Un mes atrás, mientras me disponía a volar rumbo a casa desde el Medio Oeste, me descubrí prestando más atención que de costumbre al procedimiento de embarque. Tenía poco tiempo para hacer una conexión y el embarque se había demorado debido a que un empleado de Delta exigía que una cantidad preestablecida de bolsos de mano fuera despachada antes de habilitar la puerta. Durante más de veinte minutos, con actitud teatral, fue haciendo una cuenta regresiva a medida que los pasajeros se acercaban de mala gana y se desprendían de su bolso. Finalmente, la última pieza de equipaje fue dejada a los pies del empleado, y un grupo de pasajeros ―entre los que me contaba― estalló en vítores entusiastas. Pero lo que sucedió a continuación es lo que ha permanecido en mi recuerdo desde entonces: a medida que el empleado llamaba a embarcar al personal militar activo y a familias con niños pequeños, algunas de las cuales pasaron sin prisa frente a mí, caí en la cuenta de que estaba poniendo empeño en reprimir el deseo de continuar aplaudiendo. Por supuesto que en muchos de mis viajes anteriores había presenciado cómo esos dos grupos habían tenido prioridad en el embarque, pero en ese momento, me alegré de que la aerolínea hubiera acertado al menos en eso.
Tradicionalmente, en muchos debates importantes acerca de políticas públicas llevados a cabo en Estados Unidos, las madres han sido explícita y favorablemente comparadas con soldados y veteranos de guerra. Al igual que los soldados, se consideraba que, cuando prestaban servicio al bien común, las madres hacían un sacrificio excepcional. En 1908, durante el Primer Congreso Internacional de Bienestar Infantil, el presidente Theodore Roosevelt declaró ante el Congreso de Madres: “Esta es la única organización que coloco incluso por delante de los veteranos de la guerra de Secesión; porque cuando todo ha sido dicho y hecho, es la madre, y solo la madre, quien es una mejor ciudadana que el soldado que pelea por su país… la madre es el valor supremo de la vida nacional”. A diferencia de nuestros días, esa retórica maternalista de principios del siglo XX era algo culturalmente extendido y acompañado de apoyo material.
Muchos jóvenes en la actualidad declaran su intención de no tener hijos. El invierno demográfico que ha congelado los índices de fertilidad en otros países de Occidente ha llegado a las orillas estadounidenses. Los motivos para la ambivalencia en torno a (o el rechazo rotundo de) comenzar una familia son tanto culturales como económicos, incluso cuando las exigencias materiales y emocionales de tener niños aumentan. Hoy, los veteranos reciben una justa indemnización por discapacidad, pensiones, educación, servicios de capacitación y empleo, atención sanitaria, préstamos hipotecarios, seguros e incluso cobertura fúnebre. Las madres (y los padres), cuya tarea como cuidadores hace que todos los otros beneficios sean posibles, apenas reciben agradecimiento. Es hora de hacer resurgir la analogía soldado-madre y proporcionar a los padres y madres que proveen de cuidados su justa retribución.
Protegiendo a los soldados y a las madres
Hace treinta años, la socióloga de Harvard Theda Skocpol escribió el libro ―que luego fuera galardonado― Protecting Soldiers and Mothers: The Political Origins of Social Policy in the United States. En él, explora magistralmente el fascinante hecho histórico según el cual a pesar de que los veteranos de la guerra de Secesión (o sus sobrevivientes dependientes) fueron los primeros estadounidenses en recibir beneficios federales directos, las viudas y las madres abandonadas ―a diferencia de otros países de Occidente, donde se trató de varones trabajadores discapacitados o ancianos― fueron las siguientes en recibir asistencia directa y por motivos similares. Las pensiones para los veteranos y luego para las madres fueron reconocidas como una cuestión de justicia, no como una concesión caritativa.
A mediados del siglo XIX, algunos parlamentos europeos, a instancia de partidos obreros fuertes con filosofías corporativistas, habían comenzado a crear programas “paternalistas” de seguros y pensiones para los trabajadores en beneficio de “ancianos respetables con recursos reducidos”. Por el contrario, el alivio ―previa evaluación de medios económicos― para quienes eran sostén familiar y que atravesaban momentos difíciles o ya eran ancianos no fue parte de la política social estadounidense previa al New Deal. Según Skocpol, el “precoz sistema de seguridad social” simultáneamente creado en Estados Unidos no tuvo su justificación en razones socioeconómicas, sino morales. Las pensiones militares por la guerra de Secesión ―que eventualmente podían ser cobradas como sumas fijas atrasadas y por servicios prestados en lugar de solo por lesiones o por necesidad financiera― fueron “justamente otorgadas al núcleo honrado de una generación de varones (y de sobrevivientes de varones fallecidos), un grupo al que la nación debería retribuir generosa y constantemente por sus sacrificios”. Las pensiones, clasificadas como gastos militares, fueron recibidas con honor.
Junto con el éxito del programa, y a medida que más parlamentos europeos creaban programas de seguro social obligatorios, los reformadores e intelectuales de élite al otro lado del Atlántico esperaban que las pensiones militares sirvieran como puerta de acceso a un seguro por edad avanzada para quienes fueran sostén familiar. Charles Richmond Henderson, sociólogo de la Universidad de Chicago devenido en principal reformador, se valió con inteligencia de analogías morales entre los veteranos y los trabajadores. En 1909 escribió: “La nación y los Estados ya han declarado que es nuestro deber dar protección a los soldados de edad avanzada y a los heridos, por lo tanto ¿por qué descuidar a las víctimas del ΄ejército laboral΄?”. El argumento de Henderson también estaba basado en la justicia y no solo en la necesidad socioeconómica, y sostenía que la “concepción moderna del Estado supone ciertas obligaciones con respecto a aquellos que se encuentran en una posición económica de dependencia”. Henry Rogers Seager, el más destacado alumno de Henderson y también reformador social, expresamente concebía el gobierno como “una maquinaria organizada para promover nuestros intereses comunes”, argumentando que “la simple creencia en el individualismo ya no es adecuada”. Dijo: “No necesitamos liberarnos de la interferencia del gobierno, sino un reconocimiento claro de las condiciones que contribuyen al bienestar común”. Según la posición de estos académicos, incluso el hombre trabajador y ahorrativo no podía ganar lo suficiente en el nuevo paradigma industrial, de manera tal de guardar algún ahorro para emplear en caso de accidente, enfermedad o crisis económica. La eficiencia y el crecimiento del nuevo sistema industrial capitalista dependían del trabajo; por lo tanto, ante tales contingencias, la sociedad debía asistencia a sus trabajadores y a sus dependientes. Sin embargo, hasta que el New Deal entró en vigor dos décadas más tarde, la única ley aprobada a instancia de los reformadores fue la que preveía una indemnización a cargo del empleador en caso de accidentes laborales.
El relato histórico de Skocpol ofrece lecciones para ser tenidas en cuenta hoy, fundamentalmente no debido a que explore con agudeza por qué estas lumbreras fallaron donde muchos países europeos tuvieron éxito. Cualquiera que sepa de qué se trata la era Lochner en la historia constitucional de Estados Unidos sabe cuán agresivamente las cortes derogaban ―sobre la base de los derechos contractuales de “libertad” y “propiedad” contemplados en la Decimocuarta Enmienda― leyes que buscaban regular las plantas industriales y las relaciones asimétricas de negociación entre el capital y los trabajadores. (Al llegar 1920, trescientas leyes laborales fueron declaradas inconstitucionales). Como resultado de esto, los reformadores no pudieron convencer a los trabajadores organizados para que hicieran lobby en nombre de la seguridad social, pues los líderes sindicales preferían probar suerte en la negociación privada con los empleadores. “No puedes aprobar la jornada de las ocho horas sin cambiar la Constitución”, expresó uno de ellos; “Me niego a perder nuestro tiempo”. Y los sindicatos no ocultaron su desprecio hacia los reformadores de élite (quienes provenían de la misma clase social que los jueces): “aquellas personas que proponen [programas de gobierno], representan una clase de sociedad que está muy deseosa de hacer cosas para los trabajadores y establecer instituciones para ellos que les impidan hacer cosas por sí mismos y mantener sus propias instituciones”. Tal como dijo un delegado durante la convención de la Federación Estadounidense del Trabajo (AFL) en 1914: “Los trabajadores no quieren caridad del gobierno; quieren justicia”. Algunos sondeos actuales del Instituto de Estudios Familiares revelan una idea central similar: entregar dinero en efectivo a individuos o familias sin el requisito de trabajar es algo que se observa con más escepticismo por parte de los potenciales beneficiarios de la clase trabajadora que por los posibles reformadores de la llamada laptop class, es decir, aquellos profesionales de clase media alta que trabajan y perciben el mundo desde sus pantallas.
Pero en tanto los académicos reformadores de finales del siglo XIX y principios del siglo XX fallaron en convencer a otras esferas masculinas de influencia ―sindicatos, corporaciones y políticos― de sus planes paternalistas, las federaciones de madres que trabajaban codo a codo con profesionales femeninas maternalistas prevalecían por encima de aquellos grupos en aras de lograr apoyo y protección gubernamentales para las madres. A principios de siglo, la Unión Cristiana de Mujeres por la Templanza (WCTU), liderada por la incansable Frances Willard, alcanzaba los 168,000 miembros contribuyentes en aproximadamente siete mil locales ubicados en cada estado de la unión. (Un detalle particularmente destacable para la época: los locales de la WCTU incluían no solo mujeres blancas de clase media, sino también mujeres afroamericanas y nativas americanas). Pero, si bien la WCTU era la más grande de las federaciones de grupos de mujeres socialmente organizadas y políticamente movilizadas, había muchas otras, y todas eran increíblemente influyentes.
El auge del maternalismo
Como resultado de la movilización maternalista a nivel popular (un poder local del que los intelectuales varones carecían), cuarenta estados entre 1911 y 1920 y cuatro más antes de principios de los treinta aprobaron leyes que habilitaban a las localidades a otorgar pensiones a las viudas (y, a veces, a otras madres necesitadas); los estados aprobaban ―y, finalmente, la corte de Lochner autorizaba― protecciones para mujeres en el lugar de trabajo, que resultaban decisivas y que no estaban autorizadas para hombres. En 1912, el gobierno federal estableció la Oficina de la Infancia, una agencia de gobierno “dirigida exclusivamente por mujeres… sin equivalente en el mundo”. E increíblemente, en 1921, el Congreso aprobó la ley Sheppard-Towner de Protección a la Maternidad, que disponía fondos federales para miles de clínicas pre y posnatales con la finalidad de reducir los extremadamente altos índices de mortalidad infantil y materna en Estados Unidos. Al hacer lobby por la ley, la Liga de Mujeres Votantes expresó la visión maternalista completa: “El cuidado prenatal y maternal significa más que buena obstetricia; significa una vida familiar normal, liberación de la madre del trabajo en el sector industrial antes y después del parto, posibilidad de amamantar al niño y, por encima de todo, educación y estándares de cuidado tales que las mujeres y sus respectivos esposos exijan buena calidad de obstetricia y ya no corran el riesgo de… tragedias evitables”.
Escribe Skocpol: “A finales del siglo XIX, cuando los valores liberales del individualismo, la autosuficiencia, el voluntarismo, la desconfianza en el gobierno y la competencia de mercado estaban supuestamente en su apogeo, los estadounidenses aceptaban la existencia de tales beneficios extendidos y relativamente generosos, otorgados directamente por el gobierno federal”. ¿Por qué? Porque las mujeres presentaban argumentos de peso desde el interior de las tradiciones cristianas, republicanas y de la Commonwealth. De este modo, sugiere Skocpol, ofrecían “fuentes alternativas de legitimación para las prestaciones sociales públicas”. En resumen, antes de que las mujeres tuvieran acceso directo al poder político, cientos de miles de ellas a través de iglesias locales y grupos comunitarios, federaciones estatales y nacionales, casas de asentamiento y revistas femeninas persuadían a la nación acerca de que garantizar condiciones económicas estables para la tarea de amamantar, cuidar y formar el carácter en el hogar era un asunto no de caridad, sino de justicia.
Los padres y las madres no solo necesitan oportunidades para acceder a empleos con remuneración justa; también necesitan políticas profamilia para dar el cuidado que solo ellos pueden proporcionar.
A finales del siglo XIX, las mujeres estadounidenses eran las más instruidas del mundo y Estados Unidos había establecido escuelas públicas en áreas rurales mucho antes que otras naciones. Las universidades también habían abierto sus puertas a las mujeres a un ritmo más rápido. Las madres de clase media socialmente comprometidas que estaban pidiendo reformas sociales, morales y legales ―un movimiento conocido como “social housekeeping”, en referencia a las labores domésticas tradicionalmente hechas por mujeres y a su compromiso social― generalmente habían recibido educación universitaria y a menudo habían trabajado antes de formar su familia. Esas mujeres de clase media asociaron de un modo explícito el analfabetismo, el trabajo infantil, la prostitución, el divorcio, el aborto y el infanticidio con las condiciones económicas mediocres, y lucharon por sus hermanas pobres y de clase trabajadora, creando viviendas para madres solteras, guarderías para mujeres trabajadoras y exigiendo protección y prestaciones estatales para su familia.
Las bondades de la maternidad fueron valoradas universalmente ―atravesando razas y clases― a partir del Congreso Nacional de Madres fundado en 1897 “para llevar adelante el amor y el pensamiento maternos en todo aquello que concierne o roza la infancia en el hogar, la escuela, la iglesia, el Estado o la legislación”. El congreso fue fundado por Alice McLellan Birney, esposa de un abogado del Distrito de Columbia quien fue testigo de la existencia de los principales grupos nacionales de lobby en todas las áreas, aunque ninguno de ellos estaba dedicado al bien de los niños y sus madres. Durante un discurso público Birney dijo: “La naturaleza ha ratificado que la mujer es la cuidadora del niño; por lo tanto, resulta natural que la mujer lidere el despertar de la humanidad con la finalidad de que tome conciencia de las responsabilidades que descansan sobre la raza para proporcionar a cada recién nacido un entorno que promueva su más amplio desarrollo”.
Las mujeres profesionales influyentes de la época que lideraron el movimiento de reforma social ―Jane Addams, Florence Kelley, Julia Lathrop― no fueron una excepción: también ellas consideraron la tarea que llevaban a cabo entretejiendo las clases sociales como una unidad profundamente maternal, incluso refiriéndose a ellas mismas como “madres públicas”. En 1910, la sufragista Rheta Childe Dorr resumió bien el espíritu de la época: “El lugar de la mujer está en el hogar… Pero el hogar no está contenido dentro de las cuatro paredes de una vivienda individual. El hogar es la comunidad. La ciudad llena de personas es la familia. La escuela pública es la verdadera guardería. Y tanto el hogar, como la familia y la guardería desesperadamente necesitan a su madre”.
La justicia debida
Los argumentos presentados por esas mujeres en favor de las pensiones para las madres, los programas de salud infantil y materna y las reformas laborales eran más frecuentes que los no argumentos basados en la justicia. Al relatar historias de niños abandonados en orfanatos “solo porque, sin tener ninguna culpa propia, [sus madres] son pobres”, argumentaban que los hijos merecían estar con su madre y las madres con sus hijos. La analogía del soldado fue de inmediato aplicada: “La mujer que produce ciudadanos y soldados debería ser colocada en la misma categoría que el soldado discapacitado, durante el período en que no puede ganarse la vida para ella y sus hijos”, dijo Mary Wood en un encuentro nacional de la Federación Nacional de Clubes de Mujeres. En 1911, durante el Segundo Congreso Internacional de Bienestar Infantil, la presidenta del Congreso de Madres de Tennessee dijo: “No podemos permitirnos que una madre, alguien que ha dividido su cuerpo para crear otras vidas por el bien del Estado… sea clasificada como una mendiga, una persona dependiente. Se le debe otorgar el valor recibido por su nación y ser considerada con honores… Si ella ha dado un ciudadano a la nación, entonces la nación le debe algo a ella”. El diario oficial del Congreso, en uno de muchos artículos de apoyo a las pensiones para las madres, publicó uno que decía lo siguiente: “Este reconocimiento de la maternidad no es caridad. Es justicia para la infancia[,] economía para el Estado y es otorgado por el servicio prestado del mismo modo que el servicio del soldado es reconocido”.
Skocpol y otros sugieren que, en definitiva, las (modestas) pensiones para las madres y la ley Sheppard-Towner prevalecieron a principios del siglo XX porque los escépticos legisladores del Congreso temían que, de otro modo, las mujeres, quienes ya parecían ejercer su influencia desde las bases populares, votaran en bloque cuando obtuvieran el derecho a hacerlo en 1920. Cuando la Decimonovena Enmienda fue ratificada y la amenaza pareció menos probable ―y tanto la Asociación Médica Estadounidense, como las organizaciones benéficas reafirmaron su oposición a los programas―, ambos programas se diluyeron y, de ese modo, las familias vulnerables quedaron en una situación económica menos segura en vísperas de la Gran Depresión. Finalmente, el New Deal entró en escena, y aportó influencias maternalistas y paternalistas: la legislación de Franklin D. Roosevelt garantizó la normativa laboral por la que habían trabajado los sindicatos liderados por trabajadores varones y las defensoras del trabajo femenino como Florence Kelley; las prestaciones de seguridad social por edad avanzada que los reformadores varones habían perseguido; los beneficios para niños pobres y, mediante una enmienda cinco años más tarde, también para las viudas.
En 1924, el Congreso Nacional de Madres se transformó en la Asociación Nacional de Padres y Maestros, y viró su atención hacia la educación pública. Pero un siglo más tarde, las madres (y los padres) aún están luchando. En la actualidad no existe ninguna asociación de lobby integrada por mamás y papás ―en su calidad de padres―, lo que inspiró a Dana Suskind, autora del libro Parent Nation, a publicar en The Atlantic un ensayo titulado: “Parents Need Their Own AARP”, en la que hace referencia a la necesidad de una organización que atienda las necesidades de las personas mayores.
Hoy en día, Estados Unidos tiene el índice más alto del mundo de hogares liderados por una mujer, así como altos índices de mortalidad materna e infantil. Como escribe Maxine Eichner en su reciente libro muy bien documentado, The Free-Market Family, la mayor parte de las ganancias económicas de los hogares de clase media a lo largo de la última mitad de siglo se debe a un aumento de los ingresos de las madres trabajadoras, ganancias que aquellos que son la única fuente de ingresos de un hogar ―en especial, las madres solteras― no disfrutan. Mientras tanto, aquellas familias con dos fuentes de ingresos “aportan el doble de horas de trabajo remunerado con respecto a lo que aportaban las parejas hace dos generaciones”, más tiempo combinado lejos de la familia que las parejas en cualquier otro país rico. No resulta extraño, apunta Eichner, que Estados Unidos sea la tercera nación más deprimida del mundo.
Los padres y las madres estadounidenses no solo necesitan oportunidades para acceder a empleos con remuneración justa, como declaró aquel dirigente sindical del siglo XIX; también necesitan políticas profamilia, como Eichner propone acertadamente: hay que “aislar la vida familiar de las presiones del mercado” para que los padres y las madres tengan tiempo para proporcionar la atención y el cuidado que solo ellos pueden proporcionar. Un buen comienzo sería revisar si el conjunto de beneficios que reciben los veteranos es transferible a aquellos que prestan servicios de cuidados.
Los economistas y los cientistas sociales discrepan fuertemente de las causas precisas y los perfiles de los males que las familias enfrentan en la actualidad. Baste señalar que las revoluciones sexuales y tecnológicas de la última mitad de siglo han sido igual de desestabilizadoras, si no más, que la revolución industrial a la que el maternalismo del siglo XIX respondió tan exitosamente. Aunque las loas al “amor de madre” y al “pensamiento de madre” probablemente no contribuyan a una narrativa política convincente necesaria para movilizar las bases hoy en día, renovar el honor nacional y el apoyo material a madres y padres ―en gran parte del mismo modo en que honramos y apoyamos a nuestros veteranos, y por las mismas razones― debe volverse una prioridad nacional. Puesto que son las mujeres y los hombres que proveen las condiciones previas para todo beneficio social, económico y político ―a menudo, a costa de un gran sacrificio personal―, es su justa retribución. Tal como sucedía a mediados del siglo XIX, las madres dedicadas (y ahora también los padres) deberían “ser valorados y reconocidos con honor”, pues la nación les “debe”, por lo menos, nuestra gratitud. E incluso más.
Traducción de Claudia Amengual