No puedo decir con certeza que manejar una barra excavadora haya contribuido a mi mejora moral o me haya vuelto un mejor ciudadano ―dejaré que otros determinen eso (espero que fuera del alcance de mi oído)―, aunque diré que un cuarto de siglo viviendo esta vida rural ha traído muchos beneficios, entre ellos, una antigua manera de ver.

En nuestra granja de veinte hectáreas en las colinas del este de Tennessee los regalos de Navidad siguen un patrón predecible. Un año se trata de un paquete de guantes de trabajo; al siguiente, un mazo para partir leña. La última Navidad fue una vara de metal para estabilizar la barrena accionada por toma de fuerza cuando se excavan los agujeros para los postes. Sustituyó la vieja varilla, un serpentín retorcido de tanto uso; peculiar, pero casi inservible. Los regalos que recibo normalmente son un augurio de futuras actividades agrícolas.

Aún recuerdo mi primera Navidad en la granja, allá por 1999. Ese fue el año en que recibí la barra excavadora de parte de Cindy, mi compañera. La barra excavadora es la herramienta que Arquímedes pudo haber tenido en mente cuando postuló “Denme un punto de apoyo y moveré el mundo”. Es una barra de nueve kilos, que mide casi dos metros y tiene una cabeza plana y redonda de un lado y una cuña del otro, la combinación perfecta de forma y función. Si uno quiere un medio rápido para diferenciar a los hombres de los niños, hay que poner una barra excavadora en la mano de la persona en cuestión y luego alejarse y observar. Tu musculoso animal de gimnasio durará unos treinta minutos con la barra excavadora (y, de hecho, con la mayor parte del trabajo de granja); el enjuto muchacho de granja puede usarla durante todo el día. Resulta que, de los dos, el muchacho de granja es el “verdadero” hombre.

Winslow Homer, Granjero con horquilla, óleo sobre panel, ca. 1874. Imagen de WikiArt.

Después de haber excavado cientos de agujeros para postes, puedo confirmar con cierta autoridad que la barra excavadora está a la altura de su fama. Cuando has excavado a través de la arcilla unos setenta centímetros y te topas con algo sólido de apariencia inalterable, la barra excavadora es la única herramienta que puede partir ese mar de piedra. Levántala bien alto en el aire, cálzala equilibrada de lado y déjala caer con toda tu fuerza. Partir rocas grandes en pequeñas con la barra le permite a uno tener la sensación de lo que esto significa para el prisionero en un gulag ruso: es duro, hazlo muy duro, trabajo físico. Sin embargo, cuando se la usa voluntariamente, es algo intensamente satisfactorio.

Una vez que el agujero está hecho y el poste está en su lugar, hay que dar vuelta la barra hacia el borde redondo. A medida que se va agregando tierra para llenar el agujero, hay que golpear rítmicamente con la barra excavadora para compactar la tierra. El apisonado requiere golpes cortos y brutales en torno a cada lado del poste. Ninguna otra herramienta es tan eficaz para colocar un poste de madera de dos metros y medio.

Cuando no está pulverizando rocas y transformándolas en pequeños fragmentos, la barra excavadora cumple la función de palanca. ¿Hay un remolque que necesita ser movido de lugar, una piedra que necesita ser llevada cuesta arriba o abajo? En las manos adecuadas, esta herramienta hará el trabajo y con un mínimo esfuerzo por parte de quien la usa. Rara vez pasa un día sin que use mi barra excavadora.

Supe de la existencia de la barra excavadora mucho antes de que me aventurara en la actividad agrícola. Mi primera exposición ante sus prodigios fue a principios de los setenta, mientras trabajaba con mi hermano y mi primo en la finca ganadera de mi tío, en la región conocida como Big Thicket, al otro lado del río Sabine en Texas. Su familia vivía en Beaumont, una arenosa ciudad industrial en la costa del Golfo, a una hora de mi hogar en Luisiana. Durante la mayoría de los fines de semana, era frecuente encontrar a mi tío y a mi primo cazando ardillas con sus perros o cuidando el ganado. Una vez, cuando mi tía, la madre de mi primo, insistió en saber por qué mi tío y mi primo estaban siempre yendo al bosque o a la finca, mi tío dijo: “Cille, no puedes criar a un muchacho en una parcela urbana de nueve metros cuadrados”. Durante algunos veranos consecutivos mi tío “educó” a mi primo, a mí y a mi hermano en el arte de excavar agujeros, colocar postes y afirmarlos con la barra excavadora en la tierra del este de Texas. Levanta y golpea, levanta y golpea. Así pues, cuando en 1999 abrí un regalo de Navidad inusualmente pesado y largo, supe qué me esperaba y lo recibí con los brazos abiertos.

Winslow Homer, Atardecer en Leeds, Nueva York, óleo sobre tela, 1876. Imagen de WikiArt.

Una buena herramienta es más que la suma de sus partes (o, en el caso de la simple barra excavadora de hierro, la falta de estas), y es solo después de su utilización repetida, que los méritos de la herramienta se revelan por completo. Si la herramienta está bien elegida, el acto físico de usarla a menudo tiene el inesperado beneficio de vincularnos a un lugar. Tal como le sucede al carpintero que puede señalar con orgullo la casa que construyó, después de haber sudado y colocado cientos de postes de madera con una barra excavadora, de haber extendido y engrapado una cerca a cada uno de los postes, uno siente que ha construido una conexión con la tierra, un lugar propio. Esta es una consideración concreta, se podría decir, una que se percibe con claridad al observar esa cicatriz que se extiende a lo largo de la pastura.

El trabajo que se hace en mi granja me ha moldeado físicamente, me ha fortalecido y, a veces, me ha lastimado (como me lo recuerdan mis doloridos hombros la mayoría de las mañanas). Mientras aprendía a trabajar la tierra, sabía que tendría esas consecuencias particulares. Más allá de lo físico, también tenía una expectativa, incluso un anhelo: que esta vida de granja me moldeara de otras maneras. A pesar de que no pude haber previsto los detalles, ciertamente tenía la esperanza de que me alejaría del camino desarraigado y fácil que estaba recorriendo, y me conduciría hacia un camino más antiguo lleno de propósito, aptitud, valores e incluso virtud.

El trabajo agrícola proporciona oportunidades todos los días ―si no todas las horas― para la introspección profunda, la posibilidad de vislumbrar vínculos dentro de los vínculos, los ciclos infinitos, como una piedra que genera ondas al ser lanzada al agua. Se excava un agujero; se coloca un poste; se apisona la tierra; se extiende una cerca y se engancha una verja. Se suelta un rebaño de ovejas para que pasten y los corderos nacen, son destetados, criados y carneados. Un día de finales de verano, se suelta al carnero entre las ovejas y el ciclo se renueva. Se siembra la pastura y se siega el heno. Un sobrino viene de visita, ayuda con el trabajo de la granja cada verano y aprende el cómo y el porqué de la barra excavadora. Le cuentas la anécdota y luego se la cuentas a su madre (tu hermana), que no puedes criar a un muchacho en una parcela urbana de nueve metros cuadrados. El ciclo se repite. Se le desarrollan músculos, no solo del tipo físico, sino también mental, que no sabía que tenía. La piedra cae de nuevo y las ondas inician otro viaje a través del tiempo y las aguas.

No se trata solo de que esta herramienta ―una barra de hierro recta empuñada por un par de manos que realizan una tarea simple― tenga el poder de moldear una granja, volver a moldear a un individuo y ayudar a que un lugar sea productivo. Se trata de que trabajando de forma manual y modesta uno puede encontrar la palanca adecuada para cambiar las circunstancias de la propia vida. Luego, quizá en alguna tierra propia, en un taller o en el propio jardín, las cosas comienzan a cambiar. Si uno tiene suerte, un día esos cambios lo conducen a donde debió haber estado y a quien debió haber sido, donde la ceguera miope de esta vida moderna cae de los ojos y es posible ver el camino de regreso al mundo.


Traducción de Claudia Amengual