Hace algunos años, en la sala de espera del aeropuerto de Kansas City, vi algo muy sorprendente: un infante que se elevaba tras un muro divisorio, levitando solo por un instante para después caer tras el muro. No pude dejar de verlo, pues sucedió de nuevo. Y otra vez, y otra vez. Supuse que era una de dos cosas: que en Kansas City tienen bebés que vuelan, o que este bebé estaba siendo lanzado medio metro hacia arriba por alguien. Y te apuesto lo que quieras, tendría que ser un papá o un abuelo el que lo estaba lanzando.
Caminé hacia la esquina del muro para ver del otro lado la escena completa, y tenía razón, era un padre sureño estadounidense el que lo estaba lanzando al bebé, mientras el pequeño gozaba a lo grande. No era coincidencia que la mamá no estuviera a la vista.
El niño aprende que el mundo puede ser un lugar seguro en las manos de papá.
En un reciente viaje en Asia, prendí la televisión china, sin entender ni una sola palabra. Pero entendí lo que vi en un comercial, y observé que ocurría lo mismo en parques mientras caminaba hacia mis reuniones. Los papás y los abuelos estaban lanzando al aire a sus pequeños, ante el enorme disfrute y felicidad de los niños (asumiendo que las risitas tienen el mismo significado en cualquier cultura). Aparentemente, este inquietante comportamiento de los padres es universal.
Considere esto desde la perspectiva del bebé, para quien el desafío de tratar de entender este interesante mundo es su sola ocupación. Cada bebé que haya volado de esta manera aprendió una lección fundamental de vida. La llamo una experiencia de «mundo aterrador y mundo seguro».
Cuando un bebé —niño o niña— es lanzado al aire las primeras veces, ¿qué es lo que hace? Lo sabes, porque lo has visto tú mismo, y de hecho quizá lo hayas experimentado hace mucho tiempo. Los bebés se quedan sin aliento y aguantan la respiración, con los ojos muy abiertos. Con mis hijos, con frecuencia he causado y visto esa mirada de terror puro.
¿Primera lección aprendida? El niño se está dando cuenta de que el mundo es un lugar que da miedo. (Esta no es una lección que él o ella pueda aprender de mamá, porque las mamás no les provocan miedo a sus hijos; generalmente son ellas las que los consuelan.) Pero tan pronto como el niño siente la llegada de ese temor, la gravedad entra en acción y siempre lo hace bajar a salvo en las manos fuertes de papá.
¿Segunda lección aprendida? El niño aprende que el mundo puede ser un lugar seguro en las manos de papá. Él o ella experimenta dos emociones humanas muy crudas y profundamente instructivas. En un momento dado, todo el ser del niño grita: «¡Santa cachucha, este mundo es un lugar que da miedo y no puedo confiar en que nadie me cuide! —Luego, un instante después, el niño siente—: ¡Oh que alivio, ahora el mundo está a salvo y papá está aquí para cuidarme!».
Como bebés, la mayoría de nosotros hemos pasado de estar aterrados al extremo hasta carcajearnos histéricamente y pedir más. Y casi siempre fue un hombre —un papá, tío, abuelo, o amigo de la familia— quien brindaba esta experiencia, colmando ese deseo innato que alimenta la industria de las atracciones electrizantes. Pero, a diferencia de las montañas rusas, este proceso es más que la mera diversión. Les enseña a los niños que aunque las cosas que dan miedo se experimentan en la vida, pueden contar con que papá cuidará de ellos. Esto crea tanto confianza como consuelo.
Mamá es diferente. En su mayoría no se sienten impulsadas a aventar bebés, sino a mantenerlos cerca, brindándoles una clase diferente de seguridad. La manera en que la mamá consuela a su hijo es esencial, pero también es menos probable que genere confianza, ya que no obliga al niño a salir de su zona de comodidad. La confianza proviene de tomar riesgos y recuperarse con seguridad al superarlos. Ese es el trabajo del papá.
Un amigo mío —que es un consejero profesional— me contó una historia triste que ilustra esta verdad de manera conmovedora. Uno de sus clientes adultos lo estaba viendo respecto a su lucha de toda la vida para confiar en los demás. La persona le dijo que cuando era niño su papá jugó con él un día, haciéndolo saltar desde los escalones de la terraza hasta sus brazos. Con cada salto su papá daba un paso atrás, obligando al niño a saltar más lejos y con más fuerza. Con cada salto, el niño estaba aprendiendo que podía hacerlo, podía tomar el riesgo y lograr alcanzar la meta: los brazos de su papá. Cuando el papá estaba a una distancia considerable de la terraza, animaba al niño a hacer su mejor esfuerzo: «¡Salta una vez más!». Cuando estaba a medio vuelo, el papá retrocedió varios pasos dejando que su hijo aterrizara con su pequeña carita en el concreto de la acera. En ese instante, la percepción del niño sobre el mundo cambió de manera dramática y de por vida. Estaba lastimado, llorando y terriblemente agitado, pero su daño interior fue mucho mayor. Miró a su padre con una expresión que gritaba: «¿Por qué hiciste eso?». El padre miró al niño con severidad y le dijo: «Hijo, solo una pequeña lección: Nunca confíes en nadie».
Y eso fue exactamente lo que el niño aprendió a hacer. Su incapacidad de confiar en los demás lo fastidió hasta bien entrada su edad adulta.
Los padres que desafían a sus hijos a tomar riesgos mientras los mantienen a salvo les dan un don insustituible. Animan a sus hijos a esforzarse, a subir más alto, a correr más rápido, a lanzar con más fuerza, a no rendirse ante un problema, a moverse más allá del temor. Las mamás, por otra parte, les enseñan a tener precaución: «¡Por favor ten cuidado, no tan alto!». Los niños necesitan ambas lecciones.
Incluso en una época en la que afirmamos haber evolucionado más allá de los estrechos estereotipos de género, los padres saben que sus hijos los necesitan. Un periódico nacional presentó un experimento de crianza cooperativa de cuatro homosexuales adultos: dos lesbianas, un amigo donador de esperma y su pareja gay. El cuarteto tuvo un hijo y estaban esperando otro. El periodista que los entrevistó les preguntó si, dado su peculiar acuerdo de crianza, habían tenido conflictos sobre cómo criar al niño de tres años de edad. El padre donante de esperma habló y dijo que él creía que la madre biológica tenía la tendencia de consentir demasiado al pequeño. «Cuando se cae —explicó— ella sale corriendo para ver si está bien. Yo sé que estará bien.» Él quería que su hijo aprendiera a confiar en su propia capacidad para resolver sus problemas, una parte esencial del crecimiento. Como la mayoría de los papás, no estaba tan inclinado como la mamá para darle una respuesta inmediata, prefería contenerse y dejar que el niño lo resolviera.
En este caso, sin embargo, cuando el periodista indagó cómo los cuatro adultos resolvían sus desacuerdos, el padre con cierta vergüenza explicó que debido a que no era el padre legal se mantenía callado. Como resultado de su silencio, a este niño le hace falta una experiencia vital de la vida. Es más, este hombre sabe que al niño se le está privando de algo importante, gracias a la naturaleza de la paternidad, que existe independientemente de cualquier intento de trascender los roles masculinos y femeninos supuestamente tradicionales.
Autocontrol
Los beneficios que una madre y un padre pueden brindar a sus hijos se extienden al aprendizaje del autocontrol. Tomemos por ejemplo el juego de luchas. Las mamás a menudo les enseñan el autocontrol estableciendo reglas absolutas sobre el comportamiento brusco en la casa, con reglas ligeramente menos rígidas que se aplican al aire libre. Esto es bueno. Los niños necesitan aprender que no solo hay maneras de hablar dentro de la casa como fuera de ella, sino también comportamientos internos y externos.
Los padres, sin embargo, tienden a ser más bruscos tanto dentro como fuera de la casa. Y cuando juegan luchas con sus hijos, es probable que los más pequeños se entusiasmen tanto de la emoción que tendrán que subir de tono para aumentar el alboroto. «Todo es diversión y juego hasta que alguien sale lastimado», pero con papá eso solo es verdad hasta cierto punto. La diversión termina rápido cuando papá recibe una patada o un golpe bajo. Generalmente, este es el momento cuando papá inicia una seria conversación sobre el autocontrol. A menudo solo se necesita un par de ejemplos como ese antes de que el menor capte el mensaje. Los niños con un buen papá aprenden a comportarse físicamente mientras mantienen el autocontrol adecuado y consideran a los demás.
Los papás y el comportamiento prosocial
¿Existe alguna comunidad que esté orgullosa de su alta actividad pandillera? ¿Existe alguna comunidad que se duela por su baja tasa de embarazos adolescentes y desea que sus jovencitas salgan más a la calle y se mezclen? Las mamás y los papás les enseñan a sus hijos e hijas virtudes universales para combatir estos problemas, pero de diferentes maneras.
Si algo nos ha enseñado el esfuerzo por deconstruir el género en nuestros hijos, es que la diferencia de género es mucho más que una mera construcción social.
Los varones generalmente tienen un alto nivel natural de agresión. Les gusta romper cosas, dominarlas, mostrar a los demás quién manda. En toda cultura, cada chico debe aprender a manejar esta agresión natural masculina de maneras socialmente constructivas. Generalmente, los chicos lo hacen cuando reciben corrección, aceptación y ánimo de hombres mayores, ya sea en los deportes, las fuerzas armadas, cuando van de cacería o cuando construyen cosas que benefician a los demás.
Cuando el joven se pasa de la raya —maneja muy rápido, quema cosas, se porta agresivo con los demás—, los hombres, comenzando por el papá, intervienen y le dicen que le baje el tono al asunto. Por otra parte, si el joven es reservado o tímido, los hombres lo impulsarán a la acción. En cualquier escenario, el joven eventualmente se gana el respeto y la aceptación de los hombres que lo rodean. Cuando a un niño le hace falta esto porque no hay un papá que lo ayude a navegar por el singular mundo de los varones, puede volverse muy violento o terriblemente pasivo.
Con demasiada frecuencia, el resultado son las pandillas. Los miembros de pandillas generalmente no tienen un padre que los guíe y les haga ver que pueden valorarse y respetarse a sí mismos. En respuesta, estos chicos se aseguran de que el mundo los reconozca, involucrándose en acciones sin sentido de violencia física, intimidación, dominación sexual y oportunismo, y tomando riesgos insensatos. Las madres pueden ayudar a frenar tales conductas con su desaprobación y corazones heridos, pero la cura más directa y poderosa es un padre involucrado.
Las jovencitas también pueden ser violentas, y ellas también desearán la atención del sexo opuesto. Las mujeres jóvenes que han sido bien criadas por madres y padres son dramáticamente menos propensas a convertirse en víctimas de sus propias emociones e impulsos sexuales. Una jovencita que es sexualmente saludable es la que ha aprendido lo que significa ser amada y cuidada adecuadamente por un buen hombre. Lo aprende primero y primordialmente de su padre. Para esa joven, un hombre no es un misterio, y por eso es menos probable que caiga en los avances manipuladores de hombres oportunistas.
Los papás y el desarrollo del lenguaje
Aun en términos de la habilidad en el lenguaje, madres y padres aportan contribuciones diferentes pero esenciales al desarrollo de los niños. Es más probable que una mamá se conecte verbalmente con sus hijos a su propio nivel, usando palabras, frases y tonos de voz que facilitan la comprensión inmediata. La manera de los papás es distinta, se adapta menos a la propia habla del niño y a menudo puede parecer menos exitosa. Lo noté con frecuencia cuando nuestros hijos estaban pequeños. Si nuestro hijo se caía, se raspaba la pierna, y comenzaba a llorar, su mamá diría: «¡Dios mío, tuviste un terrible rasponcito!» La respuesta de papá podría ser: «Hijo, eso es casi una excoriación». Las palabras del papá le dan una lección de vocabulario. Además, es más probable que los padres se comuniquen con señales no verbales, gruñidos y expresiones faciales. Las niñas y los niños que crecen aprendiendo de sus padres podrán comunicarse mejor con otros varones cuando ingresen a la escuela y al mundo laboral.
No todo hombre necesita ser el estereotípico macho alfa para ser un buen padre. Ni las madres tienen que ser el modelo de June Cleaver, el prototipo de la madre estadounidense en la televisión. Como explico en mi libro Secure Daughters, Confident Sons: How Parents Guide Their Children into Authentic Masculinity and Femininity (Hijas seguras, hijos confiados. Cómo los padres guían a sus hijos hacia la masculinidad y feminidad auténticas), existen cien maneras diferentes de ser un buen hombre y una buena mujer. Comparemos por ejemplo a Payton Manning y Yo-Yo Ma; dos maneras muy diferentes de ser hombres de verdad. O contrastemos a Margaret Thatcher y Jacqueline Kennedy; dos maneras de ser indudablemente femeninas.
De hecho existe una naturaleza masculina universal, como también existe una naturaleza femenina. Si algo nos ha enseñado el esfuerzo del mundo occidental por deconstruir el género en nuestros hijos es que la diferencia de género es mucho más que una mera construcción social.
La realidad de las distintas naturalezas masculina y femenina se extiende más allá del dormitorio y del baño. Se manifiesta en el patio de recreo, en la comunidad, en la escuela y en la calle. Tanto un hombre como una mujer son necesarios para la creación de un nuevo hijo, y ambos son igualmente indispensables para criarlo. Esto es cierto sin importar en qué continente vivamos, o en qué siglo. Negarlo resulta ilusorio. Al construir familias y una cultura que afirma la importancia tanto de padres como de madres, les podemos dar a nuestros hijos —a todos ellos— la infancia a la que tienen derecho, que merecen y que necesitan.
Este artículo apareció en 2015. Traducción de Raúl Serradell.