Esta lectura devocional proviene de El testimonio de la iglesia primitiva.
El nuevo orden de Dios puede irrumpir con todo su esplendor solo después de un juicio cataclísmico. La muerte debe venir antes de la resurrección del cuerpo. La promesa de un milenio futuro está ligada a la profecía del juicio, que atacará la raíz del orden imperante. Todo esto surge del mensaje original transmitido por la misma iglesia primitiva. La tensión es entre el futuro y el presente; Dios y los demonios; la voluntad egoísta y posesiva y la voluntad amorosa y generosa de Dios; entre el orden actual del Estado, que asume el poder y control absoluto mediante presiones económicas, y el reinado venidero de Dios de amor y justicia. La tensión es entre dos fuerzas antagónicas que se provocan mutuamente. La era presente del mundo está condenada, de hecho ¡el Mesías que va a venir ya ha vencido a su líder! Este es un hecho consumado. La iglesia primitiva legó esta revolución suprahistórica a la próxima generación. Jesús resucitó de la muerte, demasiado tarde se dio cuenta el príncipe de la muerte de que su poder había sido quebrado.
Para los creyentes que vivían en la época de la iglesia primitiva y del apóstol Pablo, la cruz era la única y principal proclamación: los cristianos conocían solo un camino, el de ser clavados en la cruz con Cristo. Sentían que solo muriendo la muerte con él, posiblemente podría llevarlos a la resurrección y al reino. Por eso no es de sorprender que Celso, un enemigo de la iglesia, quedó impresionado de la centralidad de la resurrección entre los cristianos. Luciano, un pagano satírico, se sorprendió de que uno colgado en una cruz en Palestina pudiera haber introducido la muerte como un nuevo misterio: morir con él en la cruz era la esencia de su legado. Los primeros cristianos acostumbraban extender sus manos como símbolo de triunfo, imitando los brazos extendidos en la cruz.
Con la certeza de la victoria, los cristianos que se reunían para la cena del Señor, percibían la alarmante pregunta de Satanás y la muerte: «¿Quién es el que nos despoja de nuestro poder? —Ellos respondían con júbilo—: ¡Aquí está Cristo, el crucificado!» Cuando se proclama la muerte de Cristo en esta comida, significa que su resurrección se hace realidad y que la vida se transforma. Su poder victorioso se consuma en su sufrimiento y muerte, en su resurrección de la muerte y su ascensión al trono, y en su segunda venida. Porque lo que Cristo ha hecho lo hace una y otra vez en su iglesia. Su victoria se perfecciona. El diablo —aterrorizado— debe renunciar a su dominio. El dragón de siete cabezas ha sido derrotado y el veneno del mal ha quedado destruido.
Los cristianos conocían solo un camino, el de ser clavados en la cruz con Cristo.
Por eso la iglesia canta la alabanza al que se hizo hombre, que sufrió y murió, resucitó y conquistó el dominio del inframundo cuando descendió hasta el Hades. Él es el «fuerte», «poderoso», «inmortal». Viene en persona a su iglesia, escoltado por las huestes de sus ángeles príncipes. Ahora los cielos están abiertos a los creyentes. Ven y escuchan el coro de ángeles cantores. La continua venida de Cristo a la iglesia en el poder del Espíritu Santo verifica su primera venida histórica y su segunda manifestación futura. Con estremecedor asombro la iglesia experimenta a su Señor y Soberano como un invitado: «¡Ahora ha aparecido entre nosotros!» Algunos lo ven sentado en persona a la mesa para compartir su comida. Celebrar la cena del Señor es, de hecho, un anticipo del futuro banquete en las bodas del Cordero.
El Espíritu ha descendido sobre ellos, y la gracia ha entrado en sus corazones. Su comunión es completa y perfecta. Los poderes del Espíritu de Dios penetran en la iglesia reunida. Se convierten en uno con Cristo, cuando son tomados y llenos por el Espíritu. Ulises, atado al mástil del barco, navegó pasando las sirenas y salió ileso. De igual manera, solo los que se vuelven uno con el crucificado, como si estuvieran atados a su cruz, pueden resistir las tentaciones y pasiones de un mundo sacudido por la tormenta.
Sin embargo, las tribulaciones de todos los héroes griegos no pueden igualarse a la intensidad de esta batalla espiritual. Al unirse al Cristo triunfante, la vida cristiana primitiva se convirtió en la vida de un soldado, seguro de la victoria contra su mayor enemigo en la amarga lucha contra los poderes oscuros de este mundo. Las armas asesinas, amuletos y conjuros mágicos no sirven de nada en esta guerra. El que de verdad cree en el nombre de Jesús, en el poder de su Espíritu, su vida y su victoria, no necesita agua, aceite, incienso, lámparas encendidas, o incluso la señal externa de la cruz para ganar la victoria sobre los poderes demoníacos. Siempre que los creyentes llegaron a la unidad en sus reuniones, especialmente cuando celebraban el bautismo, la cena del Señor y los ágapes (comidas de amor fraternal), el poder de la presencia de Cristo era indiscutible. Los cuerpos enfermos eran sanados, los demonios expulsados, y los pecados perdonados. Las personas tenían asegurada la vida y la resurrección porque eran liberadas de todas sus cargas y se apartaban de sus errores del pasado.
Traducción de Raúl Serradell