En mi oficina, sobre un estante, tengo una pequeña réplica de La catedral de Auguste Rodin, comprada en el Museo Rodin de Filadelfia muchos años atrás, cuando vivía allí. Me impresionó su sencilla belleza: dos manos suspendidas en el tiempo, las puntas de los dedos apenas tocándose y formando un arco suave como el arbotante de una catedral gótica. A primera vista, la escultura parece mostrar dos manos que se unen en oración, pero una observación más próxima permite ver que se trata de dos manos derechas. Lo que, al comienzo, parece ser un momento privado de devoción, en realidad, es un momento de unión entre dos individuos. La “catedral” está contenida entre dos personas a punto de entrelazar sus manos. ¿Amantes? ¿Extraños? No lo sabemos. Todo lo que vemos es la promesa de contacto, conexión, comunión, congelada en el instante previo.

Auguste Rodin, La catedral, 1908
Fotografía de Peter Willi / Bridgeman Images

Últimamente, he tenido mucho tiempo para contemplar esta escultura. Está ubicada justo por encima de mi hombro en la pequeña ventana de Zoom que ha sido mi modo principal de conexión con mi parroquia en estos meses. Mientras dedico horas ante la pantalla intentando mantener unida a la feligresía —cada miembro confinado a su pequeña pantallita— la escultura ha comenzado a mofarse de mí a partir de todo aquello que extraño y añoro: Contacto. Conexión. Comunidad.

Esas manos no solo son un recordatorio de lo que añoro durante este tiempo de pandemia. Cuando, cada día, me sumerjo en el Nuevo Testamento para mis devociones, los momentos que hablan con más fuerza son aquellos en los que Jesús está con la gente. Él está casi siempre con la gente. Desde el comienzo de su ministerio ha convocado a discípulos para que lo sigan. Reúne inmensas multitudes para enseñar. Se traslada con la gente y entra en su casa para comer y quedarse con ellos; se coloca a la altura de su rostro para tocarlos y sanarlos; les lava los pies; sienta a sus niños sobre las rodillas. Con la finalidad de comunicar la presencia y el poder de Dios, el contacto cercano con otros seres humanos es esencial para el movimiento que él fundó.

Del mismo modo, cuando leo las cartas de San Pablo, recuerdo que, siendo el teólogo fundacional más importante de la iglesia —quien dio sentido a la vida, muerte y resurrección de Jesús y lo esparció por el mundo— dedicó la mayor parte de su esfuerzo a formar, promover y sostener comunidades de personas. Para San Pablo, la piedra angular del camino cristiano era la ekklesia, esto es, la reunión comunitaria en la que uno podría practicar, en carne y hueso, una forma de estar juntos, de existir principalmente con y para los otros. Esta reunión se constituyó en el núcleo de la fe, y él vertió ríos de tinta para intentar que las piezas dispares se mantuvieran unidas, por cuanto sin esos cuerpos no había cuerpo de Cristo.

Hasta que nos reunamos de vuelta en persona, para comer, cantar, orar y trabajar, el cuerpo de Cristo no estará completo, sino herido.

Esta es aún la tarea primordial de la iglesia. Cuando uno ingresa al ministerio, aprende rápidamente que, a pesar de las conversaciones de alto nivel acerca del llamamiento celestial, nuestros asuntos son, sobre todo, los de las personas. Pasamos casi el mismo tiempo preparando y asistiendo a eventos de camaradería que leyendo las escrituras y la teología. Nuestra presencia en las mesas de picnic o en las comidas a la canasta es tan importante como nuestra presencia en el altar de la eucaristía los domingos por la mañana. Esto no supone una distracción del ministerio, sino una parte esencial del mismo. El discipulado cristiano jamás fue concebido como un esfuerzo aislado; siempre ha implicado creación de, participación en y preocupación por la comunidad. La relación individual de cada uno con Dios debería moldear la forma en la que se relaciona con los otros. Facilitar y promover las conexiones reales, físicas entre las personas es una función crucial de la iglesia.

Este compromiso con la comunidad se basa en la doctrina de la encarnación. Un conocimiento del mundo a partir de la encarnación sostiene que las asombrosas obras de Dios casi siempre se manifiestan en y a través de los cuerpos. “Y aquel verbo fue hecho carne y habitó entre nosotros”. “He aquí, una virgen concebirá y dará a luz un hijo”. “Tomad, comed, esto es mi cuerpo, esto es mi sangre”. “Acerca tu mano y métela en mi costado”. Desde Navidad hasta Pascua y a través del resto del año litúrgico, la fe cristiana se construye sobre hechos corpóreos cuyo fin es comunicar que Dios se revela en el reino de lo físico. Cuando ocupamos un espacio común, hay energía, electricidad; se aviva un espíritu. Es posible sentirlo en la multitud durante un evento deportivo o sentados en silencio junto a una cama de hospital donde yace un ser amado. La presencia física importa de un modo imposible de calibrar, pero también imposible de negar. Por eso, en un mundo cada vez más fragmentado, la iglesia permanece como uno de esos pocos lugares cuyo propósito expreso es crear contacto próximo con otras personas. Porque creemos que es bueno para todos, porque creemos que la experiencia más completa de Dios se da en comunidad y en conexión. Ese es el motivo por el cual nos enorgullecemos de abrir nuestras puertas a recién llegados, a antiguos miembros, a amigos y a extraños. Que el banquero y el músico callejero estén hombro con hombro en el mismo altar es un signo de gloria a nuestros ojos. Porque para nosotros el cuerpo es un lugar de revelación divina y los cuerpos reunidos traen el espíritu de Dios a la vida.

Todo eso falta en la actualidad. Pasará un largo tiempo antes de que estemos todos tomados de la mano y compartamos el mismo aire de nuevo. Esto crea hambre espiritual y hambre social. En tanto debamos permanecer distanciados físicamente, la iglesia no puede ser aquello para lo que fue creada. Hasta que nos reunamos de vuelta en persona, para comer, cantar, orar y trabajar, el cuerpo de Cristo no estará completo, sino herido. Eso no significa que la iglesia no pueda ayudar y consolar y hacer buenas obras durante este tiempo. Pero lo que las personas añoran en este momento —contacto, comunidad, conexión— es precisamente aquello que, según nuestro propósito inicial, debemos darles. Y no podemos.

Fotografía cortesía de Anaesthetist

Es difícil sobrestimar cuán frustrante puede resultar esto para un líder de la iglesia. Y ninguna de las opciones que en la actualidad se nos ofrecen para continuar pueden aliviar esa frustración por completo. Reabrir las iglesias como siempre, sin restricciones, es para nosotros el regalo de la comunidad encarnada, pero pone en riesgo a esos cuerpos que deseamos celebrar como una revelación de lo divino. San Pablo dijo a los corintios con respecto a sus reuniones comunitarias: “Pero al anunciaros esto que sigue, no os alabo; porque no os congregáis para lo mejor, sino para lo peor” (1 Cor 11:17). Si San Pablo viviera hoy, creo que se referiría a la posibilidad de diseminar un virus tan contagioso y letal como el coronavirus como “para lo peor”.

Otra opción es abrirse a pequeños grupos de personas que estén fuera del grupo considerado de “alto riesgo”, e implementar controles rigurosos, distanciamiento y protocolos de seguridad —no cantar, no tocarse, no compartir la eucaristía— antes de que podamos ir a alabar a Dios “juntos”. Esto ocasiona que la experiencia de alabar en persona sea apenas satisfactoria y que se enfaticen las rupturas ya existentes en la comunidad, así como los sentimientos de división y soledad. Aun así, otra forma de encarar la situación es no reabrir en absoluto hasta que el virus haya sido derrotado. Y utilizar, en su lugar, transmisiones en directo o servicios grabados, insistiendo en que la iglesia puede continuar siendo iglesia sin necesidad de esa presencialidad que siempre ha estado en su centro. De modo pues que las agendas se han llenado con llamadas de Zoom, el servicio dominical se transmite a distancia y, mientras tanto, los cuerpos languidecen en su aislamiento.

En lugar de ser una forma de proceder satisfactoria, nos quedamos con un deseo que no puede ser cumplido. Una ausencia que no puede ser llenada. Un anhelo que es perpetuo.

¿Pero qué pasaría si eso encerrara una enseñanza? En una época de gratificación inmediata, podemos estar acostumbrados a obtener lo que necesitamos relativamente pronto, pero en nuestra tradición espiritual, el concepto de anhelo santo no es nuevo. Anhelamos el cielo mientras estamos en la tierra. Anhelamos la paz en un mundo de guerra. Anhelamos la justicia en un mundo que continuamente frustra esos objetivos. Anhelamos a Dios y, aun así, nuestros encuentros con él son escasos. Los grandes teólogos místicos han hablado con detalle acerca del sentido de ese deseo insatisfecho en el corazón de su vida de oración. Gregorio de Nisa sostiene que el deseo (eros) es la fuerza que nos impulsa continuamente hacia Dios; Juliana de Norwich lo llama una “sed”; Teresa de Ávila lo llama la “herida del amor”, que proviene de Dios y cuyo fin es regresarnos a Dios. Y San Agustín escribió una vez: “La vida entera de un buen cristiano es un santo deseo”. Porque, “deseándolo te capacitas…[…] Dios, difiriendo el dártelo, extiende tu deseo; con el deseo extiende tu espíritu y, extendiéndolo, lo hace más capaz. Deseemos, hermanos, porque seremos llenados”.1 En esta época de frustración, el anhelo perpetuo, que tan bien conocemos, podría estar preparándonos para algo más grande.

Quizá, como insinúa San Agustín, este prolongado período de deseo insatisfecho ensanchará nuestros corazones y aumentará nuestra empatía hacia los que viven en un perpetuo estado de anhelo de aquello que se les niega —paz, justicia, igualdad, seguridad—, todos aquellos cuyas necesidades más profundas aún no han sido satisfechas. Y quizá ahora, al haber estado privados de las personas, de la conexión y de la comunidad por tanto tiempo, apreciaremos de una forma distinta cuánto dependemos los unos de los otros para nuestra propia prosperidad. Quizá esa imposibilidad de ser la iglesia es exactamente lo que la iglesia necesita para avivar ese sentido de anhelo y deseo que nos impulsará de nuevo hacia las comunidades de fe que nos alimentan de un modo que ni siquiera sabíamos que necesitábamos, esas comunidades que ahora poseen un espíritu más amplio y un sentido más generoso de misión.

Mientras este virus esté tan salvajemente fuera de control, seguiremos estancados en un estado de santo anhelo. Estamos congelados, como aquellas dos manos de La catedral de Rodin. Esas manos quieren entrelazarse, quieren unirse, pero no pueden. Con certeza, Dios no necesita que las personas se reúnan para estar activo y presente en nuestras vidas. Pero Dios no es la iglesia. La iglesia son los otros. Esa es la esencia de la realidad de la encarnación que proclamamos: que Dios se hizo carne, y que el Espíritu Santo que vive en cada uno de nosotros se activa y multiplica exponencialmente cuando nos reunimos. Porque solo juntos podemos comprometernos con el elevado llamamiento al que hemos sido llamados —construir, promover y hacer crecer comunidades de fe, y mostrar al mundo lo que significa vivir según la ley del amor; brillar como un faro de esperanza para aquello que nuestro mundo aún puede ser. Ese continúa siendo nuestro llamamiento, incluso si no podemos vivirlo completamente. Por ahora, y hasta que seamos libres para ser comunidades en Cristo, debemos expandirnos en preparación para un futuro más pleno que el que pudimos haber imaginado antes de tener que cerrar nuestras puertas. Esa es mi única esperanza, nacida de este tiempo de espera. Una esperanza que me permite decir con San Agustín: “Deseemos, hermanos, porque seremos llenados”.


Traducción de Nora Redaelli

Notas

  1. San Agustín, Homilía 4 sobre la Primera carta de San Juan 4.6