Jacob Wipf y tres hermanos, David, Joseph y Michael Hofer, todos miembros de la colonia huterita Rockport en Dakota del Sur, fueron llamados a la guerra el 25 de mayo de 1918.

Todos estos hombres tenían unos treinta años o menos, con esposas e hijos en casa. Pero cuando la junta de reclutamiento les preguntó si eran los únicos proveedores para sus familias, cada uno de ellos respondió “no”, ya que sabían que su iglesia intervendría para ayudar si eran reclutados. Con esta respuesta, la posibilidad de una excepción casi segura pasó de largo.

Lápida en la colonia Rockport, Dakota del Sur. Cortesía de Bruderhof Historical Archive.

Los cuatro hombres viajaron por caminos de tierra desde su casa comunal hasta la cercana ciudad de Alejandría, donde decenas de sus vecinos se reunieron para una manifestación patriótica a fin de animar a los hombres locales que se dirigían a la guerra. Los cuatro huteritas de la colonia Rockport y su amigo Andrew Wurtz, a quien conocieron en la estación, lucían diferentes a los otros jóvenes. Estaban vestidos de negro y llevaban

barbas, símbolo de su compromiso de vivir el reino pacífico de Dios. Los ministros y familiares de los huteritas les habían ordenado a estos hombres que se presentaran en el campamento cuando fuera necesario, pero que no hicieran nada para contribuir con la guerra. Hacerlo sería desobedecer los mandamientos de Cristo de amar al enemigo y rechazar la violencia.

Entrada al Campamento Lewis, Washington, donde los hermanos Hofer y Jacob Wipf se rehusaron a poner el uniforme militar. Kirtland Cutter, enero de 1918; Cortesía de Fort Lewis Museum.

Tales convicciones generaron más hostilidad que admiración en medio del patriotismo de la nación en tiempos de guerra. Solo unas semanas antes, el Comité de Préstamos Libertad del cercano condado de Hanson había confiscado ilegalmente cien novillos y mil ovejas de un asentamiento huterita cuyos miembros se negaban a comprar bonos de guerra. Y el 25 de mayo de 1918, el mismo día en que los hombres salieron de Dakota del Sur hacia Campamento Lewis en el estado de Washington, el Consejo de Defensa de Dakota del Sur prohibió el uso del alemán, “el idioma enemigo”, en el estado. Los huteritas, que adoraban y enseñaban en alemán, por esta razón llegaron a ser un claro objetivo de la legislación.

Sabiendo todo esto, los hermanos Hofer y Jacob Wipf tenían motivos para desconfiar cuando subieron al tren hacia el Campamento Lewis. En sus mentes, ellos visualizaron su llegada al campo como el momento en que darían testimonio de su fe y de su negativa a servir como soldados. Para el gobierno estadounidense, sin embargo, habían dejado de ser civiles desde el momento en que recibieron sus papeles de reclutamiento. Cuando el tren de quince vagones comenzó a dirigirse hacia el oeste, los cuatro hombres fueron trasladados del vagón Pullman al siguiente. Los reclutas que iban en cada vagón eran hostiles con los huteritas bien conocidos en esta parte del país como pacifistas y hablantes de alemán. El conductor finalmente encontró un pequeño compartimiento donde los hombres podían estar solos.

Más tarde ese día, sin embargo, un grupo de compañeros, quienes conocían a dos de los hombres huteritas, deseaba hablar con ellos, William Danforth y James Albert Montgomery, de su ciudad natal. Los huteritas al principio se negaron a abrir la puerta. Cuando finalmente lo hicieron, los nuevos reclutas irrumpieron hablando de una “peluquería gratis”. Sacaron a la fuerza a los huteritas del vagón, les afeitaron la barba y les cortaron el cabello.

El tren continuó su camino y llegó a Washington. Los reclutas de todo el oeste llegaban al Campamento Lewis, un impresionante campo de entrenamiento de setenta mil acres. El 28 de mayo, los hermanos Hofer y Jacob Wipf entraron en esta ciudad gris donde se entrenaba a decenas de miles de jóvenes, muchos de ellos como soldados de infantería con destino a Europa.

Cuando llegaron al campamento, se les dio órdenes a los reclutas a que se alinearan alfabéticamente para así completar las tarjetas de alistamiento y asignación. Los huteritas se apartaron de la línea, sintiendo que si seguían las órdenes sería alinearse como soldados en el Ejército de los Estados Unidos. Se negaron a llenar las tarjetas, las cuales tenían como título “Declaración del soldado”. Los oficiales intentaron persuadir a los hombres para que siguieran las órdenes, pero fue en vano. El presidente Woodrow Wilson y el secretario de guerra Newton Baker, esperaban que cada hombre hiciera su parte en el esfuerzo bélico, incluidos los objetores de conciencia, quienes podrían ser asignados a tareas de cocina o mantenimiento. Los comandantes del campo parecían estar exasperados por la negativa generalizada a participar de la vida del campo de los huteritas. Los comandantes dijeron que no tenían más remedio que encerrar a los hombres debido a su negativa a obedecer las órdenes. Así que mientras que el Campamento Lewis se preparaba para la guerra, los huteritas permanecieron en la caseta de vigilancia esperando el juicio.

Desde la caseta de vigilancia, David Hofer le escribió a su esposa, Anna:

Si pudieras imaginar en dónde estamos, lejos de casa, de la granja, de la esposa y de los hijos, ni siquiera puedo describir la miseria en la que nos encontramos. Ya hemos sido seriamente desafiados por varias cosas, pero con la ayuda de Dios seguimos siendo fieles a Él y nuestro voto de no abandonar nuestra promesa, aunque nos cueste el cuerpo y vida. . . Porque nuestro querido Salvador dice en Mateo 5: “Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de Dios”. Debo terminar ahora con mi escritura simple y tener cuidado con lo que escribimos, y tampoco podemos escribir muy a menudo, no tanto como quisiéramos. Estamos siendo sometidos a un consejo de guerra y enfrentando una condena de cinco a veinticinco años de cárcel.

Las autoridades acusaron a los huteritas de desobedecer órdenes y, por lo tanto, violar los Artículos de Guerra. En el juicio de la corte marcial, los oficiales relataron sus esfuerzos para persuadir a los hombres para que se alinearan y llenaran los formularios requeridos. Jacob Wipf fue el primer acusado en subir al estrado. Un agricultor inexperto cuya lengua materna era el alemán y que solo tenía una educación primaria, ahora tenía que enfrentarse a un panel de oficiales. El fiscal quería saber exactamente por qué los hombres no servían en las fuerzas armadas bajo ninguna circunstancia.

“¿Estás dispuesto a participar en alguna rama no combatiente del servicio del ejército?” “No; no podemos” dijo el huterita.

“¿Cuáles son tus razones?”, continuó interrogando el fiscal. Respondiendo Wipf dijo: “Bueno, todo esto es por la guerra. Lo único que podemos hacer es trabajar en una granja a favor de los pobres y necesitados de los Estados Unidos”.

El fiscal continuó: “¿Qué quieres decir con pobres y necesitados?” “Bueno, aquellos que no pueden ayudarse a sí mismos”. Dijo Wipf. “¿Eso incluye a los soldados que están lisiados de por vida?” dijo el fiscal. “Si. Son pobres y necesitados. . .” contestó el acusado.

El fiscal siguió con el interrogatorio diciendo: “Por ejemplo, si estuvieras en el servicio del Cuerpo Médico, donde asistirías a los soldados heridos, ¿tu conciencia y las enseñanzas de la iglesia lo permitirían?”

“No podemos hacer eso, porque un soldado irá y peleará de nuevo una vez que esté sano, y eso hace que la guerra continúe, y no podemos hacer eso”. Dijo Wipf.

El fiscal insistió: “¿Y si hubiera soldados heridos, no podrías ayudarlos? No podría ayudarlos porque tendría miedo de que se recuperen y regresen a la guerra; ¿es así?” Wipf continuó contestando: “Bueno, entonces estaría ayudando a la guerra”.

“¿Estarías dispuesto a que el gobierno te coloque en una granja y cultivar trigo para los soldados?” “No”. Insistió el huterita

“¿Tu religión cree en la lucha de algún tipo?”

“No”. Dijo de nuevo Wipf

“¿No pelearías con tus puños?” seguía interrogando el fiscal.

A lo que el acusado contestó: “Bueno, no somos ángeles. Los niños pequeños a veces se pelean y son castigados; pero nuestra religión no permite las peleas”.

“Si un hombre estuviera atacando o agrediendo a tu hermana, ¿pelearías?”

“No pelearía”.

“¿Lo matarías?”, dijo el fiscal.

“No lo haría”, contestó Wipf.

“¿Qué harías?”

“Bueno, en cierto modo, si pudiera alejaría a mi hermana de él, o podría abrazarlo. Si yo fuera suficientemente hombre, haría eso. Si no pudiera, tendría que dejarlo ir. No podemos matar. Eso va estrictamente en contra de nuestra religión”. Explicó Wipf.

Los cuatro hombres fueron declarados culpables de todos los cargos. Su sentencia fue liberación deshonrosa, pérdida de todo salario y prisión. Michael Hofer compartió la noticia con María:

El sábado vinieron y nos anunciaron nuestro castigo, a saber, veinte años de trabajos forzados en la prisión de Alcatraz, California. Solo Dios el Padre celestial sabe lo que aún nos espera. Pero debemos poner nuestra confianza en Él y aceptar con paciencia todo lo que Él permita que nos suceda. Estamos completamente entregados al Señor. Cualquiera que sea la carga que nos dé, también nos proporciona una salida para que podamos soportarla. . . Solo hacemos más difícil nuestra cruz y sufrimiento si nos ponemos tristes. Porque Dios también estará con nosotros allí (es decir, en Alcatraz). Él ha prometido a los suyos que cuando pasen por el fuego, estará junto a ellos para que las llamas no los quemen.

Mientras tanto, Andrew Wurtz, que había sido separado de los hermanos Hofer y Jacob Wipf después de su llegada al Campamento Lewis, enfrentó su propio juicio. Describió las medidas físicas extremas que se aplicaron para persuadirlo de que trabajara: ser sumergido a la fuerza en agua fría, ser empujado a través de tablas del piso para clavarle astillas en la piel y más. Finalmente aceptó trabajar en el jardín del campamento, pero solo, no en compañía de hombres uniformados.

La isla de Alcatraz, “la Roca,” 1902–1905. A diferencia de su reputación posterior, en 1918 Alcatraz se lucía como una institución progresista, por lo menos para aquellos presos que cooperaron con el reglamento. Jack W. Fleming, Golden Gate NRA, Park Archives.

Después de dos meses en el Campamento Lewis, los cuatro hombres partieron hacia Alcatraz. Fueron encadenados en parejas y viajaron escoltados por cuatro tenientes armados, llegando dos días después a la famosa isla de la Bahía de San Francisco. Alcatraz era uno de los tres centros de detención para presos militares, conocido por su gestión progresista. Bajo su comandante, el coronel Garrard, los reclusos, a los que se hace referencia como “discípulos”, disfrutaban de acceso a programas de formación profesional, conciertos de música clásica y una gran biblioteca. Sin embargo, estos beneficios no se extendieron a los cuatro objetores de conciencia.

Al llegar, los cuatro hombres subieron una serie de curvas para llegar al edificio de la prisión en la parte superior de la isla. Una vez dentro, no estaban dispuestos a ponerse el uniforme ni a trabajar.

Los guardias los llevaron por un pasillo de celdas apiladas hasta una escalera que conducía al sótano de la prisión, el calabozo, un lugar de confinamiento solitario conocido como “el agujero”. Cada hombre entraba en una celda bajo un arco de ladrillo inclinado, de dos metros de altura en el punto más alto. Las propias celdas medían seis pies y medio de ancho por dos de profundidad. Estaban fríos y mojados, pero los hombres seguían negándose a ponerse los uniformes que estaban en el suelo junto a ellos. En los primeros días, los hombres recibían medio vaso de agua todos los días, pero no comida.

“El agujero,” en donde los cuatro objectores de consciencia vivieron aislados por turnos de dos semanas a la vez, recibiendo nada más de pan y agua para comer, y fijados con esposas a las rejas de la celda. (Quitaron las rejas años después) www.the-rock.sl/documentation/dungeons-of-alcatraz/

Los hombres estaban encadenados a los barrotes, una mano cruzada sobre la otra. Las cadenas se levantaban de modo que solo los dedos de los pies tocaran el suelo, una técnica llamada “esposas altas” era familiar durante mucho tiempo en la historia de la tortura. David Hofer intentó acercar el cubo del inodoro para poder pararse sobre él y aliviar el dolor en sus brazos. Viviendo en la oscuridad de día y de noche, los hombres recibían visitas periódicas de los guardias, que al parecer llegaban con látigos anudados en las extremidades con las que golpeaban a los hombres. Cuando los guardias sacaron a los hombres después de sus primeros cinco días en confinamiento solitario, los brazos de los prisioneros estaban demasiado hinchados como para para caber en sus chaquetas.

Desde Alcatraz, Joseph Hofer solamente compartió una sensación de dificultad general al escribir a su esposa, María. Como sus hermanos, Joseph omitió detalles de su encarcelamiento solitario; o puede ser que

los funcionarios de la prisión hayan eliminado cualquier detalle desagradable o incriminatorio de las cartas enviadas. Él escribió:

Mi preciosa y querida esposa, sigo en prisión y no sé si nos volveremos a ver. Espero que lo hagamos; pero si no es en este mundo, entonces en ese otro lugar donde nadie nos separará el uno del otro. Pero para llegar allí, debemos despojarnos de todos los deseos de la carne y tomar la cruz sobre nosotros mismos, junto con el odio y las burlas del mundo, y mirar a Jesús nuestro Salvador, a sus apóstoles y a nuestros antepasados. como dice Pablo en Hebreos 12. Porque tenemos una nube de testigos delante de nosotros. Y allí encontrará que todos los que se complacieron con Dios tuvieron que sufrir aflicción. Ahora, mis mejores deseos para ustedes y para todos los que leen esta carta. Amén.

Los hermanos Hofer (o, como se les conocía en Alcatraz: Nº. 15238, 15239 y 15240) y Jacob Wipf (Nº. 15237) pudieron dar muy poca información de los momentos traumáticos de su vida en Alcatraz. En sus cartas no se menciona lo que luego saldría a la luz: dormir sobre cemento húmedo en ropa interior, estar de pie durante horas encadenado, ser golpeado por los guardias.

El Día del Armisticio, el 11 de noviembre de 1918, los residentes de San Francisco se reunieron para celebrar el fin de la guerra con rondas de “Auld Lang Syne”. Tres días después del armisticio, los huteritas fueron trasladados al Fuerte Leavenworth en Kansas, todavía encadenados. Durante el viaje en tren, Michael Hofer escribió su última carta:

Que la gracia y la paz sean contigo. Quiero escribirte que ahora estamos de camino al Fuerte Leavenworth. Sin embargo, no sabemos qué será de nosotros allí. Solo Dios el Todopoderoso sabe si nos volveremos a ver en este mundo, porque vamos de una aflicción a la otra. Rogamos sinceramente a Dios, porque Él nos ha prometido que no se nos cae un solo cabello de la cabeza sin que sea su voluntad. Y si no nos volvemos a ver en este mundo, nos veremos en el próximo mundo.

Joseph, igualmente, escribió su última carta a casa, a María:

Y cuando mires nuestros garabatos, podrás imaginar lo deprimidos que están nuestros espíritus, porque estamos donde las olas rugen y en el momento en que los mares arrojan a los muertos, si tan solo pudieras ver esto de la manera correcta. Todo esto es momentáneo, mi querida esposa. . . Mis mejores saludos para ti y nuestros queridos hijos, padre, madre y todos los hermanos y hermanas en la fe.

La esposa de Michael Hofer envió este dibujo de la manita de su hija. La bebé Mary tenía un año y medio cuando murió su padre.

Los hombres llegaron al Fuerte Leavenworth alrededor de la medianoche del 19 de noviembre. Aunque los relatos de lo que sucedió a continuación difieren, David Hofer describió una marcha por las calles hasta el cuartel y luego una larga espera al aire libre antes de que llegara la ropa de la prisión. Michael y Joseph Hofer se quejaron de un dolor agudo en el pecho poco después de su llegada. Fueron trasladados al hospital. David Hofer y Jacob Wipf fueron puestos nuevamente en confinamiento solitario cuando dijeron que no podían trabajar en el fuerte.

La condición de Michael y Joseph se había deteriorado. David envió un telegrama instando a los miembros de la familia a acudir rápidamente. La familia llegó el 28 de noviembre. Joseph apenas podía comunicarse. Michael no estaba mucho mejor que Joseph. A la mañana siguiente, cuando la esposa de Joseph, María, fue a verlo, él ya estaba muerto. Al principio, los funcionarios de la prisión no querían que ella viera su cuerpo. Pero, María persistió y descubrió al acercarse al ataúd, para su consternación, que lo habían estado vestido con uniforme militar después de muerto. Unos días después, el 2 de diciembre, Michael murió.

La Oficina del Cirujano del Cuartel Disciplinario mencionó la neumonía como la causa de muerte de ambos hombres, una designación común para la influenza española que entonces se extendía por la prisión. La iglesia huterita, sin embargo, estaba convencida de que los hombres murieron a causa del maltrato por parte del ejército de los Estados Unidos en los meses previos a su muerte. David fue liberado para acompañar los cuerpos de sus hermanos de regreso a Dakota del Sur.

Ningún representante del gobierno de los Estados Unidos se disculpó jamás con las familias de los hermanos Hofer, que luego emigrarían a Canadá. Los miembros de la iglesia se apresuraron a absolver al presidente Wilson y al secretario de Guerra Newton Baker de responsabilidad directa, culpando a los generales demasiado entusiastas de los campos. Otros observadores fueron menos indulgentes. Frank Harris, el editor cosmopolita de Saturday Review, escribiría en sus memorias:

¿Hay alguna duda sobre quién es el mejor hombre, los hermanos Hofer que pasaron por el martirio hasta la muerte por su noble creencia, o el secretario Baker, que fue responsable de su asesinato? Después de que los hechos fueron llevados ante el Secretario [de Guerra] una y otra vez, día tras día y mes tras mes, por fin, el 6 de diciembre de 1918, casi un mes después de que terminó la guerra, el Secretario Baker encontró tiempo para emitir una orden que prohíbe los castigos corporales crueles y esposar a los prisioneros a los barrotes de sus mazmorras, etc. El secretario Baker ya sabía que se practicaba esa tortura y que era ilegal.

El propio Baker expresó poco arrepentimiento: “Yo sé del horror de [la guerra]. . . y no tengo ninguna simpatía intelectual o sentimental con la objeción de conciencia o de cualquier otro tipo de personas quienes se quedaron de este lado y prefirieron un lugar seguro y lucrativo a lugares de peligro y sus obligaciones”.

Cuando Jacob Wipf fue finalmente liberado de su “lugar seguro y lucrativo” en abril de 1919, vio las tumbas de sus compañeros por sí mismo. Con el indulto concedido por la Fiscalía General del Ejército, regresó a casa once meses después de su arresto, justo a tiempo para la siembra de primavera.


Extraído de Siendo testigos: Relatos de martirio y discipulado radicalIlustraciones de acuarela de Don Peters.