El empoderamiento de las mujeres produce ventas y ganancias. Los mensajes para impulsar a las mujeres se han usado para promover de todo, desde zapatos y jabones para el cuerpo hasta autos, y por cierto se usan para publicitar los deportes internacionales. En febrero, la marca Nike lanzó su comercial «Dream Crazier», donde presenta atletas femeninas como Simone Biles, Serena Williams y Megan Rapinoe, con un mensaje inspirador: «una mujer corriendo un maratón era una locura... una mujer boxeando era una locura. ¿Una mujer encestando?, una locura. Entrenando a un equipo de la NBA: locura. ¿Una mujer compitiendo en un hiyab, cambiando su deporte, consiguiendo un doble corcho de 1080, o ganando 23 Grand Slams, teniendo un bebé, y luego volviendo por más? ¡Locura, locura, locura, locura, locura!
Nike ha estado en eso desde hace tiempo. De hecho, mi interés en la marca surgió originalmente hace algunos años cuando supe de los programas de «empoderamiento de las chicas» que la Fundación Nike, el brazo filantrópico de la compañía (ahora Fondo de Impacto en la Comunidad ), estaba promoviendo en economías emergentes como Uganda y Etiopía. Estos programas de empoderamiento femenino habían hecho a Nike muy popular entre los grupos de mujeres y las organizaciones de desarrollo. ¿Era la misma Nike que a mediados de la década de 1990 había sido atacada por feministas y activistas laborales por el abuso generalizado que existía en sus fábricas en el extranjero? ¿Y qué de las mujeres que fabrican actualmente los tenis y camisetas de Nike? ¿Qué tan empoderadas se sentían? En 2016 estas preguntas me llevaron a Vietnam, donde descubrí que, contrario a la imagen de Nike del poder femenino, la realidad es que sus fábricas siguen contradiciendo la libertad y el empoderamiento que celebran sus comerciales.
Entrevisté a Hao y tres compañeras suyas en una tarde calurosa de enero de 2016. Me reuní con las trabajadoras y un intérprete afuera de la única habitación que Hao comparte con su esposo e hijos, en una zona industrial cerca de Ho Chi Minh, la ciudad más grande de Vietnam. Nos sentamos en círculo en el suelo y hablamos sobre el trabajo de las mujeres en la fábrica de zapatos deportivos que suministra los tenis a Nike.
La historia de Hao era típica de las dieciocho trabajadoras, empleadas en cinco diferentes proveedores de Nike, que entrevisté ese mes. Ella quedaba exhausta por largas jornadas, la inmensa presión laboral, las humillaciones diarias cuando su trabajo se calificaba como demasiado lento o defectuoso, y el estrés asociado por tratar de cubrir sus necesidades con bajos salarios. Para el fin del mes, Hao a menudo tenía que pedir dinero prestado para pagar sus cuentas. «Vendo boletos de lotería durante mi descanso para comer», dijo, para ayudar a pagar las deudas. Sin embargo, era una actividad arriesgada: «Si mi jefe me sorprende vendiéndolos, podría despedirme». Hao había enviado a su hija de cinco años con su familia en el norte de Vietnam porque no podía darse el lujo de cuidarla.
No se les permitía irse al terminar sus turnos cuando las fechas de entrega estaban ajustadas, a pesar de que tenían que recoger a sus hijos de la escuela.
La planta de la fábrica es lo contrario al empoderamiento. Las mujeres me mostraron sus recibos de pago y los manuales de reglas de la fábrica que revelaban sanciones salariales ilegales, horas excesivas, y salarios cuatro veces más bajos de lo que necesitaban para dar a sus familias una calidad de vida decente. Las horas extras eran rutinarias, dijeron, no voluntarias. No se les permitía irse al terminar sus turnos cuando las fechas de entrega estaban ajustadas, a pesar de que tenían que recoger a sus hijos de la escuela. De las diez madres con hijos pequeños con las que hablé, seis habían enviado lejos a por lo menos un hijo debido a su desesperación económica, y solo lo veían una o dos veces al año. Estas mujeres estaban atrapadas en un callejón sin salida, al tener que separar a sus familias en un esfuerzo por mantenerlas unidas.
Cuando confronté a Nike con mis hallazgos y les pedí que respondieran a las reivindicaciones de las mujeres, no parecieron estar particularmente sorprendidos ni preocupados. «La transformación lleva tiempo»: me escribieron, sugiriendo que, aunque los empleos no eran dignificantes ni bien remunerados —ni conforme a los estándares de sus campañas de «empoderamiento»—, los estándares laborales en el sector de la confección en Vietnam eventualmente evolucionarían hacia los del mundo desarrollado.
Nike es solo una de las muchas marcas transnacionales y comerciales, incluyendo a Gap y H&M, que forman parte de un sistema diseñado para reducir los estándares laborales. Nike seleccionó a Vietnam, un país cuyas leyes prohíben las huelgas y derechos laborales de los grupos independientes, como su destino principal para contratar mano de obra. Las reivindicaciones y la impotencia de Hao y sus compañeras no son una anomalía, sino un resultado calculado de un sistema diseñado para reprimir la lucha de los trabajadores por empleos dignos. Al priorizar los bajos costos de producción y hacer negocios con países con las protecciones laborales más débiles, marcas como Nike, Zara, Gap y H&M, crean el ambiente de alta presión y desempoderamiento descrito por Hao y sus compañeras.
Como muestra la historia de la propia industria de la confección estadounidense, el mejoramiento de las condiciones laborales nunca ha «evolucionado eventualmente». Los sindicatos y las huelgas son cruciales. Una de las huelgas más famosas y efectivas, el «levantamiento de las veinte mil», fue encabezada por la inmigrante ucraniana Clara Lemlich en la ciudad de Nueva York en noviembre de 1909. El trabajo se había vuelto insoportable para decenas de miles de trabajadoras, muchas de ellas adolescentes, que trabajaban arduamente en fábricas de explotación laboral en el bajo lado este de la ciudad. Los salarios eran tan bajos como cuatro dólares por semana, el trabajo excedía las sesenta y cinco horas, las fábricas eran peligrosas e insalubres, y el acoso sexual era generalizado. Líderes sindicales como Lemlich sabían que la única manera de demandar lo justo de las ganancias y obligar a sus patrones a mejorar las condiciones de la fábrica era utilizar su poder colectivo como trabajadoras para poner en paro a la industria.
Y eso fue lo que hicieron: durante casi tres meses, entre veinte y treinta mil trabajadoras de la industria de la confección enfrentaron el congelante invierno de Nueva York y marcharon por las calles del bajo Manhattan para demandar lo que merecían. Como describe Annelise Orleck, historiadora del trabajo femenino, en su estudio Common Sense and a Little Fire (Sentido común y un poco de fuego), los patrones, respaldados por la policía de la ciudad, emprendieron toda clase de medidas crueles y violentas contra las huelguistas. Setecientas mujeres fueron arrestadas durante la huelga, y las autoridades de la ciudad las describieron como alborotadoras, inmorales y desagradecidas. Lemlich misma fue arrestada diecisiete veces y la policía le rompió con garrotes seis costillas.
Pero, respaldadas por su sindicato, aliados ricos, y una cobertura favorable de los medios, las mujeres persistieron. Contrariamente a lo que los líderes sindicales hombres pensaban que era posible desde el principio, la huelga logró muchas de sus metas, incluyendo el reconocimiento del sindicato, una semana laboral de cincuenta y dos horas, y aumentos salariales. El éxito de la huelga demostró que la acción colectiva en la industria de la confección era tanto posible como efectiva, y dio lugar a una ola de huelgas de confección en otras ciudades.
El éxito del alzamiento desempeñó un papel importante en mejorar las condiciones de las fábricas en la industria. Pero su trágico fracaso también jugó un papel importante. Varios dueños de fábricas, entre ellos Max Blanc e Isaac Harris de la Triangle Shirtwaist Factory, rechazaron las demandas de las huelguistas para corregir los peligros en la seguridad laboral. El 25 de marzo de 1911, un año después de la conclusión de la huelga, estalló un incendio en el octavo piso del edificio, y ciento cuarenta y seis trabajadoras de Triangle, muchas de las que habían participado en la huelga, murieron calcinadas o al saltar del edificio.
Las muertes del incendio en Triangle, y la ola de huelgas desencadenadas por el alzamiento, impulsaron el movimiento obrero y forzaron el mejoramiento de las condiciones de trabajo en todo el país. Como escribe Annelise Orleck, Lemlich y sus compañeras activistas: «estuvieron en el ojo del huracán que en 1919 había logrado organizar en sindicatos a la mitad de todas las mujeres trabajadoras de la industria de la confección». Posteriormente, gran parte de la legislación progresista que adoptó el presidente Franklin D. Roosevelt, fue creada o inspirada por las defensoras de los derechos laborales femeninos que habían presenciado, o perdido amigas, en el incendio. El mejoramiento de las condiciones no se produjo por una evolución inevitable, sino por la sangre y valentía de las trabajadoras neoyorquinas de la confección.