El mundo nos ha sido confiado como un regalo de Dios. Y puesto que todas las personas son hijos de Dios, tienen derecho a los recursos que el mundo les ofrece. Es tan rico que nadie debería pasar hambre o padecer necesidad. Pero apenas se puede decir que los bienes del mundo estén igualmente distribuidos. Por el contrario, existen disparidades atroces entre los ultrarricos y los muy pobres. ¿Cómo surge una injusticia así?
Nosotros, los humanos, tenemos todos las mismas necesidades naturales: alimento, ropa y refugio. Desde que la humanidad existe, sin embargo, hemos competido y peleado por esas cosas básicas. En parte, eso se debe a que en un tiempo y en un lugar dados las necesidades de la vida pueden ser escasas, dependiendo del contexto económico, el clima y todo lo demás. Esto trae aparejada una percepción de necesidad de una economía de almacenamiento, que a menudo se combina con la codicia, lo que conduce a la acumulación de reservas excesivas. Entonces, nos apropiamos de más de lo que realmente necesitamos. Y una vez que el balón empieza a rodar, se desarrolla un sistema económico completo que conduce a las personas a consumir más y más, y a ansiar un lujo cada vez mayor.
Algunos factores sociopsicológicos juegan un rol importante aquí: las personas siempre están comparándose con otras y deseando adquirir las mismas cosas que los demás tienen. Las posesiones confieren estatus, y aquellos que desean ser considerados valiosos deben ser capaces de mostrar su valor por medio de su riqueza. Las personas también tienen ansiedades profundas: la vida es precaria de muchas maneras y está sujeta a fuerzas tales como la enfermedad grave, la guerra y la muerte. Y así las personas sienten que tienen que protegerse a sí mismas e intentar asegurar su existencia coleccionando posesiones materiales.
Este tipo de mecanismo de defensa es la primera causa de las enormes diferencias económicas entre y dentro de las sociedades, así como la razón principal para la explotación de una clase de personas por otra. Irónicamente, siempre termina en una miseria indecible, y no pocas veces en un conflicto armado. Curiosamente, puesto que la adquisición de posesiones tiene una importancia tan grande, frecuentemente es interpretada en términos religiosos: los ricos deben estar bendecidos por Dios. La riqueza en sí, por lo tanto, asume una dimensión divina. Al final, nos descubrimos adorando y reverenciando al dios de las riquezas: el becerro de oro, símbolo de materialismo idólatra.
1. La crítica profética a la riqueza
Según la Biblia, este mundo es una creación, un regalo de Dios para todas las personas. Pero la codicia y la envidia han destruido en gran medida el hogar paradisíaco que Dios había deseado y desea para ellos. Los humanos se han vuelto como lobos contra sus semejantes. Y puesto que nadie piensa que está obteniendo lo suficiente, eso conduce, generación tras generación, a la opresión, el robo y la guerra.
Los profetas del Antiguo Testamento repetidamente denuncian la idolatría de los bienes materiales que conduce a esto. En primer lugar, reprenden a los poderosos por esclavizar a los pobres y por despojarlos de sus derechos: “Oíd ahora, príncipes de Jacob, y jefes de la casa de Israel: ¿No concierne a vosotros saber lo que es justo? Vosotros que aborrecéis lo bueno y amáis lo malo” (Mi 3:1-2). Para esos profetas el comportamiento equitativo que proviene de la solidaridad hacia los débiles y los desfavorecidos se vuelve la piedra angular de la verdadera adoración: “Aborrecí, abominé vuestras solemnidades, y no me complaceré en vuestras asambleas. (…) no escucharé las salmodias de tus instrumentos. Pero corra el juicio como las aguas, y la justicia como impetuoso arroyo” (Am 5:21-24). De ese modo, los profetas proclaman a un Dios que se pone del lado de los pobres y los explotados.
Jesús de Nazaret se sitúa completamente en línea con este pensamiento. Puesto que su vida está arraigada en la devoción a Dios, no tiene necesidad de riqueza, no necesita ser alguien. Está conforme con ser el “hijo amado de Dios”. De hecho, se distancia de todas las posesiones materiales. Y, ya que considera el amor de Dios como la plenitud más honda, no tiene necesidad de hacer cálculos ansiosos o insignificantes. Él entrega gratuitamente su tiempo, su energía, su vida entera. Por medio de su generoso espíritu, vuelve visible la generosidad de Dios, que hace salir su sol sobre los malos y los buenos (Mt 5:45).
Jesús tiene un cariño especial por los extranjeros, los enfermos y los pobres. Al mismo tiempo, advierte a los pudientes una y otra vez acerca de los peligros de su riqueza: “Mas ¡ay de vosotros, ricos! porque ya tenéis vuestro consuelo” (Lc 6:24). Aquellos que desean seguir a Jesús deben deshacerse de las salvaguardas externas que provee la propiedad. Deben depositar toda su confianza en Dios, quien a su turno les dará todo lo que necesiten. Y su corazón no puede permanecer atado a cosas exteriores; solo Dios debe ser su tesoro.
Aquellos que ingresan a esta escuela de vida ganan la libertad que les permite desprenderse de las posesiones. Quienquiera que busque a Dios e imite el altruismo y la generosidad de Cristo escapa a la trampa de medirse a sí mismo con respecto a los otros y volverse un rival. Aquellos que aceptan y encarnan la amistad desinteresada de Jesús acudirán a su prójimo de manera desinhibida y ayudarán a construir una cultura de humanidad y justicia verdaderas.
2. La pobreza y la iglesia primitiva
Al reconocer a Jesús como el Cristo, el Hijo de Dios, los primeros cristianos se dieron cuenta de que Dios prefería a los humildes. En Jesús, Dios no solo eligió un destino humano, sino más que eso: eligió ser un pequeño hombre de una aldea despreciada. “¿De Nazaret puede salir algo de bueno?” (Jn 1:46). Dios no nació de padres con linaje noble o pertenecientes a la clase sacerdotal, sino en una familia sencilla que trabajaba con sus manos. De ese modo, se expresa la opción de Dios por los pobres. Las jerarquías humanas, construidas como están en torno al dinero y al poder, son en virtud de esto derribadas. Precisamente aquellos que no cuentan demasiado según los estándares humanos son invitados a experimentar su dignidad como hijos de Dios.
El apóstol Pablo una y otra vez se maravilla con el descendimiento de Cristo, “el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo” (Flp 2:6-7). “Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos” (2 Cor 8:9). Si así es como Dios nos ha concedido sus riquezas —dándonos la pobreza de Cristo—, entonces todas las riquezas de este mundo no cuentan para nada. Los bienes y los honores terrenales valen tanto como la basura (Flp 3:8). Además, el camino de Cristo nos desafía a trabajar por los pobres y los débiles y a construir una sociedad más justa.
Fue a partir de esa convicción que las primeras comunidades cristianas eligieron una nueva forma de vida, una que funcionara sin propiedad privada. “Todos los que habían creído estaban juntos, y tenían en común todas las cosas; y vendían sus propiedades y sus bienes, y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno” (He 2:44-45). Notaron que no es la posesión lo que cuenta, sino el cuidado familiar y la comunión.
Así es como también surgieron las comunidades monásticas primitivas. Según la tradición, San Antonio el Grande (fallecido en 356), hijo de padres ricos en el Bajo Egipto, fue profundamente afectado por estas palabras específicas del evangelio de Mateo: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo” (19:21). Después de desprenderse de sus posesiones, Antonio se retiró a llevar a una vida de soledad y frugalidad. Pronto fue seguido por algunos discípulos, y el estilo de vida monástico que se desarrolló en torno a ellos finalmente atrajo a hombres y mujeres de todo Egipto, Palestina y Siria. Ciertamente, ese gran movimiento tuvo varios orígenes: por un lado, los famosos padres y madres del desierto que atrajeron a tantos con su ejemplo; por el otro, se trataba de un fenómeno cuyas reformas señalaban directamente hacia el evangelio, en oposición a una iglesia que, mientras tanto, se había vuelto rica y poderosa.
3. Una y otra vez, el llamamiento a la pobreza
Incluso cuando la iglesia primitiva desarrolló una jerarquía, su llamamiento a la pobreza no se silenció. Juan Crisóstomo, patriarca en la ciudad imperial de Constantinopla, fue incansable en su prédica contra la pompa y el lujo. Más aun, fue vocero de los pobres y apeló a la conciencia de los adinerados y los influyentes. Para él, la comunidad de bienes, tal como la practicaban los primeros cristianos, era la forma ideal de abordar la pobreza. Al igual que otros padres de la iglesia, criticó la institución de la propiedad privada, que conlleva la acumulación de cosas por una persona que tiene más de lo que necesita a expensas de otro que sufre privaciones. “¿Cómo es concebible que un rico sea una buena persona?”, preguntaba. “Es imposible. Solo puede alcanzar la bondad en la medida que comparta su riqueza con otros”. De acuerdo con Crisóstomo, una persona verdaderamente rica es aquella que entrega sus posesiones a los pobres.
En la Alta Edad Media, cuando la iglesia estaba en la cima del poder y la riqueza, surgieron movimientos basados en el evangelio. Sus adherentes cultivaban la pobreza voluntaria. Quizá el más famoso de ellos fue el que nació en torno a Francisco de Asís (1181/82 – 1226). A través de su propia experiencia, Francisco había sido iluminado por el penoso reconocimiento de que, como una droga, el dinero tiene la capacidad de volver adicta el alma y destruirla. No mucho después de esto, legó su patrimonio a la iglesia. E inmediatamente fue llevado a juicio por su padre, un rico comerciante.
Puesto que ningún ser humano fue autocreado, deberíamos enfocar la vida como un don de Dios, uno que no puede ser medido en meras posesiones que un individuo podría estar tentado a reivindicar.
Actuando en solitario, Francisco sistemáticamente advertía acerca de la riqueza y, en particular, acerca de la idolatría a las cosas materiales y la tendencia a aferrarse al dinero propio. Las posesiones, argumentaba, pueden acabar poseyendo a su dueño. Se rehusaba a tocar dinero, por ejemplo, monedas que encontraba en la calle. Tal como Jesús, predicaba el tipo de pobreza que libera el alma. Al hacerlo, no presentaba como algo romántico las privaciones que tan a menudo afectan a las personas y a veces las llevan a la desesperación. Del mismo modo, la vida simple por la que abogaba no tenía nada que ver con una abnegación compulsiva. En lugar de eso, apoyaba una pobreza voluntaria, casi lúdica que engendraba una liberación de las cosas, y abría nuevos espacios y nuevas relaciones. Y él y sus seguidores descubrieron cómo esa libertad resulta en fraternidad, permitiendo que las personas vieran a los demás seres humanos como hermanos y hermanas, y se sintieran dispuestas a compartir entre ellas.
Repito, Francisco de Asís no abrazó la vida sencilla para promover el sacrificio como un fin en sí mismo. Pero sí eligió la pobreza a conciencia, debido al significado que había descubierto en ella y que, según su convicción, era acorde con el evangelio. Según él entendía, era un modo de asimilar su propia práctica con las enseñanzas de Jesús y, al mismo tiempo, un modo de demostrar solidaridad con aquellos que eran involuntariamente pobres.
Al mismo tiempo, su manera frugal de vivir le dio más libertad para encontrar la comunión con personas afines. En otras palabras, lejos de ser sombrío, su estilo de vida exudaba algo gozoso, alegre y luminoso. La Dama Pobreza se transformó en el gran amor de Francisco, la novia con la que estaba comprometido. Y se esperaba que aquellos que lo seguían compartieran ese amor, así como que renunciaran a todas sus posesiones. Incluso los objetos mundanos como la ropa eran considerados en custodia y no una propiedad. A través de esta orientación radical hacia el evangelio, surgieron numerosas comunidades que siguieron el ejemplo de Francisco, procurando llevar un modo de vida más fraternal y justo, tanto en el espíritu como en la práctica.
4. El voto de pobreza y la economía del don
En el contexto del monacato de los primeros cristianos, el voto religioso de pobreza no es primordialmente un acto de renuncia, sino que implica vivir junto con otros, como una consecuencia natural de la fraternidad. Esto es así, porque en una vida realmente comunitaria los roles sociales normalmente asociados con la propiedad no son aplicables. No hay nobles, plebeyos ni esclavos, sino que todos son “hermanos” y “hermanas”, una denominación que refleja la promoción de una estructura de tipo familiar caracterizada por el amor y la responsabilidad mutuos. De este modo, un voto de pobreza evita que haya actitudes competitivas con respecto a las cosas materiales.
Este voto, en particular, no busca aumentar la miseria ni tiene como objetivo prescindir de las cosas materiales. Los bienes materiales no son despreciados per se. En lugar de eso, el voto refleja una actitud básica: puesto que ningún ser humano fue autocreado, deberíamos enfocar la vida como un don de Dios, uno que no puede ser medido en meras posesiones que un individuo podría estar tentado a reivindicar.
En su libro El don, Lewis Hyde identifica dos economías. En una “economía de la necesidad”, los bienes materiales son considerados en términos de quien los posee, y la actividad económica se dirige naturalmente hacia la adquisición. El objetivo es retirar tantos bienes económicos como sea posible de la circulación general y adquirirlos como una posesión privada. Puesto que los bienes materiales son limitados, resulta que la persona que tenga más cosas tendrá más prestigio y poder.
Una consecuencia de un sistema así es que los individuos siempre quieren más de lo que realmente necesitan. No pasa mucho tiempo sin que amasen riqueza para cubrir sus necesidades reales, pero también potenciales, y acaban acumulando una riqueza que no puede ser utilizada, sino solo ostentada. Los mojones de una economía así son la codicia, los celos, la acumulación de bienes (y, con ellos, de prestigio social) y, finalmente, una predisposición al conflicto, si es necesario, para defender la propiedad y las posesiones.
Lo que Hyde llama la “economía del don” está signado por un conjunto completamente diferente de características. Aquí, los bienes materiales son considerados ante todo como recursos que Dios, la naturaleza y la comunidad han confiado al usuario. Y, en tanto dones, deben ser pasados a otros. En una “economía del don”, la actividad económica consiste primordialmente en mantener un libre flujo de bienes, contribuyendo así al bienestar de la comunidad mayor por medio del trabajo y los talentos propios y distribuyendo con justicia las cosas materiales. Las posesiones son medidas en términos de necesidades reales (no meramente percibidas), y nadie posee de forma privada los recursos de los cuales todos dependen, por ejemplo, la tierra, el agua y la comida. Las virtudes que guían un sistema así incluyen generosidad, sencillez, espíritu comunitario y compasión. Las exhibiciones de riqueza se ven como expresiones vulgares de consumismo innecesario.
En una comunidad religiosa, una regla de pobreza debería ser la concreción de esa economía del don. En su raíz está la fe en Dios, el autor y dador de todos los dones, y el reconocimiento de que nosotros, los humanos, no debemos apropiarnos de ellos para uso privado, sino asegurar que sean accesibles para todos, de manera tal de que puedan beneficiar a todos.
La renuncia a la propiedad privada en la vida religiosa debería ser una señal profética para un mundo en el que la propiedad es idolatrada. La pobreza voluntaria es una forma visible de protesta contra la dictadura de adquirir y poseer. Simultáneamente, implica solidaridad con aquellos cuya penuria no es voluntaria, sino forzosa. Esta solidaridad se hace visible cuando aquellos que han hecho un voto religioso de pobreza se colocan a sí mismos junto a los involuntariamente pobres para procurar juntos un mundo más justo.
Durante varios años viví en Bolivia y conocí a un cura que había estudiado jardinería y que enseñaba a muchas personas a cultivar hortalizas. Yo quería plantar un cajón con hierbas en nuestro jardín comunitario y le pedí algunos plantines. Me sorprendí bastante cuando un día llegó a mi puerta con una carga de arena y gravilla además de las plantas. Cuando le pregunté el porqué, me explicó: “Tienes una tierra excelente, pero las hierbas desarrollan mejor su aroma en tierra magra. Debes mezclar la arena y la grava con la tierra”. Luego agregó: “Es como la vida spiritual. En tiempos de abundancia, cuando hay demasiado y las cosas van demasiado bien, una comunidad religiosa no se desarrollará como debería, mucho menos prosperará. Pero si la tierra es pobre y magra, florecerá”.
Traducción de Claudia Amengual