Cuando los reyes magos viajaron desde el Este, se dirigieron hacia Jerusalén, la capital, y preguntaron: “¿Dónde está el que ha nacido rey de los judíos?” Hoy en día los “sabios” cometen el mismo error, al dirigirse al poder temporal para resolver los problemas del mundo. Otros acuden a catedrales maravillosas y siguen caminos espirituales, que parecen mejores y más ingeniosos que todo lo relacionado con el nacimiento de Cristo.

Esta información está mal orientada; se enfoca en el cómo en vez del porqué. Nos abrumamos con facilidad con preocupaciones cotidianas: cómo realizar todos los deberes que tenemos a cargo; cómo vamos a poder agendar el año que viene; cómo tendremos la fuerza para cubrir nuestras necesidades económicas y, además, las de nuestro alrededor. Sin embargo, por importantes que sean esas inquietudes, es aún más esencial recordar la antigua cuestión del porqué. Una vez que captemos por qué Cristo vino a la tierra, por qué nació como un niño indefenso en un pesebre y por qué vivió toda la vida al margen de la sociedad; solo entonces podremos responder el cómo: ¿Cómo podemos encontrar a Dios de nuevo?; ¿cómo podemos experimentar la paz en la tierra?

Daniel Bonnell, Annunciation, mixed media on grocery bag paper, 2004. Used by permission.

Somos seres humanos limitados y así no podemos vivir en un sentido perpetuo de expectación, ni tampoco en un Adviento continuo. Nos distraen muchas cosas. La intensidad de nuestra consciencia espiritual aumenta y luego disminuye. Los altibajos emocionales nos son naturales y algunos los experimentamos más extremos que otros. Sin duda, no hay que desanimarnos al respecto. Pero deberíamos tener cuidado de no enfocarnos en las emociones religiosas; es un error pensar que son trabajo del Espíritu Santo. Más bien, son inestables y pueden incluso interferir en nuestra comunión con Dios.

Es importante saber por qué fue necesario que Cristo viniera a la tierra. Dios vino a ayudarnos porque solos no podremos redimirnos, ni recuperar nuestra comunión con Dios, ya que no es suficiente con el mero esfuerzo de nuestras almas, ni a través de nuestras propias emociones, incluso las más nobles y sublimes.

La experiencia espiritual, sea de fe, esperanza o amor, no es nada que podamos fabricar; solo podemos recibirla.

La expectativa verdadera —la espera que es genuina y desde el corazón— se realiza por la llegada del Espíritu Santo, cuando Dios viene a nosotros; no es resultado de nuestros propios esfuerzos. La profundidad espiritual, si esa es genuina, es obra de Dios descendiendo y penetrando hasta el fondo de nuestros corazones y no del ascenso de nuestras propias almas. Ninguna escalera mística puede encontrar, descubrir o poseer a Dios. La fe es un poder que nos es dado; no es nuestra capacidad o voluntad de creer. En la venida de su espíritu, Dios nos da la experiencia espiritual, que es realmente genuina, y eso pasa solo si entregamos nuestra vida entera a expresar activamente su voluntad.

Para decirlo directamente, la experiencia espiritual, sea de fe, esperanza o amor, no es nada que podamos fabricar; solo podemos recibirla. Si dedicamos nuestras vidas a buscarla por nosotros mismos, la perderemos, pero si empleamos la vida viviendo el camino de Cristo en la cotidianidad, la encontraremos…

Este modelo, de abandonar por completo la fuerza humana y entregarse totalmente a la voluntad de Dios, es esencial para nosotros, tanto en nuestras actividades de subsistencia como en las espirituales. En su entrega de sí misma a Dios, María se volvió madre de Cristo; y así, el evento más decisivo de la humanidad tuvo lugar porque ella aceptó el mensaje de Gabriel. En nuestras vidas diarias, en nuestro esfuerzo por hacer el bien, lo decisivo es que aceptemos, que nos dejemos guiar y nos entreguemos a una fuerza que nos es ajena: la luz brillante del amor de Dios…

Aunque seamos tentados a esforzarnos y apurarnos en nuestra búsqueda de Dios, el deseo de ascender hacia él no es más que la satisfacción egoísta y el auto engrandecimiento. Cristo tomó el camino humilde. Su proceder fue el abandono. No solo descendió desde la presencia de Dios, sino que además llegó como un niño en condiciones paupérrimas. Nosotros simples peregrinos no subimos hasta una ciudad celestial; más bien, el niño Jesús nace en la pobreza de nuestros corazones.

En suma, el sentido del Adviento y la Navidad es el descenso del amor de Dios. Solo este amor puede revolucionar nuestras vidas. Solo el amor de Dios, y no la elevación de almas humanas, puede efectuar la transformación del mundo. Aquellos que lamentan la impotencia de sus esfuerzos reciben consuelo en el amor de Dios. Los que se someten a su voluntad y son obedientes a ella, se llenan del amor de Dios, no como un premio que se gana después de la muerte, sino como redimidos que viven aquí en la tierra.


Para más escritos de Philip Britts (en inglés), consulta: Water at the Roots: Poems and Insights of a Visionary Farmer.