Había una vez en una tierra lejana, un campesino llamado Iván, que vivía con su pequeño sobrino Vasili.
Iván era melancólico y descuidado, sus ojos nerviosos miraban hacia fuera entre su cabello larga y barba apelmazada. En cuanto al pequeño Vasili, era un niño serio y aunque su tío le trataba bien a su propia manera, nunca lo bañaba ni le peinaba el cabello ni le enseñaba nada.
Era miserable la barraca donde vivían: sus muros llenos de huecos; en el único cuarto había muebles viejos, descompuestos y polvorientos, y el piso sin barrer. El jardincito estaba lleno de piedras y mala hierba. Los vecinos que pasaron de día apartaron la vista, pero nunca pasaron de noche, por temor a Iván.
Sucedió que un Domingo de Gloria Iván se levantó temprano, sintiéndose inquieto, y se colocó frente a la puerta de la casa. Los árboles se cubrían de hojas, el aire se llenaba del canto de las aves, el rocío parpadeaba en la yerba y un arroyo brincaba y borboteaba cerca de la barraca. Los rayos del sol naciente resplandecían en la cima de los cerros distantes, y parecían tocar la barraca.
Mientras miraba Iván, un joven se acercó desde los cerros, apurándose con ligereza y llevando en el brazo un ramo de azucenas de color blanco puro. El desconocido se aproximó y se paró enfrente de la barraca.
“¡Cristo resucitó!” dijo, su voz dulce como una flauta.
“¡Él ha resucitado verdaderamente!” masculló Iván entre dientes.
El joven, tomando una azucena del ramo y dándola a Iván, le dijo: “¡Mantenla blanca!” Y sonriendo, siguió su camino.
Iván contempló con asombro la flor que tenía en la mano. ¡Su tallo de verde dorado parecía sostener una corona de color blanco puro, o una copa translúcida llena de luz! Y mientras miraba el corazón de la flor bordado de oro, su alma se llenó de maravilla.
De repente giró y entró la casa, diciéndose: “La voy a dar agua”.
Pero cuando iba a poner la azucena en la repisa de la ventada por un momento, para poder buscar una vasija, no se atrevía a dejarla por la capa de polvo que había. Se dirigió a la mesa, pero la superficie estaba sucia con migajas de pan mohoso mezclados con polvo. Miró alrededor del cuarto y no podía ver ni un lugarcito en donde dejar la azucena sin manchar su pura belleza.
Llamó al pequeño Vasili y le mandó guardar la flor. Luego buscó en qué ponerla. Descubrió una botella vacía, la llevó al arroyo y la llenó de agua clara. La colocó sobre la mesa y metió la azucena.
De golpe, vio las manos mugrientas de Vasili y pensó: Cuando yo salga del cuarto, él podría tocar la flor y ensuciarla. Luego llevó al niño a bañar y le peinó el cabello rubio, y el niño pequeño parecía florecer como la misma azucena. Iván lo contempló con asombro, susurrando: “¡Nunca lo he visto así!”
Desde aquella hora en adelante, Iván era diferente. Cuidaba tiernamente al pequeño Vasili. Además, se bañaba y se peinaba el cabello. Limpió la casa y reparó los muros y muebles. Quitó del jardín las piedras y mala hierba; sembró flores y verduras. Y los vecinos que pasaron ya no evitaron la vista, sino que se detenían para hablar con Iván y a veces regalaron ropa y juguetes a Vasili.
En cuanto a la azucena, esa floreció siete días con belleza, emanando perfume delicado, pero cuando Iván y Vasili se despertaron el octavo día, ya se había desaparecido. Aunque buscaron por toda la barraca y el jardín, no la pudieron encontrar.
Iván y Vasili trabajaron día a día entre sus flores y verduras, hablaron con los vecinos y eran felices. Cuando llegaron las largas noches del invierno, Iván leyó en voz alta sobre los lirios del campo, que no trabajan ni hilan, pero ni aun Salomón con toda su gloria fue vestido tal como uno de ellos. Leyó sobre el amado que pastorea entre los lirios, y de la rosa de Siria y del lirio del valle.
Llegó de nuevo la Pascua. Temprano, muy temprano en la mañana, Iván y el pequeño Vasili se levantaron, se vistieron y salieron para colocarse frente a la puerta de la casa. Y cuando el esplendor del nuevo día brilló por encima de los distantes cerros, ¡mira!, se acercó el joven, rápido y con ligereza, llevando en sus brazos rosas de carmesí. Se aproximó y, deteniéndose frente a la barraca y dijo dulcemente:
“¡Cristo resucitó!”
“¡Él ha resucitado verdaderamente!” respondieron Iván y Vasili con alegría.
“¡Qué bonita es la azucena!” dijo el joven.
“¡Ay!” replicó Iván, “se ha desaparecido y no sabemos a dónde”.
“Su belleza aún vive en tu corazón”, dijo el joven. “Nunca podrá morir”.
Y tomando una rosa de carmesí de su ramo y dándola a Vasili, le dijo: “¡Mantenla fresca!”
Sonriéndole a Iván con ternura, el joven siguió su camino.
Este cuento apareció en inglés en 1919 en el libro de Frances Jenkins Olcott, The Wonder Garden. Traducción de Coretta Thomson.