El amor de Jesús nos compró y rescató antes de que naciéramos, cuando todavía éramos sus enemigos. Este amor es como el sol que hace brotar el verdor de la vida del invierno inerte. El sol, amor de Dios, hace que nos despertemos de la muerte a la vida. Llega hasta nosotros en Cristo y produce el fruto de las obras: actividad y trabajo.

El árbol que no da frutos está bajo maldición. ¡Ay de la iglesia en la que Jesús busca en vano obras, la acción y el trabajo que están en consonancia con la vida que él ha despertado! Porque él murió por esta misma razón: que ya no vivamos para nosotros mismos, sino que todos los que tenemos vida vivamos para él, que murió y resucitó por nosotros. Esto significa rendición. Significa superar la vida egoísta, superar los propios intereses y la propiedad privada. Y para que esto suceda debemos ser movidos e impulsados por el amor de Dios.

Hay una leyenda sobre un orgulloso cazador que fue salvado de la amenaza de muerte inminente gracias a la oportuna intervención de un viajero que pasaba. Desde aquel momento este cazador vivió para servir diariamente a quien le había salvado la vida. No tuvo más trabajo ni ocupación que ésta. Permaneció constantemente al servicio de quien le había salvado la vida. Así debe ser con nosotros, si queremos vivir para Cristo. A los seguidores de Cristo no les basta con dedicar a Jesús sólo unas pocas horas, las que les quedan libres después de ejercer su profesión o negocio de clase media. De la misma manera que Jesús nos dedicó toda su vida, así también nosotros debemos dejar nuestra vocación y nuestros negocios a fin de vivir para Cristo y su iglesia.

Todos nosotros estamos invitados al banquete de su reino. La mesa está servida; todo está preparado. Pero, si no queremos acudir por causa de nuestros campos, de nuestros bueyes, o de la administración de nuestra granja o de nuestros asuntos, o debido a nuestro matrimonio o por cualquier otra preocupación personal, entonces nos encontraremos bajo la ira de Dios y no tendremos parte en la comunidad con Dios. Los que entregan su fuerza al servicio de la iglesia deben dejar para siempre sus propias ocupaciones e intereses. El amor perfecto a Jesús significa entrega al trabajo de la comunidad. Y nosotros podemos lograr este amor, sólo cuando recibimos el amor perfecto de su vida entregada: su muerte y su resurrección.

A los seguidores de Cristo no les basta con dedicar a Jesús sólo unas pocas horas, las que les quedan libres después de ejercer su profesión o negocio de clase media. 

El reproche más terrible que Jesús puede dirigir contra su iglesia es este: «tengo en tu contra que has abandonado tu primer amor». Nadie debería resignarse si se encuentra en este estado tan deprimente. Mientras tengamos apenas una chispa de amor de Jesús dentro de nosotros, aunque sea la más débil, no podemos permanecer inmóviles. Su llamado tiene que penetrar nuestro corazón: «¡Recuerda de dónde has caído!».

Sólo hay una conversión al primer amor: la conversión de las obras. Por esta razón Jesús continúa: «Arrepiéntete y vuelve a practicar las obras que hacías al principio». Si no actuamos y trabajamos, entonces no estamos convertidos. Porque si nuestro amor a Jesús es sincero, nos impulsará a entregar toda nuestra fuerza física y nuestras energías mentales y espirituales. El servicio en la iglesia es la única acción que corresponde a la primera obra del primer amor. Si de verdad el amor ha tomado posesión de nosotros, haremos nuestro máximo esfuerzo en la vida diaria de la iglesia.

Ninguno de nosotros puede alegar tener un salvador personal para sí mismo; pertenece al misterio de la fe el hecho de que todos los miembros de la iglesia creen en el mismo Cristo. La iglesia es un solo cuerpo; hay un Espíritu y una esperanza; un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y un Padre. Y en esta unidad el amor de Cristo, en su anchura, longitud, altura y profundidad, sobrepasa y excede todo entendimiento.


Traducción de Raúl Serradell