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CajaEl trabajo, la muerte y la enfermedad
Un cuento clásico
por León Tolstói
viernes, 01 de septiembre de 2017
Existe entre los indios de la América del Sur la siguiente leyenda: Dios, dicen ellos, creó a los hombres de tal manera que no les hiciese falta trabajar. No había menester ni de vestidos, ni de casas, ni de alimentos y todos vivían hasta cien años sin conocer enfermedad alguna.
Transcurrió cierto tiempo y cuando Dios miró cómo vivían los hombres se enteró de que en lugar de gozar de la vida, cada uno de ellos no se curaba más que de sí mismo, que se querellaban entre sí y se las habían arreglado de tal manera que no solamente no estaban contentos con la vida, sino que maldecían de ella.
Entonces dijo Dios: —Es porque viven cada cual para sí —y para impedírselo, Dios hizo de tal suerte que fue imposible a los hombres vivir sin trabajar; y para no sufrir el hambre y el frío hubieron de cubrirse con vestidos, cavar la tierra, y cultivar y recolectar los frutos y los granos.
—Los unirá el trabajo —pensó Dios—. Es imposible que uno solo de ellos corte y transporte las vigas y construya las habitaciones; es imposible que uno solo fabrique instrumentos de trabajo, siembre, recoleccione y teja y cosa los vestidos. Fácilmente se comprende que mientras mayor número se requiera para trabajar juntos, producirán más, la vida les será fácil y estarán más unidos.
Transcurrido algún tiempo vino Dios de nuevo a mirar cómo vivían los hombres.
Pero los hombres vivían todavía más mal que antes. Trabajaban en común —porque no podían hacerlo de otra manera—pero no todos juntos; sino que se separaban en pequeños grupos y cada grupo trataba de entorpecer el trabajo de los demás; todos por igual se impedían uno a otro el emplear en la lucha su tiempo y sus fuerzas y, para todos, aquello iba muy mal. Viendo que esto no estaba bien, resolvió Dios dejar a los hombres ignorantes de la hora de su muere y hacer que pudiesen morir en el momento menos pensado.
—Cuando sepan que cada uno de ellos debe morir en el momento menos pensado —díjose Dios—no se molestarán los unos a los otros, por causa de las preocupaciones de una existencia que en cualquier instante puede cesar ni echarán a perder las horas de la vida que les son destinadas.
Pero ello sucedió de otra manera. Cuando regresó Dios a ver cómo vivían los hombres, se dio cuenta de que la vida de éstos no había mejorado.
Los más fuertes, aprovechando la circunstancia de que los hombres debían morir en el momento menos pensado, subyugaban a los más débiles, mataban a algunos y amenazaban de muerte a los demás; lo que daba por resultado que los fuertes y sus herederos no trabajaban en lo mínimo y se hastiaban en la ociosidad, en tanto que los débiles trabajaban más allá de sus fuerzas y se fastidiaban porque no conocían el reposo. Unos y otros se temían y se odiaban mutuamente y la vida de los hombres era todavía más desgraciada.
Dios, viendo aquello, resolvió emplear para remediarlo el último recurso; envió a los hombres toda suerte de enfermedades.
Pensó Dios que si todos los hombres quedaban sujetos a las enfermedades, comprenderían que los fuertes deben tener piedad de los enfermos y atenderles, a fin de ser a su vez acudidos por los débiles cuando caigan enfermos.
Y nuevamente Dios abandonó a los hombres a ellos mismos; pero cuando regresó para ver cómo vivían ahora que estaban sujetos a las enfermedades, testificó que su vida era aún peor, pues aquellas mismas enfermedades, que, en el pensamiento de Dios, debían unir a los hombres, los dividían más hondamente. Los hombres que obligaban a los otros a trabajar por la fuerza, obligábanlos por la fuerza a cuidarles durante la enfermedad, y, por consiguiente, ellos no cuidaban a los enfermos. Y aquellos a quienes se forzaba a trabajar para un amo y a cuidar a los enfermos, estaban tan agotados por el trabajo, que no tenían tiempo de cuidar a sus propios enfermos y los dejaban sin auxilio.
Para que los enfermos no fuesen obstáculo a los placeres de los ricos, se les instalaban en casas donde sufrían y morían no rodeados de sus deudos ni llorados por ellos, sino entre las manos de personas alquiladas al efecto y que cuidaban a los enfermos no ya sin compasión, sino con disgusto. Además, en virtud de que las enfermedades en su mayor parte fueron reconocidas como contagiosas, los hombres, temiendo contaminarse, no sólo no se acercaban a los enfermos, sino que aun se alejaban de aquellos que los cuidaban.
Entonces Dios se dijo: —¡Si ni por este medio se puede conducir a los hombres a que comprendan en qué consiste su felicidad, que se las arreglen con sus propios sufrimientos! —y Dios abandonó a los hombres.
En cuanto se quedaron solos, los hombres vivieron largo tiempo sin comprender lo que les faltaba para ser felices, y solo muy a últimas fechas algunos de ellos comenzaron a comprender que el trabajo no debe ser un espantajo para unos y algo forzado para otros, sino que debe ser la obra común y agradable que una a todos los hombres. Comenzaron a comprender que en vista de la muerte que a cada instante amenaza a todos, el único acto razonable de todo hombre consiste en pasar en armonía y con amor, los años, los meses y las horas o los minutos reservados a cada quien. Comenzaron a comprender que las enfermedades, no sólo no deben ser una causa de división entre los hombres, sino, por el contrario, un motivo de unión y de amor entre ellos.
Imagen: pxfuel