hiciera entrar en razón a su hermana menor, pero no resultó. Ella estaba totalmente de acuerdo con la menor. Luego lo puse todo por escrito para que lo meditaran, para mostrarles qué tan duras serían las consecuencias económicas: pagar por su propia ropa, auto, gasolina, seguros, anuarios, fiestas de graduación, universidad, viajes, etc. No importó. Mis hijas me querían a mí.
Mi colega estaba deteniendo la camioneta en un semáforo en rojo.
“¡Mira —dijo con impaciencia—,estás evadiendo tu responsabilidad!”
Pasaron algunos momentos antes de que yo concluyera la discusión. Parecía muy importante terminar rápido. Estaba enfocado en un grupo de árboles que se negaban a caer en línea, se resistían a ser controlados, se rehusaban a ser cortados y procesados en la trituradora empresarial.
“No estoy de acuerdo —le dije suavemente—. No estoy de acuerdo. Y apuesto que, en lo profundo de tu corazón, tú tampoco lo estás”.
Esta historia proviene del libro de Arnold, Su nombre es hoy.