Las pinturas sobre la crucifixión de Jesús a menudo son suavizadas. Su cuerpo blanco e intacto aparece suspendido con delicadeza por unos pocos clavos de una cruz pulcra y bien construida. Los estudiosos de la Biblia a menudo se sorprenden al enterarse de los detalles horrendos de ese modo de ejecución, incluyendo las humillaciones adicionales que Jesús recibió en Semana Santa. Los cuatro evangelios pintan la escena como la reunión de los resentidos nacionales, locales y personales: ejército extranjero de ocupación, líderes religiosos locales y un discípulo traidor que se vale del sanador y profeta galileo como una válvula de escape a la sed de sangre. Sin duda, ese señalamiento acusatorio ha permanecido por casi dos mil años. Poncio Pilato intentó lavarse las manos de la Muerte, pero la pregunta acerca de quién mató a Jesús solo puede ser respondida con el reconocimiento de que todos lo hicieron, judíos y gentiles, los amigos de Jesús y sus enemigos.
El grito afligido de las madres no es una oración marchita de victimismo, sino un reconocimiento esperanzado en su capacidad para ayudar a traer la paz de Dios a su familia, su vecindario y su nación.
La tendencia demasiado humana de perpetuar la violencia acabó por matar a Jesús. Pero cuando un discípulo leal tomó una espada para defender a su maestro contra la policía que venía a arrestarlo, Jesús se desprendió completamente de esta tendencia demasiado humana: “Guarda tu espada; porque los que a hierro matan, a hierro mueren” (Mt 26:52). Y, una vez más: “Mi reino no es de este mundo. Si lo fuera, mis propios guardias pelearían para impedir que los judíos me arrestaran. Pero mi reino no es de este mundo” (Jn 18:36).
La reacción del discípulo puede ser perfectamente justificada. Hoy le decimos “Stand Your Ground”, es decir, “Defiende tu posición”.
Un individuo que no se ha comprometido o no está comprometido en la comisión de un delito al momento en que ella o él se valga de la fuerza letal contra otro individuo en cualquier parte, él o ella tiene el derecho legal de no retroceder si… el individuo honesta y razonablemente cree que el uso de la fuerza letal es necesario para evitar la muerte inminente o el daño físico inminente suyo o de otro individuo (Ley de defensa propia de Michigan, 2006).
“Defiende tu posición” fue el lema de ese discípulo esa noche en el huerto de Getsemaní. El rechazo de Jesús hacia la reacción violenta y su posterior sanación de la oreja del soldado que lo estaba arrestando borraron la distinción entre la agresión y la defensa propia. Violencia es violencia, sin importar quién empuñe el arma.
Después de rechazar las armas y las justificaciones para la defensa propia que ofrece el mundo, Jesús cargó su cruz hasta el Gólgota, el lugar de la calavera. La crucifixión se volvió la demostración suprema de los imperativos éticos de Jesús, “amen a sus enemigos” (Mt 5:44) y “no resistan a los que les hagan mal” (Mt 5:39). Sin embargo, por noble que sea morir por tales principios, es un aspecto de la historia que siempre me rompe el corazón: que la muerte de Jesús fue presenciada, no solo por sus asesinos y por aquellos para quienes las ejecuciones eran una rutina, sino por su propia madre. Probablemente, solo una madre puede comprender la profundidad del duelo de María al pie de la cruz. Tal como lo muestra la traducción al inglés de Edward Caswall de Stabat Mater dolorosa: “De ella el corazón, que con él la pena compartía, y cuya amarga angustia sentía, la espada atravesó”. Hoy, esa misma espada atraviesa el corazón de las madres separadas de sus bebés en la frontera sur de Estados Unidos y que aún esperan reunirse con ellos. Atraviesa el corazón de las madres en Yemen cuyos bebés mueren por desnutrición y cólera. Es una estocada al corazón de las madres refugiadas cuyos bebés ahogados son arrojados por el mar a la orilla de las playas de Grecia y Turquía. Las madres de nuestro mundo comprenden el dolor de María mientras observa con impotencia la ejecución de su hijo, cómo su sangre gotea sobre las piedras y el polvo, y sabe que tanto su condena como su tortura fueron injustas e inmerecidas.
Pero Nuestra Señora de los Dolores no se convirtió en Nuestra Señora Radicalizada de la Venganza. Ella no tomó la espada de su corazón y con ella apuntó a los romanos ―que estaban ocupando su patria― ni a la jerarquía religiosa que conspiró para el asesinato. Esto no significa que María haya permanecido para siempre en su pena, destinada a volverse otra víctima del crimen contra su hijo. Se volvió un pilar de la Iglesia cristiana primitiva, presente en Pentecostés y constantemente dedicada a la oración (ver He 1:14). Buscar venganza deshonraría la misión de su hijo. En lugar de eso, la continuó, haciendo de su vida un “amén” a la última oración de Jesús: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23:34). Al igual que su hijo, ella rechazaba la reacción humana que implica “ojo por ojo, diente por diente”.
En un sentido cósmico, la muerte de Jesús rompió el interminable ciclo de violencia humana.
Los israelitas esperaban un mesías insurrecto que terminara con la ocupación romana y les devolviera su independencia nacional. En su lugar, se encontraron con un hacedor de milagros proveniente de la costa quien preparaba para un reino “no de este mundo” y ordenaba a sus seguidores a “guardar la espada en su sitio”. No se trataba de otro conjunto de lugares comunes agotados; se trataba de los principios revolucionarios por los cuales murió. En un sentido cósmico, la muerte de Jesús rompió el interminable ciclo de violencia humana.
Martin Luther King declaró una vez: “Devolver odio por odio no hace más que intensificar la existencia del mal en el universo. Alguien debe tener la sensatez y la religiosidad suficientes para cortar la cadena del odio y el mal, y esto solo puede hacerse a través del amor… A menudo el amor es crucificado y enterrado en una tumba, pero a largo plazo resucita y redime incluso aquello que lo crucifica”. Podríamos añadir que a menudo el amor solloza en la escena de la crucifixión y unge el cuerpo para ser llevado a una tumba nueva e inesperada. Tal como Jesús culminó un ciclo cósmico de violencia, María es, como Mairead Corrigan Maguire dice, “la madre de la no violencia”, su presencia en la crucifixión y el posterior rol en la Iglesia naciente, “un poderoso símbolo de amor no violento”.
Las madres de nuestro mundo encarnan mucho de este amor, incluso cuando a sus hijos se les niega asistencia sanitaria, justicia, educación y recursos. ¿Dónde están los ejércitos de madres ofendidas que van por ahí perpetuando la violencia del “ojo por ojo”? ¿Hay alguna madre que niegue la vida al hijo de otra madre porque el suyo está sufriendo o ha sido asesinado? Al igual que María, ellas soportan al pie de la cruz las escenas de muerte, injusticia y humillación. Pero al igual que la Madre Dolorosa, no aceptan pasivamente ese maltrato. El dolor es un impulso para la acción virtuosa. Comparten de un modo creativo y evidente el amor de María a través de sus soluciones no violentas que buscan aplacar el conflicto. Su grito “Danos paz en nuestro tiempo, oh, Señor” no es una oración marchita de victimismo, sino un reconocimiento esperanzado en su capacidad para ayudar a traer la paz de Dios a su familia, su vecindario y su nación.
Traducción de Claudia Amengual