Ya tengo casi sesenta años, y aunque mi cuerpo ha envejecido, sigo sintiéndome un soldado de veinte. Todos los días, aunque sea cinco minutos, viene Malvinas a mi pensamiento.1 Como si la extrañara. Me imagino cosas también. Me hubiera gustado no ser tan obediente y traerme mis cosas, como hicieron otros. También me hubiera gustado compartir más con mis compañeros pero no podía, no me salía porque la guerra lo vuelve mezquino a uno. A los diecinueve años uno quería divertirse, yo cumplí veinte mientras estaba todavía en el batallón. Estuvimos dos meses en guerra y después toda la vida de uno depende de eso, para muchos es así, no pudieron volver a la vida nunca más.

En Malvinas tratábamos de no pensar. Sabíamos que nunca iban a llegar los relevos pero, la verdad, ninguno de nosotros estaba preparado para morir. Yo agradezco a Dios no haber matado a nadie. Otros compañeros tuvieron que hacerlo, no les quedó otra porque una guerra es eso, es uno o el otro. Él o yo. Muere uno y vive el otro. No sé cómo hubiera sido llevar eso en mi conciencia, por ahí no me pasaría nada, pero cargar con una vida o con dos… Uno se da cuenta después de esas cosas, en el momento uno sabe que tiene que combatir, no queda otra. Todavía hoy, después de tantos años, cuando pasan algo de la guerra por televisión, no puedo terminar de verlo, me voy a la pieza y me pongo a llorar.

El hambre, el frío y la humedad eran peores que las balas. Todos los días yo pensaba: tengo que superar el frío, tengo que superar el hambre, tengo que manejar todo esto. Pero, ¿cómo se hace si no tengo nada en la panza? Yo comía hasta cáscaras de papas y de naranjas, las tenía en el bolsillo y me las iba comiendo despacito. La guerra dejó muchas secuelas en los cuerpos de los soldados: problemas pulmonares, en el estómago.

Un veterano de la Guerra de Malvinas en Buenos Aires, Argentina. Fotografía de Jean Schweitzer / Alamy Stock Photo.

Había dolor por todos lados. Yo quería volver a casa. Hubo soldados que volvían sin un pie, o con un brazo menos. La parte más dura vino después, porque uno no sabía si llegaba a su casa, y también fue duro llegar a casa. Volver de la guerra: ese es el momento en que tuve que darle la mano a la oscuridad.

A la vuelta, no hablaba mucho porque veía que a la gente no le importaba. Cuando nos trajeron de las islas al continente, no se nos reconoció nada. No teníamos pensión, no teníamos nada. Era difícil conseguir un trabajo, nadie nos quería tomar. Uno ni hablaba a veces del tema porque veía que no le importaba a nadie, entonces qué iba a contar uno. Al principio yo conseguía algún trabajito de pintura, de herrería. Había que ocultar que uno era excombatiente. Una vez me llamaron para trabajar en la Casa de Gobierno de Paraná, allí muchos se burlaban porque habíamos perdido la guerra. A mí me veían chiquito, y comentaban: “¿Con este íbamos a ganar? ¿Estamos locos?” De esas tuve que soportar muchas. No sé cómo sobrellevaba todo.

Fue una lucha de muchos compañeros que lograron fundar los Centros de Veteranos de Guerra de Malvinas Argentinas. Después, cuando pasan los años a uno, le va cayendo la ficha y si no tiene contención o algo por el estilo es muy difícil. Hubo muchos compañeros que se suicidaron. Hay más caídos en la posguerra que en la guerra misma. Hay gente que pregunta: “Si tenés una pensión, ¿por qué te vas a matar?” Pero hay cosas que no se soportan. Creo que somos seiscientos y pico los soldados de Malvinas y hay trescientos sesenta y cinco, si no me equivoco, que no pudieron seguir viviendo. El último que se suicidó en Bahía Blanca se tiró abajo de un camión, pero dejó una carta, para que no le echaran la culpa al del camión.

Lo que a mí me chocaba mucho era que a la gente no le importara Malvinas, que fuera indiferente. Eso me chocaba, me dolía mucho. Necesité ayuda psicológica para lograr entender lo que me pasaba. Fue entonces que la psicóloga me dijo que yo tenía que entender que eso era mío. Lo que yo viví en Malvinas no lo vivió mi vecino ni mis hijas, ni mi señora. Y por eso no es de ellos, es mío. Si los demás me quieren acompañar, bienvenidos. Pero la guerra es mía y de mis compañeros, es de los que estuvimos ahí, los que la pasamos. No puedo meter a los otros en ese trauma mío y quitarles la felicidad. Ese era uno de los problemas que yo tenía.

En las islas había muchachos que habían nacido en familias que los habían cuidado toda la vida, los llamaban, les mandaban encomiendas. Y un día cayó una pepa justo adonde estaban ellos y hasta ahí llegó su hilo. Mi mamá nunca me mostró afecto, pero aquí estoy. No sé cómo hubiera sido mi vida sin la guerra.

Tal vez, cuando muera el último veterano, la Argentina rinda homenajes a los combatientes en Malvinas. Cuando ya no estemos, empezarán los festejos.

Después de treinta y ocho años, en una marcha que hicimos, fuimos hasta el Ministerio de Defensa, vinieron veteranos de todo el país. Nos reencontramos con muchos de la misma compañía. Algunos se mantenían bastante bien, pero otros habían cambiado mucho.

Ahora estoy en un grupo de WhatsApp de la compañía Nácar. La mayoría son entrerrianos. Subimos fotos, nos damos aliento. Todos nos sentimos como los pibes que estuvimos en Malvinas. Ahora, por las mañanas, nos saludamos como si estuviéramos en las islas, como si estuviéramos en el Batallón de Infantería N°5.

—Buenos días, compañía.

—Buenas noches, compañía.

En el grupo todos nos decimos “hermanos” porque eso somos, hermanos de las turbas. Así nos decimos:

—Cómo están hoy, mis hermanos de las turbas. Es que Malvinas siempre está con nosotros. Malvinas, ruge el viento y ruge el mar.

Allí me contacté con varios compañeros. Uno de ellos fue Ocampo. Me llamó por privado y hablamos. Se puso a llorar.

—Tengo unas ganas de pegarte un abrazo, Roldán —me dijo.

Me contó que vive en un pueblo de Entre Ríos que se llama Los Conquistadores.

También me comuniqué con Espíndola. Vive en Monte Grande ahora, en la foto del WhatsApp se lo ve muy bien, más rejuvenecido. Algunas secuelas le quedaron, pero está mucho mejor que aquella vez que lo encontré en Constitución.

Hace poco pregunté en el grupo si alguien sabía algo de Putz, el que me había pedido la cuchara y yo se la había negado. Él era de Crespo.

—Sí —me contestó uno—, sigue en Crespo, es un gringo grandote, maneja un camión.

Me puso muy contento saber que Putz está vivo. Toda la vida me arrepentí de no haberle prestado la cuchara.

Yo me miro al espejo y veo que tengo anteojos, veo que los años pasaron, veo los cambios, pero dentro de mi cabeza, en mis pensamientos, el tiempo no pasó, es como si estuviera todavía allá. Cada día, mientras estoy haciendo algo, cualquier cosa, por unos minutos estoy allá. Si, supongamos, estoy barriendo, durante unos minutos, no sé cómo, estoy barriendo allá.

Por eso, a mí me gustaría volver a Malvinas para ir a ver mi posición. Sería como cerrar algo. Hay soldados que tienen otra forma de pensar y no quieren, no quieren saber nada con eso hasta que no vean nuestra bandera flamear en Malvinas. Pero yo quiero ir porque cuando nos replegamos y tuve que vaciar la parte superior de la mochila para cargarla con la munición, dejé en el refugio mis cosas, mis cartas. Tengo la esperanza de encontrar algo, dejé todo entre las piedras, en un rinconcito. Además, necesito ir para traerme a mí mismo, a ese soldado que quedó allá en las islas. Que todavía hoy está en Malvinas.


Este artículo es una selección del libro de Ángela Pradelli, Dos soldados (Editorial Planeta Mexicana, 2022). Usado con permiso.

Notas

  1. El término Malvinas se emplea por respeto al autor argentino, no por razones políticas.