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    Señales y prodigios

    Un sencillo acto de servicio se transforma en una revelación.

    por Howard Saylor

    lunes, 08 de agosto de 2022

    Otros idiomas: English

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    Soy farmacéutico en Brodhead, un pequeño pueblo en Kentucky, y un miembro de toda la vida de la iglesia bautista local, donde he servido como diácono por varias décadas. Mi padre, ya fallecido, fue mi director en la secundaria y mi madre, también fallecida, fue una maestra de Lengua y Literatura inglesas y consejera estudiantil. Mis padres criaron a sus tres hijos para que comprendieran que la fe es necesaria, y que a partir de esa fe encontrarían las formas de actuar. Mi trabajo en la farmacia es una de esas formas que el Señor me permite para ayudar a las personas de nuestra pequeña comunidad. Esta es una historia real acerca de una experiencia inesperada e inexplicable que cambiaría mi vida y mi fe para siempre.   

    Fue el seis de agosto de 2003. Acababa de estacionar el coche en la entrada de casa y, mientras caminaba hacia la puerta, me sentí abrumado por algunas de las cosas con las que había estado lidiando. Teníamos una hamaca metálica de dos plazas que colgaba de un gran árbol en nuestro patio delantero. Pasé por encima, me dejé caer en ella y, con la vista hacia el cielo, exclamé: “¡De verdad necesito saber si estás oyendo mis oraciones, Dios!”.

    En esa época, mi vida parecía estar atravesando una serie de catástrofes. Mi madre estaba internada en una residencia de ancianos. Las varias etapas del Alzheimer la habían hecho regresar a un punto desde donde ya no podía comunicarse, reconocer a nadie ni alimentarse por sus medios. Mi hijo menor había padecido una terrible dislocación de tobillo con fracturas múltiples. Eso había sido durante un partido de fútbol en la secundaria, y ahora, a medida que su temporada junior estaba por comenzar, casi todo el tiempo soportaba un dolor severo. Mi hijo mayor, que había cumplido treinta y había luchado contra una adicción a los opiáceos por años, estaba en la cárcel por tráfico de drogas, y yo había tomado la difícil decisión de no pagar su fianza para que aprendiera la lección.

    “No necesito que se haga mi voluntad, solo necesito saber que me oyes.”

    Había estado intentando seriamente volverme a Dios en oración a medida que mis problemas iban en aumento. A esa altura, sin embargo, en lugar de permitir que Dios obrara según su plan, insistía en que mis oraciones fueran atendidas de inmediato. “No necesito que se haga mi voluntad”, dije, “Solo necesito saber que me oyes”. Luego de unos minutos en silencio allí, en la hamaca, en medio de la oscuridad, me levanté y entré, avergonzado por mi arrebato y pensando que había dado muestras de una falta de fe genuina. 

    Unos días más tarde, el domingo siguiente, estaba conduciendo rumbo a casa desde la iglesia cuando comenzó a llover intensamente. Al pasar por la secundaria en Highway 461, debido a una inexplicable razón, conduje derecho, crucé la intersección con Old Brodhead Road y mantuve mi rumbo este hacia la interestatal. Menciono esto porque conduzco por esa ruta desde la iglesia hasta mi casa todos los domingos y siempre doblo a la derecha en esa intersección particular y me dirijo hacia Mount Vernon; es el camino más corto a casa. Sin embargo, ese domingo, no doblé y seguí conduciendo derecho. Ya fuera por causa de la lluvia, en la que estaba pensando, o solo el destino, lo cierto es que no doblé en la intersección y me dirigí hacia la próxima, donde hay un McDonald´s y una Rite Aid. Allí doblé a la derecha para ir a casa.

    La lluvia era tan intensa que apenas podía ver. Al pasar lentamente junto al McDonald´s, distinguí la figura de un hombre que caminaba bajo la lluvia. Llevaba una batería de coche sobre el hombro y se dirigía al pueblo. Pasé con el coche por su lado, pero no pude ignorar el pensamiento de que ese hombre desamparado, que probablemente no tenía idea de dónde comprar una batería de coche en Mount Vernon, iba a tener muchas dificultades para encontrar quien lo llevara hasta allí. Después de todo, se trataba de un extraño, empapado por la lluvia y, además, el hecho de que tuviera rasgos hispánicos habría hecho que algunas personas no lo levantaran. Entonces me di cuenta de que quizá yo fuera una de esas personas. Rápidamente, hice un giro en U en un estacionamiento y regresé al McDonald´s. Di la vuelta otra vez, me detuve junto al hombre, abrí la puerta del acompañante y lo invité a subir al coche.

    Era de complexión fuerte, medía un metro ochenta aproximadamente, tenía rasgos notables y un cabello negro y espeso que, incluso empapado, realzaba su aspecto. Me dijo que su coche se había ahogado mientras descendía la colina, así que había girado hacia la derecha en la intersección y había avanzado hacia el estacionamiento del McDonald´s. Había extraído la batería y comenzado a caminar, esperando encontrar un taller mecánico abierto o una tienda de autopartes donde pudiera probar su batería para determinar si el problema estaba allí o en el alternador.

    Yo sabía que uno de mis amigos, Wayne Taylor, que trabajaba en la tienda de autopartes en la colina que quedaba en las afueras al sur de la ciudad, había empezado a abrir los domingos debido a que tenía competencia nueva. (De hecho, esa era la primera tarde de domingo que esa tienda estaría abierta). Conduje cuatro kilómetros hasta la tienda. Cuando llegamos, Wayne se ofreció a conectar la batería al cargador para ver si no se descargaba. Le explicó al hombre que la recarga iba a tomar un rato, y el hombre me preguntó si, mientras tanto, podía llevarlo de vuelta al McDonald´s para explicar a las personas con las que viajaba qué estaba sucediendo.

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    Dominio público

    Mientras nos dirigíamos a Mount Vernon, la curiosidad fue más fuerte y le pregunté: “¿De dónde es usted?”

    “Vivo en Atlanta”, respondió.

    Entonces le pregunté: “¿Y qué hace aquí?”

    “Traje a una señora anciana de California después de recogerla en el aeropuerto de Atlanta”, dijo.

    “Una señora de California voló hasta Atlanta para que usted la condujera en coche a Kentucky?”

    “Sí”, dijo él.

    “¿Por qué?”

    Mirándome a los ojos mientras yo conducía, dijo: “¿Cree usted en señales y prodigios?”

    Aunque la pregunta me desconcertó, respondí con un sencillo “Sí”.

    Mientras íbamos en el coche, me contó acerca de una iglesia en el centro de Los Ángeles donde, durante un servicio de oración en la noche del miércoles anterior —la misma noche en que yo me había sentado en mi hamaca y había suplicado a Dios por una señal que me indicara que me estaba escuchando—, esta anciana muy espiritual había sido movida por el Espíritu Santo. El Espíritu Santo, dijo, había “encendido un fuego en su espalda” y ella había visto en una visión a una mujer de cabello negro que estaba sentada junto a una fuente orando por sus hijos. Y aunque la mujer no hablaba inglés, el Espíritu Santo había hecho que dos palabras fueran comprensibles para ella como parte de su visión: “Kentucky” y “Dan”.

    El hombre explicó que, puesto que esta anciana era tan venerada en su iglesia, los miembros de esa pobre congregación habían decidido hacer una colecta con la finalidad de que ella y su esposo pudieran volar hasta Atlanta, si él —el hombre que yo había recogido— aceptaba conducirlos en coche hasta Kentucky, para que la mujer pudiera completar su misión. Como él conocía a esa mujer y su cercanía con Dios, el hombre había estado de acuerdo en que él y su esposa conducirían a la mujer y a su esposo hasta Kentucky, siempre y cuando él pudiera estar en Atlanta el domingo de noche para no faltar a su trabajo.

    El hombre dijo que, como lo habían planeado, la pareja de ancianos había llegado a Atlanta el viernes, y los cuatro se habían subido a su coche y partido rumbo a Kentucky con dos únicas palabras para guiarlos. Puesto que una palabra era “Kentucky” y la otra era “Dan”, habían decidido conducir el coche hasta Danville, Kentucky. Al llegar allí, habían tomado una habitación en un motel para pasar la noche antes de dedicar todo el sábado a buscar a la mujer de cabello negro que había aparecido en la visión. Habían buscado por las calles de Danville, en los lugares comerciales e incluso habían conducido por los suburbios. Todo en vano.

    Cuando despertaron el domingo de mañana, le explicó a la anciana que debía regresar a su trabajo en Atlanta, antes de que su turno comenzara esa noche. Los cuatro subieron al coche y se dirigieron en dirección sur hacia la I-75 para regresar a Atlanta. Al pasar por Stanford, un pequeño pueblo, notaron que una de las avenidas se llamaba Danville Avenue, así que reanudaron la búsqueda. Pero una vez más fracasaron en su intento de divisar a la mujer que había aparecido en la visión.

    A esa altura, dijo el hombre, yo solo pensaba en volver a casa en Atlanta. Pero, al pasar por Mount Vernon, su coche se ahogó súbitamente y todo lo que pudo hacer fue hacerlo rodar hasta detenerlo en un estacionamiento de McDonald´s. Era la una de la tarde del domingo, dijo, y él necesitaba desesperadamente volver a casa para marcar su tarjeta en el trabajo antes de la medianoche. Pero ahí estaba, varado en Mount Vernon, Kentucky, con un coche que no funcionaba. Había intentado encender de nuevo el coche y se había dado cuenta de que su batería no tenía carga. Sin saber qué más hacer, había desmontado la batería y se dirigía con ella hacia el pueblo. No sabía si había un taller mecánico cerca ni si estaría abierto y, para colmo, se había descolgado una lluvia intensa.

    “Comencé a frustrarme”, admitió. Mientras caminaba bajo la lluvia había estado orando para que su fe no flaqueara, pero estaba empezando a tener dudas acerca de su misión. “Oré a Dios para que me diera una señal”, dijo. “Oré para que Dios, por favor, me mostrara que había estado escuchando mis oraciones”. Justo en ese momento, yo había detenido mi coche junto a él y le había ofrecido llevarlo a la tienda de autopartes. Él consideró mi gesto de bondad y el hecho de que la tienda estuviera abierta como la forma que Dios había tenido para mostrar que, en efecto, había estado escuchando.

    Mientras atravesábamos Mount Vernon, cambié de rumbo inesperadamente. En lugar de cruzar el pueblo hasta el McDonald´s, doblé a la izquierda a la altura del restaurante Snack Shack y me dirigí a mi casa.

    “¿Por qué dobla aquí?” preguntó el hombre.

    “Quizá esté loco”, recuerdo haber dicho, “pero necesito detenerme en mi casa”.

    Entré a casa y encontré a mi esposa en la cocina. Le pedí que viniera conmigo. Se acomodó en el asiento trasero, algo confundida, y los tres nos dirigimos hacia el McDonald´s. Cuando llegamos, encontramos a la esposa del hombre y a la pareja de ancianos que esperaban en el coche averiado. Vi cómo una sonrisa tierna crecía en el rostro de la anciana al darse cuenta de que su joven amigo de Atlanta estaba sentado a mi lado y que alguien le había demostrado amabilidad. Un instante después su sonrisa se transformó en un grito sofocado. Se llevó una mano al corazón y alzó la otra hacia el cielo. Su amigo, el hombre que se había marchado cargando una batería descargada, no solo había regresado con ayuda, sino que le había traído a la mujer de cabello negro que había aparecido en su visión.

    Mi mente daba vueltas mientras el hombre más joven traducía. Mi esposa y yo decidimos llevar a todos a nuestra casa. Mi esposa se puso a cocinar algo para ellos, a pesar de que insistieron en no tener hambre. Mientras tanto, volví con mi nuevo amigo a la tienda de autopartes para comprobar el estado de su batería que, según resultó, no era la causa de la avería de su coche. Necesitaba un alternador nuevo, así que usamos la batería recargada para trasladar su coche hasta la tienda, donde Wayne le prestó las herramientas necesarias para instalar el nuevo alternador. Cuando el coche estuvo reparado, regresamos a mi casa y encontramos a la mujer de California aún mirando hacia fuera a través de nuestra gran ventana de vidrio plano hacia la piscina y la fuente que ella había visto en su visión.

    Se llevó una mano al corazón y alzó la otra hacia el cielo.

    Hablamos durante unos minutos y luego la llevé a la cárcel, porque ella quería conocer a mi hijo mayor. Su esposo fue con nosotros para oficiar de traductor. El domingo era el día habitual de visita en la cárcel, así que la sala de visitas estaba bastante llena de personas de pie, que charlaban a través del auricular del teléfono con los seres amados que les devolvían la mirada tras la mampara de plexiglás. Los tres —la señora, su esposo y yo— permanecimos apiñados en un pequeño espacio frente a mi hijo, que me observaba con una mirada de genuina confusión.

    Después de explicarle lo poco que pude, le pasé el auricular al anciano caballero para que pudiera transmitir las palabras de su esposa. Mientras ella hablaba, recuerdo cómo todos en la sala, visitantes y prisioneros, giraron el eje de atención de su propia conversación hacia la señora. Mi hijo —y prácticamente todo el mundo— escuchaba atentamente. Le contó acerca de los hechos de la semana, acerca de su visión y de cómo había llegado hasta allí, en esa sala, para hablar con él. Al hablar, lo miraba a los ojos, y le decía que Dios la había enviado para decirle que debía ser responsable por su propia vida y también permitir que Dios orientara su camino. No le prometió nada, pero oró por él intensamente y depositó directamente sobre él la responsabilidad de hacer un cambio en su vida. También le aseguró que, si tomaba las decisiones correctas, Dios haría su parte y abriría puertas para él.

    Mi hijo lleva quince años limpio. Vive en total abstinencia de drogas y alcohol. Dios le quitó su compulsión y le dio cosas positivas para que se enfocara en ellas. Ahora tiene un empleo que disfruta, una esposa maravillosa y una hermosa hija.

    Después de que abandonamos la cárcel, regresamos a mi casa. Mi hijo menor ya estaba de vuelta. La señora nos hizo formar un círculo en torno a él y orar. Parecía convencida de que a veces el dolor es algo que debemos soportar, pero que, si nos volvemos hacia Dios en busca de fuerza, él nos ayudará a soportarlo. En los dos años siguientes mi hijo debió sobreponerse a una gran cuota de dolor, pero jamás se perdió otro juego y tuvo una gratificante carrera como futbolista en la secundaria. Ahora trabaja en el sistema federal de prisiones, y él y su esposa nos han bendecido con tres nietos: una niña y unos mellizos.

    ¿Y qué hay de Dan? Mi esposa había estado muy preocupada a lo largo de mucho tiempo acerca de la seguridad eterna de su padre, ya fallecido, cuyo nombre era Dan. Cuando la mujer de California le mencionó que el nombre “Dan” se le había aparecido en su visión, mi esposa lo tomó como el modo que Dios tenía de asegurarle que la profesión de fe de su padre, hecha en su lecho de muerte a los ochenta y ocho años, era genuina.

    Cuando la pareja de ancianos regresó a su hogar en California, la señora contó a su congregación las noticias acerca de lo que había sucedido. Como resultado, dijo, un maravilloso espíritu de renacimiento había colmado el corazón de cada uno de ellos y había hecho que muchas personas confiaran en Jesucristo.

    Lo que viene ahora a mi mente no son solo las bendiciones de todo esto y el darme cuenta de que hubiera perdido cada detalle de esa experiencia si no hubiera seguido la orientación de Dios y no hubiera dado la vuelta para ayudar a un hombre que estaba en la calle bajo la lluvia. También me he preguntado acerca de cuántas otras veces en mi vida he ignorado la guía del Espíritu Santo y he continuado conduciendo mi coche cuando debí haberme detenido.

    En los años transcurridos desde esa experiencia, no he contado a muchas personas esta historia. Sin embargo, siento que necesito ponerla por escrito para animar a otras personas que podrían estar pasando por una situación similar, en la que necesiten saber que, aunque puedan no ver los resultados inmediatos que desean, Dios está escuchando sus oraciones.


    Traducción de Claudia Amengual

    Contribuido por

    Howard Saylor es un farmacéutico que vive en Brodhead, Kentucky, EE. UU.

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