El cristianismo desempeñó un papel crucial en el surgimiento del capitalismo moderno, como a Karl Marx le gustaba señalar. Sin embargo, desde Jesús en adelante, la visión del cristianismo sobre la riqueza y la propiedad privada ha sido escéptica, incluso hostil; después de todo, los evangelios enseñan un radicalismo económico que va más allá del propio Marx. En 1542, un zapatero silesiano —encarcelado por el príncipe Felipe de Hesse por ser líder de los anabaptistas comunitarios— escribió a su captor abogando que las escrituras y los credos ecuménicos demandan la propiedad común. De la Confesión de fe de Peter Riedemann:
Todos los creyentes tienen la comunión por medio de lo santo, es decir, en Dios. (1 Jn 1:1–3) Él les ha dado todas las cosas por medio de su hijo, Jesucristo. (Ro 1:16–17) Así como Cristo no tiene nada propio, ya que todo lo que tiene es para nosotros, así también, ningún miembro del cuerpo de Cristo debe poseer ningún don propio o para su exclusivo bien. En cambio, todo debe ser consagrado al cuerpo entero, para todos los miembros. (Fil 2:1–8; 1 Co 12:12–27) Esto es así porque Cristo tampoco trajo sus dones para un individuo u otro, sino para todos, para todo el cuerpo.
La comunidad de bienes se aplica tanto a los dones espirituales como a los materiales. Todos los dones de Dios, no solo los espirituales sino también los temporales, no se han dado para que se guarden, sino para compartir. Por lo tanto, la comunión de los creyentes debe ser visible, no solo en lo espiritual sino también en lo temporal. (Hch 2:42–47; 4:32–37) Pablo dice que una persona no debe tener abundancia mientras otra sufre escasez; en cambio, debe haber igualdad. (2 Co 8:7–15) Esto lo demuestra señalando la ley sobre el maná: el que recogió mucho no tenía nada extra y el que recogió poco no le hacía falta, ya que a cada uno se le daba la cantidad necesaria. (Ex 16:16–18)
Además, la Creación demuestra, todavía hoy, que al principio Dios mandó que las personas no poseyeran nada individualmente, sino que tuvieran todas las cosas en común. (Gen 1:26–29) Sin embargo, al tomar lo que deberían haber dejado y al dejar lo que deberían haber tomado, (Gen 3:2–12) las personas han adquirido posesiones y se han acostumbrado a acumular, y al hacerlo, se han endurecido sus corazones. A través de tal apropiación y recolección de bienes creados, las personas se han alejado tanto de Dios, que se han olvidado que él es su Creador. (Ro 1:18–25) Incluso han erguido y honrado, como dioses, las cosas que habían sido creadas para ser dependientes de ellos. (Sab 13:1–3; 15:14–19) Esa sigue siendo la situación de aquellos que se alejan del orden de Dios y abandonan lo que él ha mandado.
Sin embargo, las cosas creadas que son demasiado altas para que las personas las alcancen y recojan —como el sol, todos los cuerpos celestes, el día, el aire, etcétera—, demuestran que no solo estas, sino todas las cosas creadas, fueron hechas para el gozo de todas las personas. (Gen 1:25–31) Algunas, por ser demasiado grandes o intangibles, imposible de ser sometidas al control humano, han permanecido como bienes comunes, sin que las hayan podido poseer; de lo contrario, los humanos —que se han vuelto tan malvados por tener adquisiciones indebidas— ya habrían tomado posesión indebida de aquellas y las habrían hecho suyas. (Gen 3:2–6; 2 Esd 3:4–7; 7:12–15; Ro 5:12–14)
Por eso, Dios no creó todo lo demás para que fuera posesión privada. Esto se demuestra cuando las personas mueren, ya que deben abandonar toda cosa creada, no pueden llevar consigo nada, ni las cosas altas, ni lo que tenían como propio. (1 Tim 6:6–9) Por esta razón, Cristo cuenta todas las cosas temporales como ajenas a la verdadera naturaleza de las personas y dice: “Si no han sido fieles con la propiedad de otros, ¿quién les confiará la propiedad propia?” (Lc 16:9–13)
Porque lo temporal no es nuestro sino ajeno a nuestra verdadera naturaleza, la ley ordena que nadie codicie las posesiones de otro, (Ex 20:17; Dt 5:21) es decir, que no ponga su corazón en ellas ni las reclame como propias. (Lc 16:11–12) Por lo tanto, quien quiera adherirse inquebrantablemente a Cristo y seguirlo, debe renunciar a adquirir bienes y tener propiedades. (Mt 10:37–39; Mc 8:34–38; Lc 9:23–26) El mismo Cristo dice: “Ninguno de ustedes puede ser mi discípulo si no renuncia a todas sus posesiones”. (Lc 14:33) Quien quiera ser renovado a la semejanza de Dios debe abandonar lo que le aleja de Dios, es decir, no puede aferrarse a los bienes materiales ni acumularlos. De lo contrario, no podrá alcanzar la semejanza de Dios. (Ef 4:20–32; Col 3:1–11) Por eso Cristo dice: “Quien no reciba el reino de Dios como un niño pequeño, no entrará en él”, (Mc10:15; Lc 18:17) y agrega: “A menos que se superen a sí mismos y se conviertan en niños pequeños, no entrarán en el reino de los cielos”. (Mt 18:1–4)
Los apóstoles y las iglesias no tuvieron la culpa de que la comunidad de bienes no se extendiera.
Quien se haya liberado de las cosas creadas puede, entonces, comprender lo verdadero y lo divino. Cuando lo verdadero y lo divino se convierten en el tesoro de alguien, su corazón se dirige hacia ellos, vaciándose de todo lo demás (Lc 12:33–40) y ya no consideran nada como propio, sino como perteneciente a todos los hijos de Dios. (Hch 2:44–45; 4:32–37) Por lo tanto, como todos los creyentes comparten dones espirituales, (1 Jn 1:3) aún más deberían expresar esta unidad en lo material y no codiciar ni reclamar las cosas para sí mismos, porque no son suyas. (Lc 16:11–13) Honrarán a Dios, demostrarán que participan en la comunión de Cristo (1 Co 10:16) y serán renovados a la semejanza de Dios. (Ef 4:22–24; Col 3:1–10) Cuanto más una persona está apegada a la propiedad y reclama la propiedad privada, más lejos está de la comunión de Cristo y de ser a imagen de Dios. (Gen 1:25–27)
Por eso, cuando la iglesia nació, el Espíritu Santo restableció tal comunión de una manera maravillosa. “Nadie dijo que ninguna de las cosas que poseían eran suyas, sino que tenían todas las cosas en común”. (Hch 2:44–45; 4:32–37) Esta amonestación del Espíritu es cierta para nosotros, incluso hoy. En las palabras de Pablo, “que cada uno no mire sus propios intereses sino los intereses de los demás”. En otras palabras, “que cada uno no mire lo que le beneficia a sí mismo, sino lo que beneficia a muchos”. (Fil 2:2–4) Cuando este no es el caso, es una mancha en la iglesia que realmente requiere corrección. Alguien puede decir que esto solo se aplica a lo que sucedió en Jerusalén y que no se practica hoy. En respuesta, decimos que, incluso si solo sucedió en Jerusalén, (Hch 2:38–45; 4:32–37) no por eso se deduce que no deba suceder ahora. Los apóstoles y las iglesias no tuvieron la culpa de que la comunidad de bienes no se extendiera, más bien, faltaban la oportunidad, los medios adecuados y el momento adecuado.
El razonamiento antedicho, por lo tanto, nunca debería ser una razón para dudar. Por el contrario, debería impulsarnos a un esfuerzo mayor y mejor, porque el Señor ahora nos da tanto el momento como la oportunidad. No fue culpa de los apóstoles ni de las iglesias, como lo demuestran sus esfuerzos apasionados. Los apóstoles dirigieron a las personas a la iglesia con gran diligencia y no escatimaron esfuerzos para enseñarles la verdadera entrega, como todas sus epístolas aún lo demuestran hoy. (Fil 2:1–11; Ro 14:7–8)
Los fieles, especialmente los de Macedonia, obedecieron con todo su corazón, como lo atestigua Pablo, diciendo: “Quiero contarles acerca de la gracia dada a las iglesias en Macedonia. Su alegría fue abundante ya que habían sido confirmados a través de mucho sufrimiento y su pobreza, aunque fue muy grande, se desbordó como riquezas en simplicidad. Puedo afirmar que dieron voluntariamente, de acuerdo con sus medios y más allá de sus medios. Nos suplicaron con insistencia que compartiéramos el apoyo de los demás creyentes. En esto superaron nuestras esperanzas, dándose primero al Señor y luego también a nosotros, por la voluntad de Dios”. (2 Co 8:1–5)
Partiendo de este hecho histórico, podemos reconocer que las iglesias inclinaron sus corazones a favor de practicar la comunidad y estaban dispuestas para hacerlo, no solo en lo espiritual sino también en lo material. Deseaban seguir a Cristo, su maestro, asemejarse a él y tener una sola mente con él. (Fil 2:5–8) Él nos precedió de esta manera y nos ordenó seguirlo. (Mt 10:22–25; Lc 14:33)
Traducción de Coretta Thomson