Érase una vez un campesino. En una época cuando muchos de sus colegas estaban deseosos de levantar el vuelo y abandonar las tierras de cultivo de sus ancestros para buscar nuevas oportunidades en lugares exóticos, él eligió quedarse. Estaba radicalmente arraigado a su tierra y vivió su vida entera en la misma granja y en la misma casa donde había nacido hacía ya tres generaciones. A una edad avanzada, caminaba por el mismo terreno donde décadas antes había aprendido a gatear.
Quienes lo veían no podían evitar pensar acerca de lo emocionante de una vida más plena a la que él deliberadamente había elegido renunciar. Una carrera en el ejército o en el comercio o incluso en la política local sin duda le habría proporcionado otra clase de placeres. Después de todo, hay algo inefablemente apasionante acerca de ver paisajes desconocidos, comer comida desconocida, oír sonidos de pájaros y hombres extraños. Pero no para este campesino. Hasta la ciudad de Verona, a unos pocos kilómetros, podría haber resultado para él “más lejana que la abrasadora India”. Para aquellos que lo observaban y se maravillaban ante su notable arraigo en el único lugar que había conocido era imposible no concluir lo siguiente: “Que alguien más deambule por ahí y explore los confines más distantes de España: un hombre así experimenta más del viaje; pero este (campesino) experimenta más de la vida”.
Esta historia del extraordinario arraigo del campesino a su tierra y sus valores en una época de desarraigo y agitación parece fantástica y en verdad lo es. El campesino no es una criatura de carne y hueso, sino un personaje de un breve poema del escritor romano Claudiano, quien lo compuso a comienzos del siglo V, poco antes de que el violento saqueo a Roma por los visigodos marcara definitivamente el fin de una época. Pero en aquel entonces, para Claudiano, quien murió poco tiempo antes de dicho saqueo y ha sido apodado el último poeta pagano de Roma, la vida entera estuvo marcada por las señales de una era agonizante.
¿Quién es este “Anciano de Verona”? La apertura del poema presta abiertamente atención a los grandes maestros de la literatura del último período de la República romana y de la era de Augusto. También ellos, que vivieron en una época de crisis, con recuerdos de una guerra civil no tan lejana, escribieron acerca del ideal agrícola como la clave para la prosperidad y la felicidad humanas. No es una coincidencia que las palabras de apertura del poema de Claudiano ―“Felix qui” (“afortunado/feliz aquel que…”)― repitan de forma directa una frase de las Geórgicas de Virgilio, una obra de propaganda agrícola del llamado Siglo de Augusto. También recuerda una declaración similar, “beatus ille qui” (“bendito es el que…”) de “Epodo 2” de Horacio. Aquellos que trabajan la tierra con sus manos son los más benditos y afortunados de todos nosotros, escribieron de forma emotiva Horacio y Virgilio, quienes casi con certeza ni un día en su vida trabajaron la tierra.
Al adaptar sus palabras para componer el retrato de su campesino, Claudiano se valió de la vida de ese campesino para presentar una potente proclama de ética de las virtudes paganas en una época cuando el cristianismo había triunfado y los últimos vestigios del mundo que Claudiano tanto admiraba estaban desapareciendo ante sus ojos. Los “últimos paganos de Roma” se desvanecían no con estruendo, sino con un susurro, afirma Alan Cameron en su magistral volumen que lleva ese título. En el proceso, Claudiano sutilmente presenta una fuerte respuesta a los cristianos de su época, cuyo mundo era tan ajetreado y caótico. Implícitamente, representan a las personas que, a diferencia del “Anciano de Verona”, habían elegido esos otros caminos que los alejaban de las tierras de sus ancestros y sus antiguos dioses. No es coincidencia, después de todo, que el término paganus, que significa “civil”, definiera en la antigüedad a los no cristianos, como opuestos a la vida de soldado de los cristianos. Pero, no olvidemos que el significado original de paganus era “aldeano”, “habitante del campo” o “rústico”. A ver quién ha superado verdaderamente la inquietud, parece decir Claudiano en tono de broma a Agustín y los suyos.
Agustín, contemporáneo de Claudiano, escribió enérgicamente acerca de la espantosa inquietud que definió su vida antes de su conversión. Pero, en lugar de eso, Claudiano considera tal inquietud como el destino de los cristianos quienes no viven la misma vida que su heroico paganus. ¿Acaso no sería la antítesis final de la inquietud si, al igual que este campesino, uno pudiera atravesar la vida sin beber jamás de ningún otro arroyo salvo de aquellos que se encuentran en la tierra propia?
Y, sin embargo, la vida de este campesino es una mentira atrapada en una burbuja de tiempo de las virtudes de la República romana que no han estado verdaderamente vigentes por más de medio milenio. Después de todo, en el tiempo en que Horacio y Virgilio glorificaban la simple vida campesina de finales del siglo I a. C., gran parte de las tierras de cultivo de Italia habían sido desde hacía mucho unificadas en enormes granjas y eran propiedad de senadores ricos. ¿Podría esta ser la razón por la cual Verona, no lejos de la mítica tierra de este campesino, se volvió una de las zonas principales de reclutamiento para las legiones romanas durante el Alto Imperio? Sin la perspectiva de una vida en el campo, los jóvenes de Verona se unieron masivamente a las legiones.
Las lápidas de los soldados romanos, dispersas por todo el imperio, narran una historia demográfica coherente, pues señalan la ciudad de origen de la persona fallecida, los años de servicio y una breve historia familiar. De este modo, sabemos que era probable que esos reclutas de Verona acabaran prestando servicios a lo largo de todo el imperio. Si sobrevivían a su cuarto de siglo de servicio hasta la edad de retiro, entonces a menudo se retiraban adonde alguna vez habían prestado servicio, quizá en Bretaña o en la frontera del Danubio. Incluso en la muerte, esos viejos hombres de Verona jamás regresaban al hogar ancestral.
Sin duda, Claudiano sabía que toda su narrativa en este poema no era nada más que humo. Mentiras así sirven como consuelo cuando la verdad duele demasiado.
Más aun, la evidencia de las lápidas muestra que aquellos que dejaron Verona y las ciudades del entorno, tales como Cremona, eran en su gran mayoría primogénitos. Se rehusaban a permanecer en su tierra y heredar la granja o el negocio familiar, y elegían la vida de emociones que el campesino mítico de Claudiano rechazó. Pero por aquel entonces, quizá ya en los últimos tiempos de la República ―y, con certeza, en los de Claudiano― ¿quedaban muchos bienes para heredar y rechazar?
Sin duda, Claudiano sabía que toda su narrativa en este poema no era nada más que humo, una hermosa mentira, por cuanto presentaba a su campesino como alguien que vive ignorante del mundo que lo rodea. Al marcar el paso de los años según las temporadas agrícolas, en lugar de según el nombre de los cónsules, el campesino parece no saber siquiera que la República romana, dirigida por cónsules, ha sido reemplazada por la regla de los emperadores 450 años antes. Además de esto, otra de las obras de Claudiano, La guerra gótica, narra los hechos que finalmente llevarían, poco después de la muerte del autor, al saqueo de Roma.
Mentiras así sirven como consuelo cuando la verdad duele demasiado. El poema de Claudiano, por lo tanto, no debe ser considerado como una simple glorificación del antiguo ideal agrícola romano, sino como un cri de coeur de un pagano que, sorprendentemente, eligió ser uno de los últimos aferrados a los antiguos dioses romanos en una época cuando una decisión así ya no implicaba ninguna ventaja o beneficio. ¿Por qué lo hizo? No lo sabemos, pero quizá podemos ver el total rechazo del cristianismo en su declaración final: que, en tanto, alguien que ha andado por todas partes ha experimentado más del viaje (viae), el Anciano de Verona ha experimentado más de la vida (vitae). Después de todo, el cristianismo fue descrito como una senda o como el Camino desde sus comienzos.
Al otro lado del Mediterráneo, Agustín de Hipona, escribiendo desde su sede en África del Norte poco más de una década después, respondió a la vez a los últimos paganos de Roma y a los cristianos en lo que se considera su obra maestra, La ciudad de Dios. Su título completo en latín, De civitate Dei contra Paganos (La ciudad de Dios contra los paganos), asumió el concepto del cristianismo como la fe de las ciudades y no la de las tierras de cultivo, incluso si su objetivo final era una ciudad aparentemente alejada de las ciudades de su época.
¿Cuál es, entonces, el ideal cristiano y cuál el pagano? ¿El peregrino inquieto a quien Claudiano despreció o el campesino arraigado que idealizó? Quizá los cristianos que esperaban llegar al destino glorioso de Agustín quedándose en un lugar y echando raíces en la tierra no necesitan buscar más allá del ejemplo de su maestro itinerante, quien dijo: “Las zorras tienen madrigueras y las aves tienen nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde recostar la cabeza”. Sus seguidores, a quienes llamó para que salieran de su hogar natal y abandonaran todo por su reino, ¿deberían esperar más o menos?
Traducción de Claudia Amengual.