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CajaEste es el segundo pensamiento de esta noche: Cristo encarna toda la historia de la salvación. Le habla dicho Cristo a la samaritana: «Y llega el tiempo en que ni en Jerusalén ni en este monte se ha de adorar a Dios porque Dios busca adoradores en espíritu y en verdad» (Jn 4:23). Habla dicho Cristo en estos días y había sido una de las acusaciones más graves en el tribunal de esta noche ante el Sanedrín. «Ha dicho que va a destruir el templo y que lo va a reedificar en tres días» (Mt 26:61). Y el evangelio aclara: lo que había dicho es destruir este templo que era su cuerpo porque su cuerpo era el templo donde se daba cita la alianza, la victoria de Dios, la libertad del pueblo de Israel (Jn 2:21). Él era templo, víctima, sacerdote, altar. Él es todo para la redención.
En Cristo Nuestro Señor se encarna toda la gratitud del pueblo israelita a su Dios que lo ha liberado. En Cristo Nuestro Señor se encarna toda la esperanza patriótica de Israel, toda la esperanza de los hombres. Cristo Nuestro Señor siente esta noche que Él es el cordero que quita los pecados del mundo (Jn 1:29), que es su sangre la que va a marcar de libertad el corazón del hombre que quiera ser verdaderamente libre. Él es el sacerdote que eleva ya desde esta noche, la adoración al Padre y trae del Padre el perdón, las bendiciones a su pueblo.
Mañana, Viernes Santo, cuando el tormento de Cristo culmine con su crucifixión en la cruz, ya queda aquí desde esta víspera, desde esta noche, el memorial de esa pasión. Cristo muriendo en la cruz, es el cordero cuya sangre marcando los corazones de quienes creen en él, serán libres, no padecerán los tormentos del pecado. Él es el que viene a quitar el pecado del mundo, el que viene a llenar de esperanza los corazones. ¡Dichosos, hermanos, los cristianos en esta noche, cuando celebramos en esta catedral, lo mismo que en las iglesias parroquiales, en las ermitas, en las comunidades de toda nuestra Arquidiócesis, la cena con el Señor! Hoy formamos parte de su familia israelita para matar el cordero que es el mismo y comer su carne que es nuestra comunión: "Tomad y comed, esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros. Tomad y bebed, este es el cáliz de mi sangre que se derrama por vosotros para perdón de los pecados" (Lc 22:19-20).
23 de marzo de 1978
«¡El siervo de Dios, como un cordero llevado al matadero, cargó sobre sus espaldas las iniquidades de todos los hombres! ¡Y lo vimos y no parecía cara de hombre, era horroroso, se volvía el rostro al mirarlo, daba asco, daba miedo, un matado como no ha habido otro matado, un torturado que ha superado todas las torturas, una humillación hasta el abismo!» (Is 52: 2-4, 7). El profeta Isaías por inspiración de Dios nos anticipa, siete siglos antes, lo que está sucediendo esta tarde: la humillación del Cordero.
Son palabras inigualables. Por eso decía que más que hablar, es necesario amar, meditar, mirar, así sea necesario hasta con repugnancia el rostro como ha quedado de Cristo, como un gusano que se revuelca en el polvo de la tierra, entre salivazos y sangre; entre dolores inauditos, verdaderamente un deshecho de la humanidad. No se puede describir, hermanos, es necesario que cada uno, este Viernes Santo, vea con los ojos del alma esa víctima cómo la han dejado nuestros pecados. Porque Cristo no padece por culpa suya, Cristo se ha hecho responsable de los pecados de todos nosotros. El que quiera medir la gravedad de sus pecados, mire a Cristo crucificado y diga con lógica: ¡así lo he dejado yo! yo lo he matado por limpiarme de mis suciedades, él se hizo sucio por limpiarme de mis abominaciones, él se ha hecho abominable hasta la palabra que parece una blasfemia, pero lo dice la Sagrada Escritura: «El que no tenía pecado, por nosotros se hizo pecado, maldición, castigo de Dios» (2 Co 5:21; Gál 3:13). Eso es Cristo, el pararrayo de la humanidad, allí descargaron todos los rayos de la ira divina para librarnos a nosotros, que éramos los que teníamos que sucumbir porque hemos puesto la causa de la maldición cada vez que hemos cometido un pecado.
24 de marzo de 1978