Jesús amaba a los niños pequeños. Según los escritores de los Evangelios, los ponía al frente y en el centro como un ejemplo de cómo recibir las buenas nuevas, y se indignaba cuando sus amigos les hablaban con dureza. Les enseñó a sus seguidores que a menos que nos volvamos como niños no podremos entrar en el reino de Dios.
Pero Jesús no parece tener la misma admiración por la familia. Aquí su enseñanza con frecuencia parece dura, incluso alarmante. Jesús le dijo a un aspirante a discípulo que quería mostrar el respeto mínimo a su difunto padre: «Deja que los muertos entierren a sus propios muertos» (Lucas 9:60). A sus discípulos les ordenó: Dejen padres, hermanos, esposa —incluso habló de «odiarlos»—, y síganme. Cuando su propia madre y hermanos llegaron a verlo, la reacción de Jesús fue cortante: «¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?... Luego echó una mirada a los que estaban sentados alrededor de él y añadió: Aquí tienen a mi madre y a mis hermanos. Cualquiera que hace la voluntad de Dios es mi hermano, mi hermana y mi madre». (Marcos 3:31-35).
Jesús mismo no formó una familia, no se casó, no crió hijos, incluso llamó a algunos a ser «eunucos» (Mateo 19:11-12). Al contrario de la tradición, en la que la salvación se garantizaba por los ancestros o que la suprema obligación social de uno es la familia, les recordó a sus oyentes que el pacto que primero unió al pueblo de Dios no se basaba en la genealogía sino en la fe y el poder milagroso de Dios (Juan 8:31-59).
Por esta razón Jesús destronó a la familia biológica. Aunque nunca negó la dignidad y el valor de la familia como creación de Dios, dejó claro que su importancia no es absoluta, ya que no es el medio principal por el cual la gracia de Dios se transmite a este mundo quebrantado. Es algo más.
Jesús llama a sus discípulos a darle su lealtad primero y ante todo a él. Los que renuncian a la seguridad humana, incluyendo a sus familias, recibirán «cien veces más ahora en este tiempo (casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y terrenos, aunque con persecuciones); y en la edad venidera, la vida eterna». (Marcos 10:29-31). Al poner en cuestión la primacía de la familia, Jesús nos pide imaginar un orden social distinto, una comunidad que abarca todo, basada no en vínculos naturales sino en el discipulado. Jesús vino para establecer la nueva familia de Dios, una familia de discípulos que lo siguen en la totalidad de sus vidas (Mateo 10:34-37).
Rodney Clapp, en su libro Families at the Crossroads (Intervarsity, 1993), destaca cómo Jesús extiende la familia más allá de su estado natural, porque su nuevo orden social trasciende las antiguas fronteras en las que la gente ama solo a los suyos. En palabras de Clapp: «Es a través de la nueva familia, nacida de nuevo por el Espíritu, que el reino de Dios irrumpe en nuestro mundo».
Jesús exalta a los niños porque ellos —no los poderosos y exitosos— nos enseñan cómo formar parte de esta nueva familia. Mientras los discípulos discutían quién sería el más importante en el reino, Jesús puso a un niño pequeño frente a ellos como respuesta (Marcos 9:34-37). Los niños son dependientes y relativamente impotentes, nos enseñan a volvernos pequeños para que el reino de Dios sea grande. Cuando lo hacemos, surge una nueva serie de relaciones del Espíritu bajo su cruz. Es la iglesia, la primera familia de Dios, una vida de comunidad y sacrificio compartido, en la que se desatan los vínculos familiares para que Dios pueda entretejer, de muchas y diversas maneras, un nuevo tejido. Solo cuando nos volvemos como niños y reconocemos nuestra absoluta dependencia de Dios, y solo cuando ponemos a nuestras familias naturales en segundo lugar, puede existir esta clase de sociedad: la iglesia.
En la nueva familia de Jesús, las cosas están al revés: los primeros son los últimos, y los menores son los más importantes. Las cosas no son «naturales». Las personas son más valiosas que las posesiones, y el amor por nuestros familiares biológicos da lugar a servir a todos los que nos rodean, incluso a los que son muy diferentes de nosotros. Como los niños que prestan poca atención a cuestiones de raza o estatus social, entramos en una forma radicalmente nueva de relacionarnos unos con otros.
En la nueva familia de Jesús, las cosas están al revés: los primeros son los últimos, y los menores son los más importantes. Las cosas no son «naturales».
Paradójicamente, dentro de esta familia nueva y más grande se honra e incluso se fortalece a la familia natural de padres e hijos. Cuando los primeros cristianos extendieron las buenas nuevas por todo el mundo mediterráneo, su testimonio contrastó dramáticamente con la promiscuidad y decadencia de la sociedad romana. Los cristianos cuidaban de las viudas y los huérfanos, y nadie padecía necesidad, porque las congregaciones enteras compartían todo lo que tenían. Los esposos aprendían la autodisciplina y el autosacrificio, y las mujeres eran igualmente honradas como coherederas de la salvación. El resultado fue que la familia natural fue restaurada conforme a la intención original de Dios.
Actualmente existen innumerables problemas que socavan a las familias, desde el divorcio y la pobreza hasta la pornografía y las drogas. Pero estos problemas solamente son síntomas de lo que nos aflige: la ausencia de una comunidad centrada en Dios. La mentalidad superindividualista, que es la marca distintiva de nuestra época, es una amenaza para la familia y la niñez mucho más insidiosa que las escuelas con fondos insuficientes o los estilos de vida inmorales. Este falso credo trata de sacar a Dios del ámbito público y confinarlo a una espiritualidad privada. Promete que maximizar la autonomía personal traerá como resultado la felicidad. Ahora que la infección ha calado a fondo no es de extrañar que muchas familias estén en problemas.
Jesús nos llama a buscar el bien no solo de los más cercanos y de nuestros seres queridos, sino a buscar primero el reino de Dios y su justicia. Y agrega: «Y todas estas cosas les serán añadidas». (Mateo 6:33). Debemos poner a Cristo y su iglesia en primer lugar. Solo entonces nuestros matrimonios y nuestras familias serán capaces de resistir las fuerzas que los amenazan. Y mucho más importante, solo entonces podremos avanzar el evangelio del reino en este mundo fragmentado.
Traducción de Raúl Serradell