Algo estaba sucediendo en el Vaticano. No puedo recordar si se trataba de otra cobertura de abuso sexual o de un sínodo polémico. Pero recuerdo haber visto a una mujer —que yo sabía era una católica romana seria— que subió a su red social un antiguo videoclip, sin ningún comentario. El video, la canción de R.E.M. de 1991 Losing My Religion —en español, “perdiendo mi religión”—, provocó que sus amigos le preguntaran si había perdido su fe. Ella les respondió que no, pero que temía estar perdiendo su iglesia. No es de extrañar que sus amigos se preocuparan. Después de todo, la canción ha ingresado en la cultura popular como la banda de sonido de casi cualquier historia que involucre a un excatólico o a un “exvangélico”. A la inquietante música se agrega una letra que comunica un sentido de pérdida y confusión:
That’s me in the corner
That’s me in the spotlight
Losing my religion
Trying to keep up with you,
And I don’t know if I can do it
Oh no, I’ve said too much
I haven’t said enough1
Las letras de las canciones de R.E.M. siempre han sido enigmáticas y, de acuerdo con la revista American Songwriter, la letra de esta canción es, a menudo, malinterpretada. La verdad es que la canción trata acerca de la ira y se basa en una antigua expresión sureña: se aproxima menos a “Ya no encuentro creíble el argumento ontológico para el teísmo” y más a “Si me quedo un minuto más en esta fila del ayuntamiento, voy a perder mi religión”. A la luz de la actual crisis de religión —que quizá se note con más crudeza en mi propia subcultura evangélica estadounidense—, no estoy seguro de que sean cosas completamente diferentes. Quizá, “perder mi religión” ahora se trate de ambas interpretaciones de la canción. No tanto acerca del intelecto y la argumentación como de la pena, la traición y la ira.
A mis quince años consideré el suicidio, y fue porque no quería perder mi religión. Como ya he escrito en otros medios, atravesé una prolongada crisis espiritual debido a lo que estaba viendo en mi entorno del llamado Cinturón Bíblico. Estaban los escándalos de los televangelistas en todos los informativos, pero yo sabía que aquello era apenas una pequeña parte del problema. Así como aquellos pertenecientes al mundo del periodismo político han aprendido hace tiempo a interpretar cuando se dice “El senador Smith ha decidido pasar más tiempo con su familia”, yo sabía cómo interpretar “el Señor ha llamado al hermano Jones a dejar de ser pastor y pasar al evangelismo itinerante”. Sabía de “cristianos” que golpeaban a sus hijos por escuchar “música profana”. Sabía de “cristianos” que denunciaban la vulgaridad en la cultura, pero tenían manifestaciones furiosas de racismo. Oí predicción tras predicción tras predicción que vinculaban los hechos de la actualidad con la profecía bíblica que indicaba que todo estaba “justo a punto de suceder”. Pero nadie dijo jamás: “¿Recuerdas que te dije que Mijaíl Gorbachov era probablemente el anticristo? Mala mía”, o “Ahora que también estoy usando estos escáneres de supermercado, quizá no se trate de la marca de la bestia, después de todo”. Estos sujetos simplemente pasaban a su próxima aseveración dicha con certeza, como si las otras jamás hubieran existido.
Y esto sucedía todavía más en la política. Incluso siendo adolescente, podía ver que las guías de votación que aparecían en el Cinturón Bíblico eran como los horóscopos del periódico: “Hoy encontrará una nueva oportunidad sorprendente”. Algún tipo de persona crédula se sorprende ante la precisión sin darse cuenta de que se trata de algo cierto para casi todo el mundo, casi todos los días. Del mismo modo, las guías de votación separaban la “visión cristiana” de la “visión anticristiana” en lo concerniente a una lista de asuntos que, por casualidad, se alineaban con la plataforma del partido favorito. De algún modo, la Biblia de pronto ofrecía una “visión cristiana” acerca de la regla de oro presupuestaria o un veto a una partida específica, cosas en las que jamás se había reparado hasta que los candidatos favoritos comenzaron a hacer énfasis en ellas. Y junto con todo eso venían las advertencias apocalípticas según las que, si esos candidatos no resultaban electos o si esas políticas no eran aprobadas, “perderíamos nuestra cultura completa”. Pero cuando esos candidatos perdían, nadie se encaminaba a los búnkeres. La cultura no caía, al menos no más de lo que había caído antes.
Comencé a preguntarme si la religión en sí misma —o, al menos, el tipo de cristianismo que surgió en los eslóganes que me rodeaban— podía tratarse de algo más: la cultura o la política sureñas. Si ese es el caso, pensé, eso significaría que Jesús no es el Camino, la Verdad y la Vida, sino un medio para un fin. Y eso significaría que el evangelio no es “tienes que de nuevo”, sino “debes ser uno de nosotros”. Todo eso era aterrador para mí, porque yo realmente creía que Jesús era el Hijo del Dios vivo. Realmente creía que Jesús me amaba. Y, si el evangelio que me había sido dado se trataba solo de encontrar modos para obtener votantes que apoyaran a los líderes de los partidos o pagaran prostitutas y cocaína para algunos predicadores de la tele, eso significaba más que solo el despertar cínico de un adolescente. Significaba que el universo es un vacío aleatorio y sin sentido; que el predicador que golpeaba a su hija por bailar no constituía una aberración, sino que era una muestra de cómo era el universo, hasta el tuétano. Y ese pensamiento era horroroso.
En mi infancia había leído varias veces Las crónicas de Narnia, así que reconocí el nombre de C. S. Lewis cuando en una librería me encontré con Mero cristianismo. Ese libro reorientó mi vida y mi fe. Lo que hizo la diferencia para mí no fueron sus argumentos, sino algo más difícil de describir: su tono y su postura. Me daba cuenta de que Lewis no estaba intentando venderme nada, ni movilizarme ni apoyar la cultura del Cinturón Bíblico. Su cristianismo no era un medio para alcanzar un fin. Y ese era el armario al que yo necesitaba entrar. Esto podría parecer solo una parte de mi historia personal —o “testimonio”, como le diríamos en mi rinconcito cristiano—, excepto que mi yo de quince años me persigue. Sé que el motivo por el que fui en busca de C. S. Lewis es que me habían enseñado la Biblia en una iglesia buena y amorosa. Semana a semana, en la catequesis, en nuestros servicios de culto y de Training Union —donde se nos explicaba qué significaba ser bautista— y en la Escuelas Bíblicas Vacacionales había visto el amor genuino y la comunidad y la autenticidad. Sabía que podía existir y que sabría reconocerlo cuando lo encontrara. Pero me pregunto qué hubiera pasado al Russell Moore de quince años si, en lugar de nacer en 1971, hubiera nacido en 2001. ¿Las cosas que vi hubieran provocado algún tipo de crisis? ¿O simplemente me hubiera alejado? ¿Habría terminado siendo el tipo de ateo o agnóstico o “exvangélico en deconstrucción” como esos a quienes todos los días presto consejo? Supongo que debería concluir que, con las disculpas a Paul Simon, nací de nuevo en el tiempo correcto.
Muchos de nosotros hemos observado en los últimos años, anecdóticamente, un desangramiento de los evangélicos jóvenes de las iglesias e instituciones.
Mi historia, sin embargo, está lejos de ser la única. La cantidad de estadounidenses que en la actualidad pertenece a una iglesia llega solo al 47 por ciento. Lo que resulta significativo no es solo el porcentaje bajo, sino también la velocidad de la caída: de 69 por ciento hace veinte años a 47 por ciento ahora. Y los números son peores de lo que lucen. La generación X está aún menos afiliada que los baby boomers, los millennials menos que la generación X y la generación Z parece incluso menos que todos los demás. En los últimos años, incluso aquellos que eran menos apocalípticos acerca de las perspectivas del cristianismo evangélico —debido al crecimiento en el sur global o a la naturaleza cíclica de los despertares y avivamientos — están más preocupados con respecto al futuro del cristianismo evangélico en el siglo XXI. Con referencia a los llamados nones, los que dicen no tener “ninguna afiliación religiosa”, Philip Jenkins sostiene que el futuro de los Estados Unidos es, por decirlo con un juego de palabras, ninguno. De hecho, los estudios más confiables muestran que un porcentaje tan bajo como el 8 por ciento de los millennials blancos se identifica como evangélico, comparado con el 26 por ciento de los adultos mayores. Cuando se trata de la generación Z, los números se vuelven más impactantes: 34 por ciento (en aumento) se identifica como no afiliado a ninguna religión.
Y, lo que es más, la narrativa de las “guerras culturales” de esta secularización ha probado ser falsa, al menos del modo en que ha sido presentada por y a los evangélicos estadounidenses a lo largo de los últimos cincuenta años. Con certeza, alguna desafiliación se debe a las normas culturales liberalizadoras, a la disminución de la fertilidad y a la movilidad creciente. Pero cada vez hay más pruebas que indican que una porción significativa de la secularización se ve acelerada e impulsada no por la “cultura secular”, sino por el propio evangelicalismo. Muchos de nosotros hemos observado en los últimos años, anecdóticamente, un desangramiento de los evangélicos jóvenes de las iglesias e instituciones. Lo que parece diferente de este éxodo silencioso es que las partidas están agudizadas no a lo largo de la periferia de la iglesia —entre los cristianos “nominales” o “culturales” que crecieron rebelándose contra las creencias de sus padres—, sino entre aquellos que están más comprometidos con lo que antes se consideraba como los aspectos más duros de la religión cristiana en la época moderna: creer en “lo sobrenatural”, aceptar las exigencias rigurosas del discipulado, el anhelo de comunidad y la responsabilidad en una iglesia multigeneracional con las antiguas raíces y la autoridad trascendente.
En tanto era probable que un “exvangélico apóstata” (por usar dos términos anacrónicos) a principios de los veinte se alejara porque —en caso de ser mujer— encontraba que el nacimiento virginal o la resurrección del cuerpo eran obsoletos y supersticiosos, o porque deseaba escapar a los lazos asfixiantes de su iglesia en busca de un individualismo autónomo, o —si se trataba de un varón— consideraba que el libertinaje moral era más atractivo que el “anticuado” estricto código moral del pasado, ahora podemos notar un modelo notoriamente diferente —y discordante— de un evangélico desilusionado. Vemos a los jóvenes evangélicos que se alejan no porque no creen en lo que la iglesia enseña, sino porque creen que la propia iglesia no cree en lo que enseña. Esta secularización no viene del cientificismo ni del hedonismo, sino de la desilusión y el cinismo. Muchos han señalado información convincente que muestra que la politización de la religión estadounidense es un factor ahuyentador clave de la afiliación religiosa. Algunos podrían sugerir que la mayoría de los que se van se identifican políticamente en algún punto entre ser moderados y progresistas, para sugerir, en primer lugar, que están mejor fuera que dentro de la iglesia. En aras de la argumentación, asumamos que eso es cierto. Entonces, ¿qué viene primero? ¿La exigencia de alinearse políticamente para seguir a Jesús o la decisión de rechazar la política de aquellos que plantean dichas exigencias? Me parece que el problema no tiene que ver tanto con las plataformas políticas ni con las ideas ni con las personalidades específicas, sino con que muchos han llegado a creer que la religión en sí es un vehículo para la política y los reclamos culturales, y no al revés.
No es difícil ver por qué. Hace veinte años observaba a algunas personas que sugerían que la teología liberal bautista permitía a muchos desestimar la conducta sexual de un presidente como un aspecto irrelevante para su cargo. Luego pude vivir lo suficiente para observar a esas mismas personas sugerir que aquellos que no desestimaban dicha conducta de otro presidente podrían no ser “verdaderos cristianos”. Las personas pueden cambiar su modo de pensar, por supuesto. Pero —tal como sucedió con la lista de profecías una generación atrás—no se habla del cambio de modo de pensar, solo de certezas en una dirección, y luego de certezas en la dirección opuesta. La única diferencia es la afiliación tribal de los líderes en discusión.
¿Qué sucede cuando las personas rechazan la iglesia porque piensan que nosotros rechazamos a Jesús y el evangelio?
Las tendencias hacia la secularización implican que las personas no necesitan de la iglesia para considerarse estadounidenses o buenas personas o incluso “personas espirituales”. Y con certeza no necesitan de la iglesia para llevar adelante sus afiliaciones políticas, incluso cuando dichas afiliaciones políticas sean aquellas preferidas por la iglesia. Si el evangelicalismo es política, las personas pueden obtener sus ideas políticas en otro lado, y luchar y fornicar y emborracharse, también, si lo desean. Una religión que convoque a las personas a alejarse de la modernidad occidental, deberá decir con credibilidad: “Tomen su cruz y síganme”. Y no: “Vengan con nosotros y aplastaremos a los progresistas”. Se puede hacer eso en YouTube sin renunciar a una mañana de domingo.
Podríamos tranquilizarnos, al ver cómo proliferan los nones entre nuestra juventud, diciéndonos que la razón por la que se alejan es que quieren dirigir su propia vida y perseguir el hedonismo sexual que la iglesia (acertadamente) prohíbe. Sin duda hay algo de eso. Pero si uno cree en lo que dice la Biblia, uno sabe que querer dirigir la propia vida no es una novedad de los tiempos modernos. Y uno solo necesita conocer un poco de la biología de la secundaria para saber que el deseo de hedonismo sexual no comenzó con la administración Obama. La Atenas griega del siglo I era tan reacia al cristianismo desde un punto de vista intelectual como la Atenas de Georgia del siglo XXI, e incluso bastante más “liberada” sexualmente. Y el evangelio avanzó y las iglesias crecieron. El problema ahora no es que las personas piensen que el modo de vida de la iglesia es demasiado exigente, demasiado riguroso desde el punto de vista moral, sino que han llegado a la conclusión de que la iglesia no cree en sus propias enseñanzas morales. El problema no está en que rechacen la idea de que Dios pueda enviar a cualquiera al infierno, sino en que, cuando ven que la iglesia encubre el comportamiento depredador en sus instituciones, tienen la prueba de que la iglesia cree que Dios no enviará a “nuestra clase de personas” al infierno.
Si las personas rechazan la iglesia porque rechazan a Jesús y el evangelio, deberíamos entristecernos, pero no sorprendernos. ¿Qué sucede cuando las personas rechazan la iglesia porque piensan que nosotros rechazamos a Jesús y el evangelio? Las personas siempre han abandonado la iglesia porque desean gratificar la carne, pero ¿qué sucede cuando las personas se van porque creen que la iglesia existe para gratificar la carne, en orgías de sexo, ira o materialismo? Ese es un problema muy diferente. ¿Qué sucede si las personas no abandonan la iglesia porque desaprueban a Jesús, sino porque han leído la Biblia y han llegado a la conclusión de que la propia iglesia desaprueba a Jesús? Eso es una crisis.
¿La iglesia morirá? No. La iglesia se mueve hacia el futuro no sobre la fuerza de su cultura o sus instituciones, sino debido a la promesa de Jesús en la Cesarea de Filipo. Y, no importa cuán moderado sea el ser moderno ante aquello llamado sobrenatural, la tumba está, de hecho, vacía. Los apóstoles estaban diciendo la verdad. Las historias son verdaderas. Y eso significa que Jesús está vivo, y sentado en el cielo hasta que el reino de Dios venga a la tierra. Eso no significa que las instituciones tal como son continuarán existiendo: cualquier iglesia puede perder su candelero y cualquier “cultura” eclesial puede perder su credibilidad y morir. La iglesia renacerá en cada generación, pero, tal como el profeta Jeremías advirtió a Jerusalén: “no se dejen engañar por los que les prometen seguridad simplemente porque aquí está el templo del Señor. Ellos repiten: ‘¡El templo del Señor está aquí! (…) ¿De verdad piensan que pueden robar, matar, cometer adulterio, mentir y quemar incienso a Baal y a los otros nuevos dioses que tienen y luego venir y presentarse delante de mí en mi templo a repetir: ‘¡Estamos a salvo!’, solo para irse a cometer nuevamente todas las mismas maldades?” (Jr 7:4, 9-10 NTV).
En el capítulo 20 del segundo libro de los Reyes, nos encontramos con un extraño incidente referido al rey Ezequías, un incidente tan significativo que es repetido casi textualmente más adelante en Isaías 39. Ezequías —uno de los pocos reyes admirables descritos en los libros de los Reyes y de las Crónicas— fue sanado de una enfermedad y se le concedieron quince años más de vida. Su vida, sin embargo, aconteció con el telón de fondo de la amenaza existencial de las fuerzas asirias deseosas de conquistar y derrocar. Los enviados provenientes de Babilonia viajaron hasta el trono de Ezequías portando, de parte de la familia real babilónica, cartas y un regalo, por cuanto se habían enterado de su enfermedad. "Y Ezequías los oyó, y les mostró toda la casa de sus tesoros, plata, oro, y especias, y ungüentos preciosos, y la casa de sus armas, y todo lo que había en sus tesoros”, dice la Biblia. “Ninguna cosa quedó que Ezequías no les mostrase, así en su casa como en todos sus dominios” (2 Re 20:13). El profeta Isaías se acercó al rey para preguntarle qué habían visto los enviados. “Y Ezequías respondió: ´Vieron todo lo que había en mi casa; nada quedó en mis tesoros que no les mostrase´” (2 Re 20:15). La respuesta de Isaías fue un presagio: repitió lo que había dicho un oráculo de Dios y dijo que todo aquello que Ezequías había almacenado sería acarreado un día a Babilonia, y que algunos de los hijos de Ezequías serían exiliados, eunucos en el palacio del rey de Babilonia. La denuncia de Dios no es (en este caso) a los babilonios. El problema no tiene que ver con que las naciones se comporten como hacen las naciones, sino Ezequías. Ante un potencial aliado geopolítico y un potencial adversario geopolítico había desplegado su poderío militar y económico. En este momento, sus valores son los valores de ellos. Esto es comprensible. Sin duda, Ezequías consideró aquel momento como una elección binaria entre asirios y babilonios.
Sin embargo, Ezequías había visto un tipo de poder diferente en el pasado. Después de todo, había sido rescatado del valle de la sombra de muerte por la misericordia de Dios. Cuando enfrentó las provocaciones de los asirios referidas a su fuerza y su poder, Ezequías tomó aquella carta que le habían enviado y “subió a la casa de Jehová, y las extendió Ezequías delante de Jehová” (2 Re 19:14). Ezequías había visto cómo la serpiente de bronce —antes un símbolo de la vulnerabilidad de Israel (aquellos que morían a causa del veneno de la serpiente acudían para ser salvados a la imagen de la misma cosa que los estaba asolando)— había sido retorcida hasta ser transformada en un tótem de poder, y el pueblo de Israel le hacía ofrendas (2 Re 18:4). Del mismo modo que David, antepasado de Ezequías, había pecado al buscar la seguridad en un censo para contar al pueblo de Dios en lugar de hacerlo en la promesa hecha a Abraham de un pueblo más numeroso que las arenas de la orilla o que las estrellas en el cielo, Ezequías buscó contrarrestar una fuerza comprobable con otra fuerza comprobable, como si Israel fuera una nación cualquiera, con otro dios tribal y transaccional cualquiera, que fuera a cambiar protección por adoración. Lo que resulta instructivo para el evangelicalismo estadounidense del momento no solo es la crisis de integridad de Ezequías, sino también su respuesta al mensaje que anunciaba el final venidero. “La palabra del Señor que has hablado es buena”, respondió Ezequías a Isaías. “Pues pensaba: ¿No es así, si hay paz y seguridad en mis días?” (2 Re 20:19).
Al proceder así, Ezequías parecía malinterpretar la fuente de la integridad del reino. Esto no se trata de Ezequías, sino de un reinado que estaba arraigado en un pacto con la Casa de David, para que se extendiera hacia el futuro como una casa para el mismo Dios (2 Sam 7). Ezequías se tranquilizó a sí mismo con respecto a un futuro juicio por la calma y la seguridad que estaba viviendo. Esto, por supuesto, traiciona el estilo de Moloch, no el estilo del hijo por venir de David, quien se consagró a sí mismo para pararse ante Dios con sus hermanos y hermanas, y decir: “Mirad: He aquí, yo y los hijos que Dios me dio” (Heb 2:13). Ezequías debió haber visto que la paternidad en sí se trata del futuro. Que es, tal como Christopher Hitchens alguna vez dijo, un tipo de “obsolescencia planificada” según la cual vemos en nuestros hijos la verdad de que enfrentarán un futuro sin nosotros. Sacrificar el futuro en aras del presente es una crisis de integridad, una crisis de fe.
El diagnóstico es la cura. Somos llamados a arrepentirnos, a cambiar.
Wendell Berry ha sugerido que algunos tipos de conservadurismo pueden ser comprendidos “en un sentido adjetival”, que uno puede ser “consciente de aquellas cosas que merecen ser conservadas, y estar deseoso de conservarlas, sin ser un conservador” en el sentido de una etiqueta ideológica. Los cristianos evangélicos no pueden ser “conservadores” sin saber qué conservar. Esto significa saber qué amar. Solo entonces los cristianos evangélicos se verán a sí mismos como aquello destinados a ser: un movimiento de renovación dentro del Cuerpo de Cristo, encargados de conservar para las futuras generaciones la verdad de “tienes que nacer otra vez”, que la gracia de Dios es personal e invitadora, “tal como soy de pecador, sin más fianza que tu amor, ya que llamas vengo a ti”.
Este conservadurismo real lucirá de forma bastante diferente de los eslóganes difundidos por los demagogos o por la muchedumbre o incluso simplemente por aquellos que les temen o desean caerles en gracia. Cuando se le dice a la generación siguiente que la creencia cristiana ortodoxa en un Dios de justicia y justificación es “marxista”, o que considerar la moral como un asunto de responsabilidad personal y social es un enfoque según la “teoría crítica de la raza”, ellos pueden pensar que incluso aquellos que colocan las etiquetas no creen en lo que dicen. Cuando la generación siguiente ve que el abuso sexual es encubierto —y aquellos que lo desafían son silenciados o avergonzados— ven un uso del poder bastante diferente de aquel del Buen Pastor. Cuando consideran el evangelicalismo como un grupo de interés político, pueden ver con facilidad donde está realmente la base de la unidad. Y lo que de verdad están pidiendo es integridad, que todo esto guarde coherencia. Lo que piden no es “¿Podemos creer en lo que están diciendo ustedes?”, sino “¿Creen ustedes en lo que dicen?”. El desafío del cristianismo evangélico es si diremos, junto con el apóstol Pablo: “A los cuales ni por un momento accedimos a someternos, para que la verdad del evangelio permaneciese con vosotros”. (Ga 2:5) Desafiar un movimiento evangélico acerca de una conducta que “no andaba rectamente conforme a la verdad del evangelio” (Ga 2:14) a menudo promueve una acusación de desunión incentivada, junto con advertencias acerca de cuán importante es permanecer unidos en tiempos así de difíciles. Sin embargo, la unidad no implica silencio ante la injusticia ni la acumulación de influencia temporal, sino una preocupación por la única iglesia, santa, católica y apostólica que incluye a aquellos que vinieron antes y a aquellos que vinieron después, siempre y cuando el escándalo que encuentren sea el escándalo de la cruz y no el nuestro.
Al considerar mi advertencia, sin duda alguien preguntará: “Pero ¿dónde está la esperanza?”. En este caso, el diagnóstico es la cura. Somos llamados a arrepentirnos, a cambiar. Como escribió el profeta Jeremías: “Pon señales en el camino; coloca postes indicadores. Marca bien el camino por el que viniste” (Jr 31:21 NTV). Mientras se ahogaba, Simón Pedro no necesitaba una carta náutica ni un conocimiento previo de tecnología nuclear submarina. Lo que necesitaba era gritar “Dios, sálvame” y asirse de la mano que pudiera jalarlo hacia la superficie (Mt 14:30-31).
Mientras tanto, debemos reconstruir nuestra integridad sin ceder al cinismo. Nuestras instituciones nos han fallado algunas veces; Jesús, no. Si la iglesia es el templo del Dios vivo, hecho de piedras vivas, debemos recordar cómo respondió Jesús a los templos. Enfrentado a un templo comprometido verticalmente (“una casa de oración”) y horizontalmente (“para todas las personas”), Jesús invirtió el statu quo, y habló de construir el templo de nuevo, una demanda tan impactante que fue repetida como uno de los cargos de blasfemia y deslealtad política que debió enfrentar en su camino al Gólgota. Cuando dio vuelta las mesas, las personas pensaron que Jesús estaba violentando el templo de Dios. En verdad, fue su celo por el templo lo que provocó su ira al ver en qué se había convertido. Creyeron que estaba “perdiendo su religión” en un sentido teológico, pero él estaba perdiendo su religión en el sentido del lenguaje folclórico sureño. Podría volver a hacerlo; quizá lo esté haciendo ahora.
La iglesia sobrevivirá —incluso aquí, en Estados Unidos—, pero a lo largo del camino, muchos quinceañeros serán lastimados. Muchos de ellos concluirán que el evangelio es solo un aspecto más del teatro político o de la cultura indignada o de la autoperpetuación institucional o incluso algo peor. Estarán, por supuesto, equivocados, pero, como dijo Jesús: “¡Ay de aquel hombre por quien viene el tropiezo!” (Mt 18:7). Estamos perdiendo a demasiados miembros de una generación, no porque ellos sean laicistas, sino porque creen que nosotros lo somos. Esto no exige un cambio de imagen, sino arrepentimiento, un giro radical. Han sucedido cosas más extrañas, y eso es bueno, porque vamos a necesitar cosas más extrañas. Necesitamos ser el pueblo del Cristo crucificado, el pueblo de una Palabra que está por encima de los poderes terrenales y, sin ayuda de estos, cumple. En algún lugar allí afuera, hay al menos un quinceañero que está perdiendo su religión y que necesita ver que somos ese pueblo.
Quizá hasta su vida dependa de ello.
Traducción de Claudia Amengual
Mira a Russell Moore dar esta charla en inglés en el retiro Plough Writers Weekend, el 7 de agosto de 2021, en la comunidad Bruderhof Fox Hill, estado de Nueva York.
Notas
- N. de la T.: La siguiente traducción es solo a los efectos informativos y no pretende ser una traducción ajustada a la música de la canción. Ahí estoy yo en un rincón / Ahí estoy bajo el foco / Perdiendo mi religión / Tratando de seguirte el ritmo / Y no sé si puedo hacerlo / Oh, no, he dicho demasiado / Y no he dicho lo suficiente.