Subtotal: $
Caja“Aleluya, Gloria a Dios!”1
Esas palabras brotaron de la boca de Abuela cuando salió de su primera sesión de quimio y me miró fijo al entrar a la habitación. Su mirada firme, fuerte y determinada de ese día siempre brillará en mi memoria. Incluso entonces, a una edad temprana, supe que sus ojos contaban historias de perseverancia, resistencia y fe, historias que anhelaba oír, historias que viven en mi cuerpo ahora. Historias de supervivencia.
La declaración de Abuela de ese día no solo fue de gratitud hacia Dios en tiempos duros (aunque, seguramente, también fue por eso), sino de un intento por sobrevivir y confiar en un Dios que la apoyaba en ese esfuerzo. Esas palabras fueron las palabras que la sostuvieron a través de su viudez y su maternidad, de su exilio y su pérdida.
Ese no fue la primera vez que Abuela se enfrentaba a la lucha por sobrevivir.
Abuela llegó de Cuba un año después que su esposo, mi abuelo, hubiera hecho su propio éxodo. Él abordó la lancha una noche luego de enterarse de que al gobierno le había llegado el rumor de sus esfuerzos opositores y se disponía a arrestarlo en la mañana. En un lapso de horas, se había marchado, a merced del oscuro océano. A menudo conocidos como el Corredor de la Muerte, esos más de ciento cuarenta kilómetros de aguas inhóspitas entre Cuba y Florida se han tragado miles de cuerpos de refugiados. Y, sin embargo, para otros, esas mismas aguas se transformaron en la puerta de entrada a una vida distinta y más esperanzadora.
La mayoría de los que abandonaron la isla enterraron sus joyas y pertenencias, y dibujaron mapas en servilletas que guardaban en sus bolsillos. Estaban convencidos de que regresarían, optimistas acerca de que tendrían otra oportunidad de hundir sus pies en la blanca arena, caminar a través de las coloridas calles de La Habana, sentarse una vez más en torno a una mesa con amigos, sentir la brisa salada que ofrece un alivio fresco del calor del trópico. Cuando se dio cuenta de que el momento jamás llegaría, mi abuelo mandó buscar al resto de su familia para que se reuniera con él en Estados Unidos. Y en su momento, también ellos hicieron el peligroso viaje. Y también ellos sobrevivieron.
En Cuba había un término popular que describía la situación económica de principios de los noventa, luego de la disolución de la Unión Soviética: resolver, la lucha por sobrevivir. Resolver es descubrir dentro de uno el poder y la voluntad para enfrentar las dificultades de la vida cotidiana, confiando en la tierra y en el prójimo. Aquellos que viven su vida resolviendo comprenden que la lucha por sobrevivir no es algo que se haga en aislamiento, una misión individual, sino un emprendimiento comunitario. Uno no puede resolver sin comunidad. Este ha sido el modo de vida para la mayoría de las personas a lo largo de la historia (y para la mayoría del mundo hoy): tener a mano lo que necesitan para el día y no buscar más allá. La supervivencia no puede permitirse el lujo de planificar hacia el futuro.
Y en aquellos días tempranos, eso fue lo que Abuela y nuestra familia hicieron: resolver.
En Cuba, mi abuelo y sus hermanos habían trabajado como carniceros en su supermercado local. Durante el primer año en Estados Unidos, antes de que Abuela, Mamá y mi tía y tío llegaran, mi abuelo encontró un empleo similar en una tienda de comestibles, como hicieron los otros carniceros de la familia. Después de varios años, algunos de ellos pudieron ahorrar el dinero suficiente para comprar juntos una pequeña tienda de alimentos en la Pequeña Habana. Tenía dos cajas registradoras, varios pasillos con alimentos, un puesto de frutas, una carnicería y una pequeña cafetería donde vendían pastelitos y cafecitos. La tienda estaba dividida en secciones; cada hermano era propietario de una pequeña parte. Abuela trabajaba en la caja, Mamá empacaba. Esa pequeña tienda de comestibles se transformó en la fuente de sustento, proveyendo a nuestra familia tanto desde el punto de vista financiero como emocional.
Cuando Abuela no estaba atendiendo la caja en la tienda de comestibles, cocinando la comida para nuestra familia o cuidando su mango y su aguacatero, estaba cantando en el coro de la iglesia. Encontraba consuelo dentro de las paredes de vitrales de Santo Domingo donde la sostenía el siguiente estribillo: Aleluya, Gloria a Dios. Gratitud y resolviendo. Esa es la fe de la que fui testigo mientras crecía: una que se filtraba en cada aspecto de la vida, que cautivaba los sentidos, las manos, las cuerdas vocales. Para Abuela y los exiliados, la fe no era un emprendimiento intelectual ni elevado; la fe estaba arraigada en el cuerpo. Estaba arraigada en la supervivencia.
Y muy pronto esa supervivencia fue amenazada. Después de unos años viviendo en Estados Unidos, el corazón de mi abuelo no resistió. Algunos dicen que el estrés del exilio lo mató, pero yo no puedo evitar creer que fue el pensamiento de no volver a ver su isla, su familia, su gente. Su corazón no solo no resistió, se le rompió. Cuando mi abuelo se enfermó, Abuela tuvo que pasar más tiempo en la tienda, trabajando durante turnos dobles, siguiendo el ritmo de sus propias obligaciones laborales y de las de su esposo, intentando proteger su “parte” de la tienda y haciendo lo posible para llegar a fin de mes. Y cuando estaba en casa, cuidar a su esposo se volvía su tarea principal.
No estamos seguros acerca de cuándo comenzó a revelarse el plan, cuándo los otros propietarios ―los miembros de su propia familia― decidieron echar a Abuela del negocio, pero planearon hacerlo una vez que mi abuelo hubiera muerto. Cada uno de sus cuñados deseaba una porción más grande de la tienda para sí mismo, y cuando mi abuelo partió, vieron la oportunidad: una viuda, una mujer vulnerable sin un hombre para protegerla. No importaba cuánto trabajo hubiera dedicado ella antes de y durante la enfermedad de mi abuelo, no importaban sus reclamos legítimos sobre la tienda, no importaban ni la bondad ni la decencia. Mi familia emplea palabras como “tortura” y frases como “hizo de su vida un infierno” para describir lo que Abuela atravesó. Los hombres no mostraban piedad mientras ella batallaba enérgicamente en medio de su pena para preservar lo poco que quedaba de la comunidad, de la memoria de mi abuelo, de la estabilidad financiera. En pocas palabras, mientras batallaba para sobrevivir.
Quizá se trataba de algo como resolver lo que Jesús tenía en mente cuando les dijo a sus discípulos que oraran “el pan nuestro de cada día, dánoslo hoy”. El pan nuestro. Ni más, ni menos. Solo lo suficiente para resolver. Quizá Jesús sabía que esa sería la realidad para la mayoría de las personas en todas las épocas: ver cómo salir adelante día tras día. Los teólogos latinos han descrito la lucha diaria por la supervivencia como algo que sucede en lo cotidiano, el espacio diario e informal donde la vida y la fe se experimentan. Lo cotidiano es el punto de inicio para el encuentro con Dios y su conocimiento. Como lo describe la teóloga mujerista Ada María Isasi-Díaz, lo cotidiano es “la esfera en la que nuestra lucha por la vida es más inmediata, más vigorosa, más vibrante”. Es el espacio donde la supervivencia tiene lugar, donde tanto Dios como el pecado estructural y sistémico pueden encontrarse más íntimamente. El discurso teológico dislocado de la experiencia vivida de la mayoría de las personas transforma lo cotidiano en una abstracción. Pero es precisamente en nuestra lucha cotidiana donde nuestra vida adquiere su forma.
Me recuerda a las hijas de Zelofehad. No se oye mucho de esas valientes hermanas en las clases de la escuela dominical, pero son presentadas en Números 26 y, además de ellas, solo Miriam y Moisés son mencionados con tanta frecuencia en las escrituras hebreas. Su historia comienza cuando Dios instruye a Moisés para que distribuya la Tierra Prometida de acuerdo con la filiación tribal paterna, lo que significa que solo los hombres tenían derecho a heredar. Como su padre había muerto durante el Éxodo y no tenían ni esposo ni hermanos, el sistema patriarcal de parentesco que Moisés estaba empleando para distribuir la tierra no permitía que Maala, Noa, Hogla, Milca y Tirsa―así como probablemente otras mujeres que no tuvieran un hombre en su vida― recibieran una porción de la tierra.
El capítulo 27 comienza con Maala, Noa, Hogla Milca y Tirsa “presentándose delante de Moisés, el sacerdote Eleazar y toda la congregación, a la puerta del tabernáculo de reunión” (v. 2). El pasaje deja mucho librado a la imaginación. ¿De quién fue la idea de presentarse ante Moisés, los sacerdotes y toda la congregación? ¿Y por qué en ese momento? El momento, según se desprende del relato, parece calculado, intencionado. Acontece al final de la distribución de la tierra, pero antes de que los líderes sean asignados y dispersados. Las hermanas colocan literalmente su cuerpo en frente de Moisés, los sacerdotes y toda la congregación, un acto cargado de un inmenso significado simbólico. Al colocar su cuerpo en frente de la entrada del tabernáculo de reunión, tomaron la posición que habitualmente ocupaba Moisés, una decisión valiente. Luego, las hermanas presentaron su apelación y concluyeron de forma confiada: “Danos heredad entre los hermanos de nuestro padre” (v. 4). No era una petición, sino una exigencia.
Lo que vuelve tan audaz este interludio es que, al insistir que una orden divina sea revisada de manera tal de ser tenidas en cuenta, ellas cuestionan no solo las instrucciones de Moisés, sino algo decretado directamente por Dios. Me gusta imaginar qué pensó la comunidad. ¿Se sorprendieron ante la audacia de las hermanas? ¿Se sintieron inspirados? Imagino que algunos en la multitud se habrán sentido frustrados: “¿Quiénes se creen que son?”
Es posible imaginar la tensión en el ambiente, la conmoción, el suspenso.
Y entonces Dios responde:
“Bien dicen las hijas de Zelofehad; les darás la posesión de una heredad entre los hermanos de su padre, y traspasarás la heredad de su padre a ellas” (v. 6-7). Dios no solo atiende su pedido, sino que modifica la ley y la ajusta para incluir a las mujeres en futuras herencias: “Y a los hijos de Israel hablarás diciendo: Cuando alguno muriere sin hijos, traspasaréis su herencia a su hija” (Nm 27:8). Maala, Noa, Hogla, Milca y Tirsa fueron reivindicadas y su firmeza encontró satisfacción en la respuesta de Dios. Dios escuchó las quejas de las hermanas y actuó en nombre de ellas. Aleluya, Gloria a Dios.
Esta historia tiene para mí un mensaje simple, pero profundo: Dios se preocupa por las experiencias cotidianas de aquellos que son aplastados por sistemas que oprimen. Y, lo que es más, cuando alzamos la voz para defendernos, Dios escucha. El simple acto de sobrevivir hace que Dios cambie el curso de las cosas. Hay una sacralidad en la supervivencia. Es un esfuerzo santo y bendecido por Dios. Esas mujeres no solo buscaban su propia supervivencia, sino la de otras mujeres de su clan y la de generaciones de mujeres que vendrían después de ellas. La suya es una historia de ir resolviendo, de mujeres consagradas, comunitarias, de confianza en la tierra, haciendo lo que podían en el momento para asegurar su supervivencia y la supervivencia de futuras generaciones de mujeres. Dios escucha y honra sus quejas.
Al igual que Maala, Noa, Hogla, Milca y Tirsa, Abuela se defendía a sí misma. Aunque finalmente acabó por dejar el negocio, no lo hizo sin antes asegurarse una parte de la cafetería que aún le pertenece. Tiene noventa largos y la demencia le ha robado sus recuerdos de la tienda, pero la porción de dinero de la renta que aún recibe ayuda a pagar a la enfermera que colabora con mi familia en sus cuidados. Ese dinero es un recordatorio de la lucha cotidiana por la supervivencia, que Dios escucha y responde en consecuencia.
En su libro titulado Nobody Cries When We Die, Patrick Reyes escribe que, cuando mantenemos conversaciones acerca de nuestra vocación, a menudo la consideramos como “Dios llamándonos a salir de nuestra realidad actual y hacia algún futuro con un propósito divino e infinitamente mejor. Lamentablemente, la vida no siempre permite que esto suceda”, dice. “De hecho, Dios a menudo solo nos llama a sobrevivir”. Esto es así para la mayoría de las personas en el mundo; su “llamamiento” cristiano es simplemente la supervivencia. Pero eso también es un esfuerzo santo y sagrado.
Para Abuela, mantener abierta la tienda tenía que ver con abastecimiento y supervivencia, tanto desde un punto de vista monetario como espiritual. Era donde los exiliados podían reunirse, encontrar la esperanza y la sanación. Ada María Isasi-Díaz escribió una vez que “La vida es la lucha”. Explica que durante más de la mitad de su vida pensó que su tarea era luchar y luego, un día, gozar de los frutos de su trabajo. Pero gradualmente comprendió que “Puedo y debo saborear la lucha… la lucha es mi vida; mi dedicación a la lucha es una de las principales fuerzas impulsoras de mi vida”. Saborear la lucha de la vida implica reconocer la presencia de Dios en ella, darse cuenta de que la lucha en sí es sagrada.
Con mucha frecuencia las historias de mujeres en las escrituras y en la historia son sobreespiritualizadas o hechas para contener algún tipo de moraleja inspiradora. Pero cuando veo a las hijas de Zelofehad o a Abuela, lo que veo es el sagrado hilo de la supervivencia, un legado sin el cual, literalmente, yo no estaría aquí. La lucha por sobrevivir no fue un antecedente del sentido de su vida; fue el escenario en el que se encontraron con Dios y llegaron a conocerlo. Fue su legado. Y el mío.
“Aleluya, Gloria a Dios” se ha vuelto un dicho común en mi casa. Se lo susurro a mi pequeña bebé mientras le cuento historias de ella y del compromiso de abuela para resolver, para sobrevivir física, emocional y espiritualmente. Esa oración es un recordatorio de que la supervivencia reside en su cuerpo, tanto como en el mío. Es parte de nuestra memoria colectiva. Tú también puedes resolver, pequeña.
“Aleluya, Gloria a Dios!”
Traducción de Claudia Amengual
Notas
- N. de la T.: Las palabras señaladas con cursiva aparecen en español en el texto original.