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CajaUna obra maestra de la imposibilidad
En Los miserables de Victor Hugo, unas promesas rivales revelan la paradoja de la gracia.
por Caitrin Keiper
lunes, 24 de junio de 2024
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Es la única mentira que el santo obispo jamás contó. Sí ―le asegura a la policía, que acude a él con un convicto desesperado y una historia fabulosa―, él le dio a Jean Valjean la plata con la que lo encontraron, la plata que todo el mundo allí sabe perfectamente que Valjean robó. De hecho, le dice a Valjean, pensando con rapidez, que aún quedan dos candelabros (sus únicas posesiones preciadas); “¿abandonarías lo mejor?”, canta en la versión musical de Los miserables de Victor Hugo.
Una vez consolidada la historia y persuadida a retirarse la policía, el obispo declara su verdadero propósito: “Pero recuerda esto, hermano mío. Ve un plan superior en esto. Debes usar esta plata preciosa para volverte un hombre honesto”, continúa. “Dios te ha levantado de la oscuridad. Y yo he comprado tu alma para Dios”. A pesar de que canta acerca de levantarse, su voz desciende a la profundidad, como si recreara el descenso de Cristo a los infiernos para una pobre alma.
Esa pobre alma se mantiene conmovida mientras el escenario giratorio (un elemento central del escenario original) rápidamente hace desaparecer al obispo. Cuando queda solo, Valjean confronta quién era él y lo que pensaba que sabía ―“Pues a odiar el mundo había venido. ¡El mundo que siempre me había odiado!― con esta nueva revelación: “Él me dijo que un alma tengo. ¿Cómo puede saberlo? ¿Qué espíritu viene a mover mi vida? ¿Acaso hay otro camino?”. Derribado de su eje, tiembla:
Casi llego, pero caigo
Y la noche está en camino
Fijo miro hacia el vacío
Mi pecado en remolino
Pero en lugar de entrar de lleno, es atrapado por la misericordia y lanzado de nuevo hacia Dios. Esta conversión impulsa el resto de la acción. Valjean desaparece como tal y bajo otros nombres dedica su vida a los demás. Reconstruye una ciudad en apuros, da mucha limosna, salva a un hombre herido, muestra compasión a una mujer desamparada y rescata a su pequeña hija. La mayoría de esas acciones son, como mínimo, algo gozosas o gratificantes, pero también están las otras en las que él debe morir a sí mismo: se entrega por un hombre que ha sido tomado por él erróneamente y que está siendo enviado de vuelta a la prisión en su lugar; pone en riesgo su propia vida para proteger al hombre que su hija ama, aquel que la alejará de él; libera al hombre que ha estado persiguiéndolo y se ofrece para ser arrestado.
La plataforma gira y los ciclos de miseria y opresión generan interminables repeticiones, en tanto la revolución nacida para superarlos da vueltas en torno a sí misma, el verdadero movimiento hacia delante proviene de este momento en que un alma en un punto fijo en el tiempo hace contacto con la eternidad.
Esto no sucede en el libro.
En el libro, luego de que el obispo lo perdona, lo primero que hace Valjean como hombre libre es cometer innecesariamente otro delito. Turbado, pero aún no transformado, y ahora en posesión de más riqueza de la que ha visto en su vida, roba una moneda a un niño pequeño que corretea en el bosque. El niño suplica que se la devuelva, en tanto Valjean se mantiene ahí de pie y echa chispas por los ojos hasta que acaba por atemorizar al niño, que se marcha. Tardíamente abrumado por lo que ha hecho, intenta correr tras el niño para enmendar la situación, pero no puede encontrarlo. Entonces tiene su crisis de conciencia. Sin ser visto, se arrodilla fuera de la puerta del obispo y acepta una redención que no le cuesta nada, pero que requerirá todo de él.
¿Qué debe pensar el obispo cuando se entera de lo sucedido? Pronto todo el mundo tendría noticias de que un extraño había robado a un niño; nadie podía saber del arrepentimiento de Valjean ni de su oculta vida de servicio. A partir de ese punto, el detective Javert comenzará a rastrearlo de una identidad secreta a otra, convencido de que su vida delictiva no ha terminado. Y, en lo que al obispo respecta, no está equivocado. Si el obispo tuviera que elaborar algo parecido a una declaración filantrópica, tendría que informar del desperdicio de sus recursos en un reincidente. La hermana y el ama de llaves que viven con él, y que sospechan desde el inicio, sin duda aprovecharían cada oportunidad para decirle que se lo habían advertido. “Por mucho tiempo he mantenido esta plata equivocadamente. Pertenecía a los pobres. ¿Quién era ese hombre? Sin duda, un hombre pobre”, les explicó tranquilamente después de que el robo inicial fue descubierto. Pero ahora, ¿luego de esta segunda oportunidad generosa? ¿Luego de que Valjean traiciona su “promesa”?
La promesa, como el libro la describe, fue hecha antes de su propio conocimiento de ella: “Nunca olvides que me has prometido usar esta plata para volverte un hombre honesto”, dijo el obispo. “Jean Valjean, que no recuerda haber hecho esa promesa, queda estupefacto”, escribe Hugo. Parece que el obispo, de algún modo, ha hecho esa promesa en nombre de Valjean, lo que es imposible. Pero en esa misma imposibilidad yace la razón de por qué todo esto resulta irrelevante para la gracia que el obispo ha ofrecido, e incluso de por qué él no puede saber cuál será el desenlace.
En el libro, la promesa hecha por otro va un paso más allá que la simple orden de marcharse y no pecar más del musical, pero en ambas versiones, el obispo explica esa transacción con el lenguaje de una transacción comercial y se refiere a “comprar” el alma de Valjean: “La alejo de los pensamientos oscuros y del espíritu de perdición, y se la entrego a Dios”, dice en el libro. Esa compra solo puede ser hecha en nombre de otro, pues las almas no pueden ser compradas con el dinero de sus propias cuentas vacías. La deuda que esto crea no puede ser reembolsada al acreedor, pero debe encontrar otro tipo de satisfacción.
En la parábola del siervo despiadado (Mt 18:21-35) un amo perdona a un hombre una gran deuda, pero cuando a ese hombre se le debe una pequeña suma, manda al deudor a prisión. El amo le pide explicaciones y le pregunta por qué no pudo mostrar la misma misericordia que se tuvo con él. Este es el único requisito de la misericordia. El obispo sabe que él es solo otro pecador por cuya alma también alguien pagó alguna vez. ¿Qué otra cosa puede hacer sino extender la misma misericordia a Valjean? Se trata de un acuerdo con la gracia, un don que solo exige ser dado a otros.
El acuerdo con la gracia es una línea que apunta hacia delante, estirándose hasta el infinito a medida que pasa de una persona a la siguiente.
Más que un arreglo voluntario y simétrico entre dos partes, el acuerdo con la gracia es una línea que apunta hacia delante, estirándose hasta el infinito a medida que pasa de una persona a la siguiente. No es tan vinculante como liberadora: desligado de “pensamientos oscuros y del espíritu de perdición”, Valjean tiene la libertad de hacer lo que desee, incluso rechazarla (como alguien hará más adelante). Pero en tanto Valjean avanza dentro de esa línea de gracia, y después de aceptar él mismo la promesa en su conversión, esta lo apoya de un modo invisible. Habiéndose destacado siempre por su fuerza física descomunal, descubre una fuerza espiritual correspondiente para hacer lo que está bien y estar dispuesto a sacrificios personales imposibles cuando son necesarios. “Mi alma pertenece a Dios, lo sé, hice ese trato mucho tiempo atrás. Me dio esperanza cuando esperanza no tenía, la fuerza me dio para continuar”, recuerda en un momento de angustia durante el musical y reúne voluntad para ajustarse a su conciencia.
En el libro, luego de que el obispo muere (y, probablemente, está contento de enterarse, por fin, de la verdad), Valjean a menudo obtiene su inspiración de la sensación de que él lo está observando, “de que los hombres podían ver su máscara, pero el obispo veía su rostro”. En la vida, como en la muerte, el obispo es el único que vio su rostro, del cual otros “hubieran borrado de esa existencia la palabra que el dedo de Dios, no obstante, ha escrito en la frente de todos: ¡Esperanza!”.
“Todos” incluye a un personaje quizá incluso menos probable que Valjean de tener escrita esa palabra, alguien cuya capacidad espiritual parece carecer de ella. Alguien que ni siquiera tiene un nombre de pila, sino solo el apellido Javert. Alguien que parece ser la persona menos probable, y por lo tanto la más probable, para que Valjean confronte con la gracia.
“Hay una manera de evitar a una persona que se parece a una búsqueda”, señala Hugo en el libro. A medida que la insurrección de junio de 1832 toma forma en las calles de París, Valjean y Javert se encuentran en las barricadas, donde Valjean se ha apostado para ayudar a Marius, el enamorado de su hija, y donde Javert se ha infiltrado para espiar a los revolucionarios. Cuando Javert es descubierto y sentenciado a muerte por su líder, Enjolras, Valjean aprovecha la oportunidad para saldar varias deudas de una vez. A cambio de la deuda de gratitud que Enjolras mantiene con él por su valor y su protección durante la batalla, vela por la seguridad de Javert; a cambio de su deuda con la ley que infringió mucho tiempo atrás, entrega su destreza y su futura libertad; y a cambio de la deuda de Javert con él, por haberlo acosado a lo largo de su vida y haber deshecho toda esperanza de felicidad terrenal, Valjean “se venga” y él mismo “neutraliza” a Javert. Colocando su vida a los pies de Javert, Valjean le permite marcharse en libertad.
Una palabra en defensa de nuestro villano, el incansable inspector Javert. Tanto en el libro como en el musical, su personaje está definido por la ley, una ley pensada para controlar el vicio y el desorden diseminados por personas tales como el estafador Thénardier y sus secuaces, e incluso por los propios padres de Javert. Se considera como alguien que se ha arrastrado desde el fango del pecado dentro del que nació hasta un nivel en el que se mantiene el orden, una civilización que se agita encima de sus sucias alcantarillas. En el musical, Javert canta en cuartas y quintas perfectas, intervalos fijos sin posibilidad de modulación. Cree en una verdad tan firme y absoluta como las estrellas “que llenan la oscuridad con orden y luz”. Y, al igual que las estrellas en el cielo, el compromiso de Javert con este ideal trasciende sus propios intereses: en determinado momento en el libro se entrega por haber cometido una infracción contra su promesa de cumplir la ley: “En mi vida a menudo he sido severo con otros. Era lo justo. Era lo correcto. Si ahora no fuera severo conmigo, todo lo que he hecho justamente se volvería una injusticia. ¿Debo perdonarme más que a otros? No. ¡Ya lo ven! Si solo hubiera estado deseoso de castigar a otros y no a mí, ¡eso hubiera sido despreciable!... Buen Dios, es fácil ser amable, lo difícil es ser justo”.
Esa es, en efecto, la dificultad. Tal como las causas nobles indican, la ley sería buena, si fuera justa. “No he venido a anular la Ley”, dijo Jesús; “no he venido a anular, sino a darle cumplimiento” (Mt 5:17). Pero el objetivo de Javert no es Thénardier, sino Valjean; su propia ley inflige injusticia, y la versión de Jesús de cumplimiento es lo que no puede soportar. Cuando el perdón de Valjean le permite un atisbo de ello, Javert se espanta. Hugo escribe:
Javert jamás había visto lo desconocido salvo lo de abajo. La apertura irregular, inesperada y desordenada del caos, el posible deslizamiento al abismo; todo eso pertenecía a las regiones inferiores, a los rebeldes, los malvados, los miserables. Ahora Javert fue lanzado hacia atrás, y fue sorprendido por esta monstruosa aparición: un abismo sobre él.
Vacilando ante la posibilidad de que el bien sea tan insondable como el mal, Javert contempla “el vacío de un mundo que no puede sostenerse”, mientras canta en la repetición musical de la canción sobre la conversión de Valjean. De una cosa está seguro:
¡Yo soy la ley y con la ley nadie juega!
Su piedad en su rostro escupiré.
Nada compartimos en esta tierra
¡Es uno u otro: Valjean o Javert!
Pero, por supuesto, comparten todo, incluso el sonido aproximado de la inversión de las sílabas de sus respectivos nombres. Cada uno ha pasado su vida en relación con el otro. Cada uno está ligado a un principio más grande que sí mismo. Cada uno, al igual que el obispo, como el siervo impiadoso, como cualquiera, es un pecador que necesita de la gracia.
Javert no desea eso. El acuerdo acaba con él. Y, sin embargo…
Como sucedió antes con el encuentro de Valjean con la gracia, hay un pequeño detalle que complica las cosas. Del mismo modo en que cuando Valjean es empujado a una nueva vida y, en su lugar, roba una moneda, hace “algo de lo cual ya no era capaz”, Javert hace algo de lo que antes no era capaz. Cuando vuelven a encontrarse fuera de las barricadas, Javert se dispone a arrestar a Valjean, pero finalmente lo deja ir. Javert, quien “hubiera arrestado a su propio padre si este hubiera escapado de prisión y hubiera entregado a su madre por violar la libertad condicional”, no puede castigar al hombre con quien él tiene una deuda de vida. Como escribe Hugo, “sacrificar el deber, esa obligación general, por motivos personales, y sentir en esos motivos también algo general, y quizá superior”, va en contra de todo en él, pero eso es lo que hace.
Parece que Javert también tiene un alma viviente de la cual hasta entonces no había tenido conciencia. Pero en lugar de tomar en cuenta lo que esa alma está intentando decirle o reconciliar la paradoja de todo el asunto, Javert elige la aniquilación. Mira el rostro de la misericordia y luego salta al Sena.
Mientras tanto, Valjean, cuyo perdón a Javert le cuesta más caro que el obsequio de los candelabros que el obispo le hizo, tampoco sabe qué sobrevendrá de todo eso, y transcurre el último tramo de su vida a la espera de que en cualquier momento lo arresten. Ese acto de gracia, incluso más que el del obispo, podría de verdad parecer un desperdicio. Al menos, el significado es oscuro. Pero al igual que la gracia de Cristo, no aceptada universalmente, pero otorgada gratuitamente a partir de un momento hacia la eternidad, se ofrece confiando que no será irrelevante.
Mucho de lo que sucede en Los miserables parece, en su sentido más inmediato, igual de fútil. La revolución resulta un abyecto fracaso. Sus líderes han dado la vida por nada. El mundo gira, el ciclo se repite, “una vuelta y otra y otra vez al principio”, como cantan resignados los testigos que han sobrevivido a la revolución.
Cuando en 1862 el libro fue publicado por primera vez, Alphonse de Lamartine, poeta y político, lo criticó diciendo que era una “obra de arte de la imposibilidad” y una historia “peligrosa”, “porque todo es imposible en las aspiraciones de Los miserables, y la imposibilidad principal es que todo nuestro sufrimiento desaparezca”. ¿Pero para quién, entre los miserables, desaparece el sufrimiento? En lugar de eso, el libro tocó una fibra sensible en este exprogresista frustrado. Con amargura escribió: “Si sembramos pensamientos ideales e imposibles en las masas, cosechamos la furia sagrada de su desencanto”. Sin duda, se refería a sí mismo.
Según Hugo, la respuesta a tal desencanto está sobre nosotros:
¿Debemos continuar mirando hacia arriba? ¿Es la luz que vemos en el cielo una de esas que en breve se extinguirá? Resulta terrible contemplar el ideal, perdido como está en las profundidades, pequeño, aislado, un puntito, brillante, pero amenazado desde todas partes por las fuerzas oscuras que lo rodean: no obstante, nada está más en peligro que una estrella en las fauces de las nubes.
Las estrellas por las que Javert juró, y que, sin embargo, lo dejaban tan asombrado como para dar testimonio en el abismo que había sobre él, las estrellas que iluminaron la promesa de Valjean al principio y la promesa rota de Javert al final, son una promesa hecha ante el cielo, inamovible en el firmamento. Pero, aun así, están distantes y a menudo escondidas.
Por oposición a Lamartine, la principal imposibilidad en el ideal de Los miserables no es que el sufrimiento desaparezca, sino que pueda ser redimido; que ese quebrantamiento no borre la esperanza en ninguna persona; que las almas aletargadas vuelvan a la vida; que el ciclo de castigo se rompa por la gracia. Y para confirmar simbólicamente esa realidad imposible, hay un indicio de las estrellas en la tierra, es decir, velas.
Valjean atesora los candelabros del obispo durante toda su vida. La luz de las velas resplandece sobre su rostro mientras agoniza. Esas pequeñas estrellas en la tierra tienen el poder secreto que ni siquiera las estrellas arriba tienen: pueden encenderse unas a otras, una a la siguiente y a la siguiente ad infinitum, sin perder su propia luz. Así pues, Jean Valjean, a quien se han encomendado sus candelabros, los llevó a lo largo de su vida e iluminó el camino para otros. Y, cuando finalmente llegó el momento de descansar, pasó la llama.
Traducción de Claudia Amengual. N. de la T.: La traducción al español de fragmentos del libro y de fragmentos de la letra del musical es una versión libre a partir del artículo original en inglés, solo a efectos ilustrativos.
Patricia Gutierrez
Que gran lectura , gracias , no soy de leer, pero estos artículos me han enseñado a ser fan de la lectura, muchas gracias, son hermosas sus lecturas, muchas muchas gracias 🙏