“Toda religión humana está en oposición al evangelio. Es una ascensión hacia el Dios eterno y perfecto. Arriba, arriba—eso es su llamado. Dios está en las alturas y nosotros aquí abajo; y ahora vamos a elevarnos por medio de nuestros esfuerzos morales, espirituales y religiosos, fuera de las profundidades terrenales y humanas, hasta las alturas divinas.”
“Alturas divinas”—sí, allí la mayoría de nosotros quiere estar: esa esfera dichosa donde todo está bien y puro y bueno y santo, donde se nos quita todo lo que nos agobia y abruma. ¿No es eso de lo que se tratan la religión y la espiritualidad: encontrar a Dios y nuestro destino eterno más allá de la prisión del tiempo y sufrimiento efímeros? ¿No anhelamos todos ser apoderados por lo infinito, absoluto y perfecto—observar lo verdadero, bueno y bello, desinhibidos en paz y gloria?
Puede ser que añoremos el paraíso. Pero el evangelio, las buenas nuevas en Cristo, son que Dios vive en otro lugar. El Dios vivo y verdadero, el en quien vivimos y movemos y existimos, mora y reina en las oscuras profundidades de nuestra existencia, aquí y ahora.
La grandeza de la majestad de Dios, no está en el terreno de lo eterno. Dios es Emmanuel, “Dios con nosotros”, y aún más, ¡él es uno de nosotros! El Verbo se hizo carne, y en la carne se revela la gloria de Dios (Jn 1:14). Tal gloria, en su pequeñez incomprensible, sobrepasa nuestro entendimiento. Según escribe el apóstol Juan, los suyos no lo reconocieron ni lo recibieron.
No es de extrañar que cambiemos tan fácilmente el misterio de la encarnación por la navidad. Anhelamos los ritos familiares de alegría navideña y sus visiones de magia confeccionada, a pesar de saber en el fondo que se basan en una ficción. Queremos ser reconfortados y alentados, no escandalizados como José ni sorprendidos como María, los pastores y Herodes. No queremos sentir, como escribió Bonhoeffer, “el escalofrío de temor que la venida de Dios debería despertar en nosotros.”
Cuando esquivamos la encarnación, corremos el riesgo de reprimir nuestro sentido de quién es Dios. No captamos, en las palabras de J. B. Phillips, “la impresionante humildad de Dios”—“el asombro, casi un sentido de miedo, de lo que Dios ha hecho.”
Y, ¿qué ha hecho Dios? “Se anonadó a sí mismo,” dice Pablo (Flp 2:7, RVA). Dios se ha zambullido abajo hasta entrar en su creación caída para redimirla, reventando nuestras ideas preconcebidas de lo divino. Él descendió a nuestra oscuridad, no para echar un chispeo de luz por aquí y por allí, sino para iluminar plenamente nuestra existencia carnal y transformarla. Él asume nuestra carne pecaminosa para vencerla (Heb 2:14-18).
Eso es aterrador. Aquel en quien todas las cosas se integran (Col 1:17) se hizo vulnerable y se lanzó a los brazos de su creación descarriada, para salvarla. Él vino para mostrarnos que lo que más deseamos y necesitamos no es una vida autosuficiente y sin preocupaciones, sino mejor un camino de amor humilde.
El día en que mi padre me llevó aparte a su habitación y me dijo que mi hermana de quince años había salido de la casa para vivir en otra parte—ese día yo me di cuenta del amor de mi padre. Hasta entonces, papá había sido sobrehumano, de alguna manera. Él tenía todo bajo control, y todas las respuestas. Pero mientras él intentó con dificultad decirme por qué mi hermanita había salido, cómo ella había quebrantado toda confianza; sus ojos se llenaron de lágrimas de impotencia. En aquel momento, por la primera vez, papá entró en mi vida—en mi mundo confuso, desconcertante y cargado que es la adolescencia. Y por la primera vez yo conocí el amor de mi padre, no solo para mí, sino para cada uno de nosotros en la familia. Él y yo—ahora éramos iguales. Entonces yo vi, así como nunca había antes, el hombre que era. Y fui cambiado. Al confiarme su pena, yo también me había convertido en hombre, por estar inundado con amor.
Nuestro mundo no valora la vulnerabilidad. La necesidad se rechaza como la incapacidad, la amabilidad se descarta como inútil. Queremos un Dios que es todopoderoso e invencible, un Dios que destruye el mal en un instante y resuelve todo al mover la mano. Queremos un Dios que nos despierte de nuestras pesadillas y nos lleve a un mundo libre de problemas.
Por eso la humildad de Dios no solo nos asusta, sino también nos ofende. Preferimos el tipo de Dios a quien podemos elevarnos y en quien podemos gloriarnos. No queremos admitir que nuestros esfuerzos para alcanzarle no sólo son vanos, sino indignos. La descendencia de Dios implica que no podemos subir a él, ¡es él quien baja a nosotros! Solo él cierra la brecha entre lo que es y lo que debería ser, y nos muestra esto no con una demostración de poder, sino por el camino vergonzoso de descender.
No solo resistimos los caminos mendicantes de Dios, sino también preferimos ignorarlos en nuestras vidas cotidianas. La sabiduría de nuestro mundo elogia el éxito, la independencia financiera, y el estatus. La vida buena, nos dicen, significa tenerlo todo junto, ascender, estar en el primer lugar, sobresalir del montón. No obstante, conocer a Dios significa totalmente lo contrario. Debemos tener “este sentir que hubo también en Cristo Jesús” (Flp 2:5, RVA), que significa estar dispuestos a bajar con él.
Conocer el Dios encarnado implica vernos a nosotros mismos como realmente somos: atrapados en el pecado y encerrados en los castillos solitarios construidos de nuestro propio orgullo. Implica reconocer nuestra propia complicidad en los infiernos en dónde nos encontramos, y los que hemos creado en la tierra. Y aún más, implica esforzarnos en nombre de los pobres, aquellos que existen en la margen de la sociedad y desahuciados. Implica renunciar la seguridad de nuestras vidas, y entrar en el dolor de los desesperados. “¿Acaso no es esto conocerme?—afirma el Señor — ¿Defender la causa del pobre y del necesitado?” (Jer 22:16).
La encarnación, desde el pesebre hasta la cruz, es completamente lo opuesto de nuestros deseos. Desafía nuestra lógica y expone nuestra santurronería y quebrantamiento. Revela cuán obsesionados estamos con nosotros mismos. Sabemos en el corazón que nuestro final merecido es el infierno, exilio del Jardín. Pero las buenas nuevas son que esto es precisamente donde Dios nos encuentra. Dios mora en los lugares desolados de nuestras vidas. Su propósito es vencer cada infierno, no por fuerza externa de su voluntad sino desde lo interior, por medio del amor.
Profundidades divinas. Hacia abajo. He aquí nuestra esperanza. “Cuando llegue el momento de Dios,” dice Christoph Blumhardt, “grandes cambios suceden. No sólo se asustan los pastores de este mundo, sino el mundo entero—y entonces, somos llevados a algo nuevo.”
Dondequiera que estemos y quienquiera que seamos, no importa el infierno en que nos encontremos, Cristo desciende a nosotros, y nos llama a descender junto con él. En este camino hacia abajo, descubriremos no sólo la profundidad del amor de Dios sino también—en el mismo momento—su altura divina.