La campana de una locomotora de vapor, adquirida hace décadas del ferrocarril de Pensilvania, cuelga del tejado del lavadero para vajilla y repica estridente todas las tardes a las 15.25 h, en nuestra casa comunitaria, en Combermere, Ontario. Un enjambre de huéspedes y miembros de la comunidad detienen sus tareas, dejan a un lado las herramientas y comparten una taza de té y una rebanada de pan con queso o quizás una manzana, y, los días de suerte, chicharrones. Nos sentamos y conversamos durante unos veinte minutos. También tenemos una pausa para el té en la mañana, a las 10.30 h, y aun otra, al atardecer, la mayoría de los días. Es una costumbre algo extraña. A muchos huéspedes les intriga todo este asunto de las pausas para el té, y hasta se preguntan cuánto té puede tomar una persona. He oído que en las comunidades Bruderhof, que comparten esta misma costumbre, se consumen enormes cantidades de café. Nosotros servimos café en los descansos de la mañana, pero de tarde siempre tomamos té.

Catherine Doherty, fundadora de nuestra comunidad, creía firmemente en la restauración de todas las cosas en Cristo (Ef. 1:10). Según Catherine, una parte importante de lo que ella consideraba necesario restaurar era la capacidad del ser humano de simplemente ser y ser junto a otros. Esto explica por qué insistía tanto en la necesidad de tomar descansos en medio del trabajo; trabajo que, por cierto, puede ser en sí mismo santo. Los descansos nos recuerdan cuál es la finalidad de todo trabajo: el trabajo es para la humanidad y no la humanidad para el trabajo. Como dijo el papa León XIII en la encíclica Rerum novarum: la humanidad es el fin del trabajo y no el medio para llevarlo a cabo. No debe considerarse a la humanidad como simple capital, un elemento más, entre muchos otros, necesario para llevar adelante los procesos de producción o de acumulación de riqueza. El propósito del trabajo es el bienestar de la humanidad.

Fotografía cortesía de Jeremiah Barker.

En nuestra comunidad, ese alternar constante entre el llamado a trabajar y el llamado a descansar nos recuerda de manera práctica y concreta la tensión existente entre reconocer la importancia y dignidad del trabajo, por una parte, y la necesidad de no darle más valor que el que le corresponde, por otra. Dejamos de trabajar para compartir una taza de té, dejamos de trabajar para celebrar la misa y a la hora de comer. No trabajamos en el día del Señor y tampoco trabajamos los días festivos importantes.

Cuando era huésped en la casa Madona, pregunté por qué había tanto personal asignado al centro principal en una zona rural de Ontario comparado con las pequeñas casas de misión diseminadas por todo el mundo. Susanne Stubbs, una de las directoras en aquel momento, respondió: “Aquí, en Combermere, nos distinguimos por nuestro espíritu festivo. Dedicamos mucho tiempo y esfuerzo a celebrar Navidad y Pascua, y para preparar una gran celebración se necesita mucha gente”.

Cuando Susanne hablaba de celebrar, no pensaba solo en preparar platos especiales y comer en abundancia, aunque ese puede ser un aspecto de las fiestas cristianas y, en Combermere, sin duda lo es. Toda celebración es la expresión exterior de un misterio más profundo. “¿Dónde quieres que preparemos la Pascua?”, le preguntaron los discípulos a Jesús antes de la fiesta de los Panes sin levadura (Lucas 22:7-13). Y Pablo, hablando sobre la celebración regular de la Cena del Señor, afirma: “Porque Cristo, nuestro Cordero pascual, ya ha sido sacrificado. Así que celebremos” (1 Co. 5:7– 8).

La celebración de las fiestas cristianas no depende de un tipo de comida ni de la cantidad, ni siquiera importa si hay comida o no. El reconocimiento por parte de Susanne de que la celebración del nacimiento de Cristo en Navidad y su muerte y resurrección en Pascua constituyen el centro de nuestra vida comunitaria apunta a una verdad central de la vida cristiana en general. “¿Cuál es el propósito de todo el trabajo que realizamos?”, comencé a preguntarme mientras reparaba un caño que goteaba o removía el compost. La respuesta es simple: trabajamos para poder celebrar, entre nosotros y con quienquiera que encontremos en el camino, el nacimiento y la resurrección de Cristo.

“¿Dónde quieres que preparemos la fiesta?”. Esta pregunta se convirtió en mi oración cotidiana al comenzar la jornada y ocuparme de las tareas que tenía asignadas, primero, como huésped y, tiempo después, como miembro de la comunidad. En la casa comunitaria Madona, celebramos misa todas las tardes en la pequeña capilla en el bosque. Así pues, además de aguardar expectantes la Navidad y la Pascua durante todo el año, también, mientras nos ocupamos de producir alimentos, cuidar el espacio que habitamos o recoger leña para calefaccionar el edificio, aguardamos expectantes el momento del día en que celebramos el nacimiento, muerte y resurrección de Cristo compartiendo la Cena del Señor. El pan y el vino –fruto de la tierra y de nuestro trabajo, como lo expresa la liturgia– son dones que presentamos delante de Dios Padre y que de su mano pródiga hemos recibido.

Y sí, cada comida y también cada pausa para el té es una oportunidad de estar en comunión con el Cristo recién nacido y resucitado en medio nuestro y, unidos en él, estar en comunión unos con otros. Así, cada jornada de trabajo es anticipo y preparación para celebrar la Pascua o celebrar Navidad en los meses, semanas o días venideros. Y de igual manera, el trabajo cotidiano nos prepara para las oportunidades de celebración que ese día nos presente.

De eso se trata el trabajo en la casa comunitaria Madona. Esa es la razón por la que todas estas personas viven en comunidad, reciben huéspedes durante todo el año y trabajan afanosamente cortando leña para alimentar las estufas, desmalezando la huerta y alimentando a los animales. Y ese es el sentido del repique estridente de la campana que oímos todos los días a las 15.25 h.: un llamado a mantener vivo el espíritu festivo. No nos alimentamos para poder trabajar; trabajamos para alimentarnos. Trabajamos por y para la celebración, y la finalidad de la celebración es la restauración y salvación de la humanidad. En cada Navidad, cada Pascua, cada misa, cada comida, cada descanso, celebramos el nacimiento de Cristo en medio nuestro, su resurrección venciendo a la muerte y el gran banquete que es el destino final de la humanidad.


Traducción de Nora Redaelli