«Di la vuelta y me alejé de allí. No quería que mis hijos vieran esa imagen«. Mis amigos hablaban de un reciente viaje familiar a El Salvador, que había coincidido con Semana Santa. En la calle, se cruzaron con una procesión que cargaba una figura de Jesús, ya desenclavado de la cruz, bañada en pintura roja.
Como sabía que mis amigos eran agnósticos y probablemente desconocían el relato de la Pascua, creí necesario aclarar que, en efecto, la muerte de Jesús había sido un hecho sangriento y que las iglesias en todo el mundo rememoran su sufrimiento de diferente manera. Estuvieron de acuerdo con mi comentario, pero la pregunta seguía en pie: ¿cómo explicarles semejante escena a los niños?
Imaginé lo que aquella procesión debió significar para mi amiga: una representación cruenta de un hecho cuya existencia ella ponía en duda. Ordenar mis ideas de forma coherente cuando más lo necesito nunca ha sido mi fuerte, pero aun así intenté dar una respuesta.
Admití que no sabía cómo les explicaría esa escena a mis hijos; seguramente, dependería de las preguntas que hicieran. La figura de un cuerpo sangrante, sin duda, impresionaría a cualquier niña o niño que ha tenido la bendición de nacer en un hogar seguro, pero cómo saber a qué edad están preparados para lamentar la muerte injusta de víctimas inocentes en El Salvador, en Siria o en un monte en las afueras de Jerusalén. En algún momento –agregué–, mis hijos, que nunca han estado expuestos a violencia real ni de ficción, tienen que saber que en el mundo mueren personas inocentes todos los días. Mi esposo y yo tratamos de hablarles acerca del sufrimiento de tal manera que tengan conciencia de que existe sin llegar a sentirse agobiados. Pero la escena en la procesión tiene una dimensión más profunda, porque nosotros creemos que Jesús es real, que verdaderamente vivió y murió, y que esa historia es la mayor verdad que podemos legarles a nuestros hijos.
La conversación llegó a su fin porque precisamente uno de mis hijos irrumpió en el lugar, dando claras señales de que necesitaba una siesta. Esa noche, mientras lo arropaba en su cama y él iba nombrando todas las personas que quería poner bajo el cuidado de Dios, me di cuenta de que recién entonces cobraba forma en mi pensamiento mucho de lo que tendría que haber dicho.
Cuando niña, el relato de la Pascua me impactó profundamente.
Recuerdo el silencio solemne de los adultos a mi alrededor, según la antigua tradición de nuestra comunidad de guardar el Viernes Santo como día de silencio y quietud.
Recuerdo estar parada frente a una enorme lámina de La Crucifixión, de Matthias Grünewald, y sentir que mis propias manos se contraían viendo aquellas manos clavadas a la cruz, crispadas en la agonía.
Si no conocemos el dolor, cómo podrá Jesús resucitado preguntarnos «¿Por qué lloran?».
Recuerdo el llanto desgarrador de los violines en los primeros acordes de la Pasión según San Mateo. Y recuerdo estremecerme en cada momento del vía crucis al cantar el espiritual «¿Estabas tú allí cuando crucificaron al Señor?». La versión que nosotros cantamos llega hasta la tumba, y allí se detiene.
Para los niños y niñas que aún no llegan a comprender la historia en toda su magnitud, las tradiciones de Viernes Santo no son gestos vacíos, sino que quedan grabadas en su corazón como símbolos hasta que, llegado un momento, se vuelven reales. La primera vez que conscientemente lastimamos a alguien, mentimos, traicionamos o rechazamos el amor, cobran vida las pautas que hasta ese momento estaban en el plano simbólico, y reconocemos su verdad, que estaba presente aún antes de que supiéramos que la necesitábamos. Ante la tentación de reaccionar con violencia, de eludir responsabilidades o culpar a otro, se nos ofrece, en cambio, la posibilidad de detenernos; callar, llorar, temblar y reconocer, en ese instante, por qué necesitamos a Jesús; su muerte y su vida.
Si no conocemos el dolor, cómo podrá Jesús resucitado preguntarnos «¿Por qué lloran?». Aquel amanecer, aquella tumba vacía carecerían por completo de significado si antes no se ha experimentado la oscuridad y la muerte.
El amanecer de Pascua viene acompañado de una tradición. El Domingo de Resurrección, justo antes de la salida del sol, nuestra comunidad se reúne en lo alto de una colina. Encendemos una fogata y aguardamos el momento en que el sol asoma sobre las montañas. Una luz dorada envuelve el valle a medida que el sol ilumina las laderas escarpadas de Shawangunk y, más allá, las montañas Catskill. En ese momento comienzan los cánticos. Al unir nuestras voces para celebrar este día de Pascua, veo a mis hijos mirando la salida del sol y pienso: «Un día sentirán este amanecer en su corazón, cuando por primera vez experimenten el perdón y comprendan que por esta resurrección también ustedes pueden ser hechos nuevas personas».
Fotografía cortesía del Archivo del Bruderhof