Esta es una noche de triunfo, una noche de victoria. Pero no una victoria que deja aplastados en el odio, en la sangre, a los enemigos. Las victorias que se amasan con sangre son odiosas; las victorias que se logran a fuerza bruta, son animales; la victoria que triunfa es la de la fe, la victoria de Cristo que no vino a ser servido sino a servir (Mt 20:28). Y el triunfo de su amor es este triunfo pacífico, el triunfo de la muerte no fue definitivo, es el triunfo de la vida sobre la muerte, el triunfo de la paz, el triunfo de la alegría, el triunfo de los aleluyas, el triunfo de la resurrección del Señor.
Pero en este triunfo, hermanos, vuelvo a repetir, hay dos aspectos, dos fases; no lo olvidemos. Una fase que ya se coronó de absoluta victoria y es Cristo, su persona. Sí, ya es el rey de la vida y de la eternidad. San Pablo nos acaba de decir: «¡Ha resucitado y la muerte no lo vencerá más!» (Rm 6:9). En Él la redención ha llegado a la cumbre- pero en nosotros. Esta noche, los cristianos que vamos a renovar nuestro bautismo sabemos que para nosotros la victoria todavía tiene un compás de espera, todavía pasea sobre el mundo su bandera el sufrimiento, la muerte, el dolor, el pecado. No es que la muerte y la resurrección de Cristo hayan sido fracasadas por la maldad de los hombres; lo que pasa es que esta es la hora de la Iglesia. Desde la resurrección de Cristo hasta su segunda venida, ¿cuántos siglos transcurrirán? No lo sabemos, pero si sabemos que con la resurrección de Cristo se ha rubricado ya el pacto de victoria sobre el pecado, sobre el infierno, sobre la muerte; y que Dios le ha encomendado a su iglesia la administración de su victoria en el corazón de cada hombre. De allí este trabajo tan tremendo de la evangelización, el trabajo de la reconciliación de los hombres con Dios, el trabajo de llevar la sangre de Cristo a todos los corazones, el trabajo de sembrar el amor del Señor sobre todos los odios, el trabajo de sembrar paz en los pueblos, justicia en las relaciones humanas, respeto a los derechos de los hombres que santificó la redención del Señor.
Mientras no resucitó Cristo, había en la mente de los discípulos como la ausencia de una clave. No se podía explicar la conducta, la doctrina, los milagros, todas las maravillas del Redentor, si no hubiera sucedido la Resurrección. Todo es un misterio en Cristo, mientras no llega lo que Él estaba anunciando continuamente: «Ya llega mi hora» (Jn 17:1). ¿Por qué lo dirá? El Hijo del hombre será entregado, lo van a ultrajar y lo van a crucificar, y al tercer día resucitará (Mc 9:31). Pero eran palabras, no comprendían cómo un Hijo de Dios, hecho hombre, tuviera que ser tan humillado. Habría muchas crisis en la fe de los discípulos mientras no sucedió esta gran manifestación.
Es necesaria una redención sólo a la luz de Cristo que muere, y, aún entonces, el misterio se torna más oscuro cuando. Cristo queda muerto en la Cruz. ¡Así terminan los justos! Vale la pena ser bueno para acabar crucificado.
¿Es necesario ser tan pasivo, que no se tenga la fuerza de la violencia para derribar todas las injusticias del mundo con las fuerzas de las armas? ¿No podía Dios mandar un ejército de ángeles y acabar con todos los perseguidores de Jesús y de su Iglesia? Esta es la mente mezquina de los hombres. Los que quieren arreglar la situación del mundo a fuerza de violencia debían de reflexionar como Juan en la tumba de Cristo resucitado y, ahora, comprender; ahora, cuando ha resucitado; ahora, cuando todos los enemigos huyen despavoridos; ahora, cuando los que quisieron callar la voz de la resurrección diciendo: vamos a decir que «mientras ustedes dormían, se lo robaron». Pero ¿quién puede tapar el sol con un dedo? La resurrección es un sol que ya refulge.
Cuando tenemos fe y esperanza en ese Cristo que ha de volver, en ese más allá que está después de nuestros fracasos y de nuestra muerte y de nuestras dificultades, mientras tengamos presente ese horizonte, es la Iglesia de la Pascua, la Iglesia de la esperanza. Y el evangelio nos dice también este sentido escatológico: ¡necios, insensatos! ¿Qué no convenía padecer todo eso y después entrar en la gloria? (Lc 24:25-26). Hay que padecer y no deben de asustamos ni escandalizamos los dolores, los fracasos inesperados. Cuántas veces oímos llorar junto a un ser querido a la familia, casi blasfemando: «si Dios ama, ¿por qué me lo quitó?». Dios te ama y por eso te lo quitó porque ya te lo adelanta y allá te quiere encontrar con él. Y el que lucha por la liberación y ve que fracasan sus esfuerzos, le viene la tentación: «esto no se arregla con esperanza cristiana, hay que coger la violencia». ¡Mentira, Dios es paciente porque es eterno, espera con Él el cielo definitivo, el triunfo definitivo, la verdadera pascua!