Una noche en Roma, alrededor del año 404, Melania ―una riquísima heredera de veinte años― y Piniano ―su esposo, de veinticuatro― tuvieron el mismo sueño. “Nos vimos a los dos atravesar una pared por un espacio muy estrecho”, contaría más tarde Melania. “Nos sentimos completamente turbados en aquella estrechez, así que lo único que pudimos hacer fue entregar nuestra alma. Cuando, con gran sufrimiento, terminamos de atravesar aquel dolor…, sentimos una alegría inefable y un alivio grande y abundante. Dios nos manifestó eso, y de ese modo alivió nuestra debilidad de espíritu de manera tal que pudiéramos ser valientes con respecto al futuro reposo que recibiríamos después de tanto sufrimiento”.

El “sufrimiento” que enfrentaba la joven pareja surgía de sus respectivas familias que se oponían enconadamente a su deseo de renunciar a toda su fortuna. Los dos habían crecido en el seno de ricos clanes de antiguo linaje, con vínculos imperiales. Sus padres eran cristianos que manifestaban distintos grados de devoción y que, a la vez, gozaban de la buena vida de los aristócratas romanos. Hasta ese momento, Piniano y Melania habían hecho lo mismo (a pesar de las dudas que ella albergaba desde hacía tiempo). Pertenecían a la clase millonaria de su época, poseían un palacio en la colina de Celio y propiedades esparcidas a lo largo del mundo romano desde el norte de África hasta la provincia de Britania. Se dice que Piniano tenía una renta anual disponible de 120,000 sólidos (equivalentes a 1,666 libras o a la paga anual de 30,000 obreros).

Sin embargo, la joven pareja, conmovida por la reciente pérdida de una hija y un hijo pequeños, sentía que el choque entre su fe y su riqueza se tornaba insoportable. “Vende todo lo que tienes y repártelo entre los pobres,” dijo Jesús al joven gobernante que se acercó a preguntar cómo acceder a la vida eterna, “y tendrás tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme” (Lc 18:18-23). Piniano y Melania querían hacer exactamente eso. Jesús había agregado que sería más difícil para los ricos entrar en el reino del cielo que para un camello pasar por el ojo de una aguja. El historiador Peter Brown ha sugerido que quizá esas palabras hayan ayudado a la pareja a dar sentido a su sueño: la apretada hendidura a través de la cual pasaron a la dicha era el doloroso ojo de la aguja.

Es probable que los dos también estuvieran pensando en otro pasaje del evangelio que tenía gran importancia en los textos cristianos de aquella época: la parábola de Dives y Lázaro. En esta parábola, un hombre rico ofrece diariamente lujosos banquetes, en tanto Lázaro, un hombre pobre, está tendido a su puerta, cubierto de llagas y a la espera de que caigan sobras de la mesa del banquete (Lc 16:19-31). Cuando ambos hombres mueren, los ángeles conducen a Lázaro a la santidad, pero el hombre rico acaba en el fuego del infierno. Desde las llamas suplica por un sorbo de agua, pero el patriarca Abraham pone objeciones: “Hijo, recuerda que durante tu vida te fue muy bien, mientras que a Lázaro le fue muy mal; pero ahora a él le toca recibir consuelo aquí, y a ti, sufrir terriblemente”. Esta historia ha de haber tocado muy de cerca a Piniano y a Melania.

Philips Galle, La disgracia de las riquezas, grabado, 1563

Se dieron cuenta de que despojarse de su fortuna no era una tarea sencilla. Además de los obstáculos interpuestos por sus respectivas familias y su círculo social, se enfrentaron a un complot fallido del Senado romano que intentó preventivamente confiscar sus propiedades, en tanto eludían a una caterva de oportunistas. Algunas de sus primeras iniciativas resultaron contraproducentes. En su intento por vender sus propiedades en las afueras de la ciudad, la pareja liberó a ocho mil esclavos que allí residían. Pero hubo otros muchos esclavos que se sublevaron, rechazaron la manumisión y exigieron permanecer en las tierras familiares, donde tenían casa y comida (aparentemente negociaron con éxito su propia venta a un hermano de Melania por un precio menor).

La pareja perseveró en su esfuerzo y se dio cuenta de que iba a tomarles años vender las propiedades en las zonas más alejadas en Mauritania, Numidia, Galia, Aquitania e Hispania, algunas de las cuales tenían el tamaño de pequeños pueblos, incluyendo no solo la explotación agraria, sino también la actividad metalúrgica. Había pocos compradores calificados para tales propiedades, a pesar de que Piniano y Melania a menudo aceptaban pagarés en lugar de dinero en efectivo. El palacio en Roma no pudo ser vendido, pues ninguna de las otras familias adineradas de la ciudad contaba con la liquidez suficiente para pagar por él. Cayó en el abandono antes de ser incendiado durante el saqueo de la ciudad por parte de Alarico pocos años después.

Más tarde, Melania contó a Geroncio, su biógrafo, que en algún momento ella y su esposo sintieron la punzada del renunciamiento. Para ella, hubo un destello de arrepentimiento proveniente de recordar los baños de mármoles de colores, al aire libre, en una de sus villas italianas, rodeadas por el mar a un lado y por un bosque lleno de animales de caza al otro, donde, mientras se tomaba un baño, era posible ver ciervos y jabalíes. Para Piniano, se trataba de renunciar a sus camisas de seda por vestimenta de segunda mano. Pero no miraron atrás. En palabras de Geroncio, habían sido “heridos por el amor divino”.

En su intento por vender sus propiedades en las afueras de la ciudad, la pareja liberó a ocho mil esclavos que allí residían.

A medida que la venta de las propiedades avanzaba, se intensificaba otro desafío: cómo donar el dinero. Puesto que carecían de la versión antigua de una organización como GiveWell, donaban de un modo algo aleatorio. Escribe Geroncio: “De inmediato comenzaron a distribuir con entusiasmo” sus bienes muebles y autorizaron a sus apoderados a acelerar el proceso. “Enviaron dinero a diferentes regiones: un hombre llevó para distribuir 40,000 monedas; otro, 30,000; otro, 20,000 y otro, 10,000. El resto fue distribuido con la ayuda del Señor”. Contribuyeron con 3000 monedas para el rescate de un grupo de cautivos en manos de piratas; pagaron para liberar a niños encarcelados; ofrecieron un estipendio a hombres jóvenes que juraban seguir la disciplina cristiana y entregaron 500 piezas de oro a Doroteo el ermitaño. La ropa y las joyas de Melania fueron destinadas a iglesias como ornamentos para el altar. Donaron sus islas en el Mediterráneo a “hombres santos”. Con el tiempo, mucho de lo que entregaron fue a parar a la construcción y a la dotación de iglesias y monasterios a lo largo del imperio, incluyendo grandes donaciones a la diócesis del importante teólogo Agustín de Hipona.

Desde el principio, no se limitaron solo a dar a los pobres, sino que vivieron con ellos. Durante los primeros años continuaron quedándose en una espaciosa villa en las afueras de Roma. Pronto se transformó en una comuna atestada, hogar de treinta familias y cincuenta mujeres solteras (muchas de ellas aparentemente habían sido sus esclavas), donde también se ofrecía hospitalidad a los viajeros. Luego de cinco años, a medida que los invasores godos se acercaban a la ciudad, la pareja se trasladó al norte de África y allí continuó su modelo comunitario antes de visitar las comunidades cristianas en Egipto y mudarse, finalmente, a Tierra Santa. Al llegar a Jerusalén, los inscribieron en la lista de pobres de la ciudad. Piniano se convirtió en un personaje reconocido por la única prenda que tenía, una túnica hecha de paja trenzada.

Santa Milania la Joven, detalle del Menologio de Basilio II, 985 d. C.

Permanecieron en Jerusalén por el resto de su vida y fundaron varios monasterios en el monte de los Olivos. Piniano murió quince años después de haber llegado; Melania lo sobrevivió siete años. Cuando, en la Navidad de 439, la acometió su última enfermedad, era una simple monja que había resistido los intentos de sus hermanas por convertirla en la superiora del convento. Geroncio, testigo de aquello, cuenta que Melania murió rodeada por su comunidad, “tranquila y plácidamente en medio de alegría y regocijo”: quizá la realización de su sueño de años antes, según el cual se le prometía una “inefable alegría” al otro lado del ojo de la aguja. Su biógrafo agrega que la única pieza de lino que poseía al momento de su muerte era la sábana que se empleó para amortajarla.

La historia de Piniano y Melania puede sonar como una rareza pintoresca sin demasiada relevancia moderna, una nota al pie histórica de una época conocida por el tipo de actos heroicos ascéticos que en la actualidad pocos imitarían. Pero incluso desde un punto de vista secular, sus elecciones de vida tienen un cierto sentido. Su decisión de despojarse de su fortuna resultó ser, tal como diría esa área de estudio relativamente nueva llamada investigación sobre la felicidad, una inversión rendidora para su bienestar: cambiaron riqueza financiera por riqueza de relaciones.

“La felicidad es amor. Punto”, concluyó el psiquiatra George Vaillant en una entrevista para The Atlantic en 2012, resumiendo los resultados del estudio Grant de la universidad de Harvard, la investigación longitudinal más extensa jamás llevada a cabo para determinar qué conduce a una “existencia exitosa”. Este estudio ampliamente publicitado fue lanzado en 1937 y siguió el rastro de vida de 268 estudiantes de Harvard, entre los cuales se encontraba John F. Kennedy, futuro presidente de Estados Unidos. (Más tarde se amplió para incluir a los cónyuges y a los descendientes de los estudiantes). Los estudiantes de grado elegidos fueron evaluados a partir de una batería de pruebas médicas y psicológicas; luego fueron monitoreados durante los siguientes setenta y cinco años con cuestionarios periódicos en los que se les preguntaba acerca de su vida social, profesional y familiar. Vaillant se desempeñó como principal investigador del estudio por más de treinta años y escribió tres libros sobre sus hallazgos.

Según Vaillant, del estudio surgieron varios factores clave para la satisfacción vital en términos generales, muchos de ellos esperables: tener un buen matrimonio, mantener un peso normal, evitar fumar y beber alcohol en exceso. Llamativamente, entre esos factores clave no estaba enriquecerse o ser rico. En lugar de eso, informa The Atlantic:

El factor al que Vaillant vuelve con más insistencia es la poderosa correlación entre la calidez de nuestras relaciones con respecto a nuestra salud y felicidad en la vejez. Más tarde [luego de que él publicara esa afirmación por primera vez], los críticos cuestionaron la solidez de esa correlación. Vaillant revisó los datos que había estado analizando para su libro desde los sesenta, una experiencia que lo convenció aún más de que lo que más importa en la vida son las relaciones.

Si el análisis de Vaillant es correcto, es posible demostrar que el antiguo proverbio es verdadero: el dinero no puede comprar la felicidad. El amor puede.

Cada vez menos gente se toma en serio el resultado de esta investigación. Eso, al menos, parece ser el aporte de un estudio acerca de los valores estadounidenses hecho por The Wall Street Journal y NORC en la Universidad de Chicago y publicado en marzo de 2023. El sondeo recopiló las respuestas de más de mil adultos estadounidenses sobre los valores que consideraban muy importantes y comparó sus respuestas con un estudio similar de 1998. A lo largo de ese lapso de veinticinco años, el porcentaje de respuestas correspondientes a “muy importante" y referidas a varias preguntas del estudio cayó vertiginosamente: “participación comunitaria” cayó del 47 % al 27 %; “tener hijos”, del 59 % al 30 %; “patriotismo”, del 70 % al 38 % y “religión”, del 62 % al 39 %. (Al comparar tales resultados con la investigación de Vaillant, sorprende que, si los cuatro valores en declive fueran modificados, probablemente estimularían la construcción de relaciones). En sentido contrario, el porcentaje de personas cuya respuesta fue que el dinero era muy importante aumentó del 31 % al 43 %, superando los otros cuatro valores.

¿Cómo se explican estas variaciones? Estamos ante lo que es, al menos, el germen de una teoría: las enseñanzas religiosas tradicionales tienden a subvertir o, por lo menos, relativizar la importancia del dinero. Así pues, cuando la influencia de la religión decae, el porcentaje de aquellos que priorizan la riqueza aumenta. De un modo más especulativo, quizá una pérdida de la fe religiosa se derrama hacia una pérdida de otros tipos de fe ―por ejemplo, fe en el propio país, en la comunidad local y en el futuro de la familia―, lo que explicaría el consiguiente declive en los otros valores. En cualquier caso, parece seguro hacer una predicción, teniendo en cuenta los hallazgos de Vaillant acerca de lo que conduce a una vida feliz: el desgaste del compromiso con la religión, el patriotismo, el involucramiento comunitario y la crianza de los hijos tenderá a reducir el número y la calidad de las relaciones hasta un punto en que tendrá un efecto literalmente depresivo. Y esa predicción coincide perfectamente con lo que realmente está sucediendo: de acuerdo con otros estudios que analizan las décadas que también abarcó el estudio WSJ-NORC, el número de estadounidenses que dicen sentirse aislados ha aumentado abruptamente, de manera tal que uno de cada dos declara padecer sufrimiento por soledad. A medida que los valores trascendentes pierden su influencia, aumenta la carrera por el dinero, en tanto la felicidad disminuye.

La epidemia actual de valorar el dinero por encima de las relaciones y la felicidad tiene un trasfondo más extenso, uno en el cristianismo no es completamente inocente.

Una explicación así puede ser verdadera hasta cierto punto. Pero, al asignar toda la culpa al estado actual de nuestra cultura ―una cultura que, a pesar del viraje poscristiano, aún es el producto de una herencia cristiana― deja el cristianismo libre de responsabilidad demasiado fácilmente. ¿Es plausible que el problema se origine exclusivamente en la secularización del siglo XXI? Ya dos siglos atrás, Tocqueville señaló la avidez de los estadounidenses por la prosperidad material que, según su relato, iba codo a codo con una inclinación hacia la religiosidad. Como describe Eugene McCarraher con un detallismo fascinante en The Enchantments of Mammon, se han desarrollado unos patrones paralelos en la relación entre el cristianismo europeo y la riqueza a partir del auge el capitalismo. La epidemia actual de valorar el dinero por encima de las relaciones y de la felicidad parece tener un trasfondo más extenso, uno en el que las formas del cristianismo que nosotros, personas modernas, hemos heredado no son completamente inocentes.

Consideremos la siguiente pregunta: A lo largo de los últimos doscientos años, ¿la mayor parte de la prédica cristiana acerca de la riqueza que se oyó en las iglesias occidentales ―ya fueran protestantes, evangélicas o católicas tradicionales― ha sido adecuada para estimular a nuevos Pinianos y Melanias a renunciar a sus posesiones? Es importante tener en cuenta que en su época fueron atípicos solo por el tamaño de la fortuna que abandonaron. Como Peter Brown documenta en su libro de 2011, Through the Eye of a Needle (en el que se apoya este artículo), fueron solo dos entre una multitud de creyentes menos conocidos que vivieron en los primeros siglos e hicieron elecciones similares. En el cristianismo primitivo, la idea de renunciar a las posesiones era una enseñanza habitual, como un desafío moral entre muchos en medio de una religión joven que no temía a las exigencias transformadoras. A la luz de las restricciones bíblicas referidas a la riqueza, el protagonismo de este tema predicado desde los antiguos púlpitos no sorprende. Lo que sí requiere una explicación es el relativo silencio del cristianismo en etapas posteriores, acompañado por su prolongada tregua con lo que Max Weber llamó “el espíritu del capitalismo” y Jesús llamó riquezas.

Los textos del Nuevo Testamento han sido considerados escritura sagrada por los últimos dieciocho siglos, lo que puede conferirles un halo místico. Como resultado de eso, es sencillo perder la noción de cuán radicales son desde un punto de vista económico. Muchos lectores cristianos tienden a acercarse a ellos no de un modo renovado, sino con las voces de los teólogos que vinieron después susurrándoles en el oído, ofreciendo las confirmaciones acerca de que las palabras referidas al dinero realmente no significan lo que dicen. Por lo tanto, vale la pena recordarnos cuán insistentemente y a menudo el Nuevo Testamento recalca su mensaje contrario a la riqueza.

Los dichos de Jesús notoriamente incluyen algo del lenguaje más fuerte. Él insta a dar de manera dadivosa a todo aquel que pida (Mt 5:42), prohíbe acumular riqueza (6:19), desaconseja preocuparse por la comida y la ropa del día siguiente (6:31) y advierte que es imposible servir a Dios y a las riquezas. (6:24). Bendice a los pobres y se aflige por los ricos (Lc 6:20-26). Su consejo para el joven gobernante rico de “vender todo” es, por tanto, una pieza de oratoria con una agenda más amplia, que recurre a los profetas hebreos. Aunque a menudo se señala que en este caso particular el llamamiento de Jesús a la renuncia total se aplica a un individuo, en el Evangelio de Lucas dirige casi las mismas palabras a todos sus discípulos: “Vendan sus bienes y den a los pobres. (…) … acumulen un tesoro inagotable en el cielo” (Lc 12:33-34). Dos capítulos más adelante, redobla sus palabras con una declaración incluso más categórica: “… cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo” (Lc 14:33).

¿Cómo harían sus seguidores para poner tales enseñanzas en práctica? Lucas sugiere la respuesta en la secuela de su evangelio, los Hechos de los Apóstoles, cuando describe la fundación de la primera iglesia en Jerusalén después de Pentecostés. Allí, en el mismo momento del nacimiento del movimiento cristiano, la posesión común de la riqueza aparece como una marca original de la iglesia:

Todos los creyentes estaban juntos y tenían todo en común. Vendían sus propiedades y posesiones, y compartían sus bienes entre sí según la necesidad de cada uno (He 2:44-45).

Todos los creyentes eran de un solo sentir y pensar. Nadie consideraba suya ninguna de sus posesiones, sino que las compartían. (…) … no había ningún necesitado en la comunidad. Quienes poseían casas o terrenos los vendían, llevaban el dinero de las ventas y lo entregaban a los apóstoles para que se distribuyera a cada uno según su necesidad (He 4:32-35).

El teólogo David Bentley Hart lo resume así: “Dicho de un modo sencillo, los primeros cristianos eran comunistas… no como un accidente de la historia, sino como un imperativo de la fe”. Se trataba de un comunismo que surgía voluntariamente del amor mutuo, no de la conformidad impuesta por el Estado. Incluso para los creyentes, se presenta como un modelo ejemplar, no como una norma legal. Aun así, este “comunismo” difícilmente sea un ideal espiritualizado, sino una realidad económica práctica. El apóstol Pablo remarca lo mismo en sus repetidas exhortaciones a las iglesias de los gentiles para que practiquen la koinonia, es decir, el hecho de compartir con generosidad, incluyendo compartir lo económico, que para Pablo es esencial al cristianismo (2 Cor 8:13-15).

Este mensaje opuesto a la riqueza no desapareció del cristianismo después de que la fe fue legalizada por Constantino. Por el contrario, como dice Charles Avila en su estudio de 1983 titulado Ownership: Early Christian Teaching, los obispos de los siglos IV y V ―de un modo especial, Clemente de Alejandría, Ambrosio de Milán, Juan Crisóstomo, Basilio de Cesarea y Agustín de Hipona― predicaban feroz y frecuentemente acerca de estos pasajes de las escrituras. Los padres de la iglesia continuaron arraigando las enseñanzas del Nuevo Testamento en la naturaleza. Como dice Ambrosio:

La naturaleza ha presentado todas las cosas para todos en común. Por lo tanto, Dios ha creado todo de un modo tal que todas las cosas sean poseídas en común. Así pues, la naturaleza es la madre del derecho común, usurpación del derecho privado.

El obispo milanés parece haberse anticipado en quince siglos a la máxima de Proudhon: “La propiedad privada es robo”.

Todo esto ayuda a explicar por qué en la época de Piniano y Melania no hubo un “cambio constantiniano” en lo que respecta a la riqueza, ninguna relajación del rigor primitivo. (En contraste, en aquellos años la iglesia abandonó otra de sus convicciones muy defendidas ―que los cristianos no pueden matar―, de un modo bastante más rápido y total). Mucho después de que los cristianos se hubieran vuelto una fe mayoritaria, como observa McCarraher, “un deseo de comunismo apenas reprimido… acechaba como el inconsciente político de la cristiandad medieval”.

Aun así, con el paso del tiempo, el radicalismo económico de la iglesia no fue olvidado, pero sí fue cortésmente dejado al margen. El comunismo voluntario de la iglesia primitiva sobrevivió de una manera amortiguada en la doctrina del destino universal de los bienes, de Tomás de Aquino, el principio de que la propiedad no es absoluta, sino que debe servir al bienestar común. Sin embargo, al mismo tiempo, Tomás de Aquino consideraba la propiedad privada como un derecho derivado de la naturaleza humana, algo que Ambrosio y Agustín habían negado explícitamente. La disonancia persiste dentro de la enseñanza social católica moderna. Su gran arquitecto del siglo XIX, el papa León XIII, por un lado, recuperó las enseñanzas económicas de los padres de la iglesia, insistiendo en que su interpretación unánime de la escritura tiene “autoridad suprema”. Por el otro lado, siguiendo a Tomás de Aquino, él también continuó enseñando acerca de la bondad natural de la propiedad privada. Esto sigue siendo fuente de perplejidad para los teólogos católicos que buscan determinar una tradición unificada.

Jacopo Bassano, Lázaro y el hombre rico, óleo sobre lienzo, ca. 1550

Las raíces de esta tensión pueden trazarse, al menos parcialmente, hasta Agustín, aunque difícilmente él pudo haber previsto cómo sus palabras iban a contribuir a los desarrollos posteriores. El confirmaba con fuerza la comunidad de bienes como el ideal cristiano; él mismo había renunciado a toda su riqueza y había fundado una comunidad cuya regla invocara el libro de los Hechos de los Apóstoles, exigiendo: “Nadie considere suya ninguna de sus posesiones, sino que compartan todo”. Sin embargo, sus posteriores enseñanzas acera del dinero sentaron las bases para lo que vendría (es una trama que Brown despliega con gran detalle en su libro). En tanto obispo al servicio de un número creciente de creyentes ricos, y en reacción al legalismo santurrón que él asociaba con varias herejías, comenzó a considerar la riqueza no como algo malo en sí mismo, sino solamente con relación a su mal uso: “Desháganse del orgullo y las riquezas no harán ningún daño”. Él aseguraba a sus congregantes ricos que podían conservar su riqueza, no del todo inocentemente, puesto que la propiedad privada continuaba siendo una marca de la Caída, sino de un modo redimible si sus limosnas eran generosas. 

Agustín pudo hacer su jugada en dos pasos. En primer lugar, endureció una división que Ambrosio había hecho tiempo atrás de un modo mucho más cauteloso, y distinguió entre las enseñanzas que consideraba obligatorias para todos los cristianos ―los Diez Mandamientos, por ejemplo―, y lo que llegó a ser conocido como “consejos de perfección” aplicables solo a aquellos con un llamamiento especial. En la última categoría reunió gran parte del sermón del monte, así como los mandatos de Jesús a renunciar a las posesiones, aunque en los evangelios estos dichos son dirigidos a los discípulos de un modo general.

En segundo lugar, definió la distribución de la riqueza existente como providencial: la porción económica en la vida estaba determinada por Dios. Las riquezas eran un don asignado de manera desigual según la misteriosa voluntad divina, al igual que otros dones desigualmente distribuidos, como la belleza o la inteligencia. Para el cristiano individual, la tarea consistía en emplear dichos dones no de un modo egoísta, sino para la gloria de Dios.

Una mirada retrospectiva hace que las ramificaciones a largo plazo de esta consideración de la riqueza no parezcan sorprendentes. Definir las riquezas como algo providencial acabó siendo muy bienvenido por aquellos que las poseían, incluso a pesar de que la insistencia de la alternativa de dar limosna como un sacrificio quedó en un segundo plano. En el siglo XIX, gran parte del cristianismo afirmaría que la división de clases entre ricos y pobres estaba dispuesta por Dios. Una estrofa del himno “Todas las cosas radiantes y bellas” que Cecil Frances Alexander escribió en 1848 dice:

En su castillo está el rico,
El pobre está en su portal,
Altos, llanos Dios los hizo,
Y ordenó su propiedad.

El himno presenta una perfecta inversión de la parábola de Jesús de Dives y Lázaro. El hombre rico da un banquete por voluntad de Dios; Lázaro espera “en su portal” por voluntad de Dios. Y (aquí viene el estribillo) todo es radiante y bello. Pero, por supuesto, la crasa diferencia entre tener y no tener dinero no es algo así.

Hace seis años un amigo me envió un correo electrónico desde el pueblo de San José del Sur, en la isla de Ometepe, Nicaragua. ¿Recordaba yo a Igdael, el muchacho con el que ambos habíamos trabajado veinte años atrás en la gran granja en las afueras del pueblo? El hijo de doce años de Igdael acababa de ser diagnosticado con cáncer cerebral. Los doctores decían que se requería un tratamiento urgente que iba a costar diez mil dólares o quizá más. Mi amigo sabía que era una solicitud alocada, pero ¿podría yo ayudar a conseguir el dinero?

La verdad es que en ese momento no podía recordar a Igdael. Desempolvando las fotos de mi cámara desechable tomadas durante los viajes que hice después de la universidad, a fines de los noventa, le daba vueltas a cuál de los hombres de las fotos grupales sería él. De cualquier manera, podía estar bastante seguro de que Igdael no tenía diez mil dólares. Todos mis antiguos compañeros de trabajo habían sido agricultores de subsistencia. Ometepe, un lugar de impactante belleza y riqueza ecológica, también es un territorio del interior que padece de escasez económica incluso para los estándares del segundo país más pobre del hemisferio occidental. Mientras yo trabajaba allí, los trabajadores llevaban a casa USD 3.50 al día, una cantidad que para la isla estaba por encima de la paga promedio. A partir de los informes periódicos de mi amigo, parecía que no mucho había cambiado desde entonces. Aunque, en teoría, Nicaragua garantiza cobertura médica universal gratuita (una reliquia legal de los primeros años optimistas del gobierno sandinista), lo que en realidad sucede es que los pacientes deben pagar por cualquier cosa más allá de lo básico. Diagnósticos, medicamentos, quimioterapia, radiación: todo eso requiere disponibilidad de dinero, a precios no mucho menores que aquellos que se piden en los países más ricos.

Una comunidad de personas del mundo actual estaban dando de manera audaz y ganando un tesoro en el cielo.

Al mismo tiempo, yo no tenía los diez mil dólares, aunque por motivos diferentes. En tanto miembro de una comunidad religiosa que ha hecho un voto de pobreza voluntaria, no cuento con un ingreso disponible ni una cuenta en el banco. Mi familia y yo vivimos confortablemente con un estándar de vida mucho más alto que el imperante en San José del Sur, pero en términos financieros estrictos, no poseo ni gano nada.

¿Qué pasaría si instaba a otros a donar? Teniendo en cuenta mi falta de amigos billonarios y la cantidad de dólares, también eso parecía poco realista, especialmente porque mi discurso ante los potenciales donantes estaría solo basado en una solicitud de segunda mano de alguien a quien apenas conocía. Las fundaciones de beneficencia pedirían documentación, presupuesto, seguimiento. A menos que viajara a Ometepe, costaba imaginar cómo proporcionar eso. Finalmente, junté unos cientos de dólares de amigos que quisieron contribuir y envié una transferencia vía Western Union.

Tres meses después, le pregunté a mi amigo cómo le estaba yendo a Igdael. Nada bien, dijo. No, Miguel, el niño, no había recibido el tratamiento. Sí, había muerto.

Un año más tarde, resultó que me encontraba de nuevo en Nicaragua ―iba a encontrarme con los organizadores de un programa diocesano católico que Plough apoya― y regresé a San José del Sur por primera vez desde los noventa. Mi amigo invitó a Igdael. Apenas nos vimos, me di cuenta de que, después de todo, lo conocía. Era un experto guardabosques y su compañía era genial. Recordé cómo un día nos había preparado ―éramos doce― un almuerzo de armadillo asado en su caparazón y luego rebanado como una sandía. Accedió a acompañarnos al día siguiente y guiarnos a través de una selva tropical y luego cuesta arriba de un volcán cercano.

Luego de descender de la montaña la tarde siguiente, visitamos el cementerio. Habían empleado el dinero enviado por Western Union para la tumba de Miguel, dijo Igdael. Me la mostró con orgullo ―un bloque de hormigón sobre el nivel del suelo y cubierto con baldosas cerámicas, una de las cuales mostraba estampada una foto de Miguel. Estuvimos allí un rato y tomé una foto para mostrarle a mi hijo cuando volviera a casa.

Igdael Mena y un hijo menor en la tumba de Miguel, San Jose del Sur, Nicaragua. Fotografía cortesía del autor.

Era raro ver el retrato del niño sonriente y preguntarme cómo habrían sido sus últimas semanas y si el dinero podría haberlo salvado. Según sé, el pedido de ayuda de Igdael a un hombre de Nueva York que conocía desde hacía tiempo había sido uno de sus últimos esfuerzos desesperados para lograr que su hijo accediera a un tratamiento. ¿Cómo es posible que el dinero, una ficción artificial creada en la contabilidad digital de los banqueros, pueda tener el poder de la vida o la muerte?

En cualquier caso, Agustín estaba equivocado acerca de que las crueles disparidades en la riqueza fueran providenciales. El dinero es una invención humana, después de todo; culpar a la providencia por los fallos de la humanidad para distribuir de acuerdo con la necesidad es eludir nuestra propia responsabilidad. Como dice Tolstoi: “Los hombres oran al Todopoderoso para aliviar la pobreza. Pero la pobreza no viene de las leyes de Dios; es una blasfemia de la peor clase decir algo así. La pobreza viene de la injusticia del hombre hacia sus semejantes”.

Mientras estábamos allí, de pie, Igdael y yo no discutimos lo que pudo haber sido. Me agradeció de nuevo por el dinero para construir la tumba, y luego fue hora de irse.

Nuestra próxima parada fue una reunión en San José del Sur para hablar sobre los planes de ayuda a los habitantes del pueblo especialmente afectados por la pobreza. Un grupo de amigos había conformado una organización de base que operaba bajo el amparo de la parroquia católica local, aunque algunos participantes eran pentecostales.

Durante muchos años, habían estado trabajando juntos para comprar artículos escolares para niños que ingresaban a primer grado y no podían costear la mochila ni los zapatos que necesitaban. Con el cura, habían armado una lista de personas mayores que tenían una gran necesidad de asistencia para acceder a comestibles y atención médica. Había un plan para comprar un camión usado que pudiera transportar los artículos de un banco de alimentos desde tierra firme hasta la isla y luego transportar la cosecha proveniente de las granjas de subsistencia de Ometepe hasta el mercado en tierra firme. Igdael estaba recolectando herramientas manuales para comenzar un programa semanal destinado a varones adolescentes que se encargarían de arreglar las áreas públicas alrededor del pueblo mientras, en el proceso, él les enseñaba técnicas de construcción.

Para los estándares norteamericanos, los propios organizadores eran personas con ingresos extremadamente bajos. Supe que varios de ellos a veces luchaban para cubrir el costo de la comida para su familia y tenían muy pocos ahorros, mucho menos un seguro médico adecuado o una previsión para su retiro. Sin embargo, en lugar de apartar un fondo de emergencia para su familia ―algo que, dada su precariedad financiera, podría parecer más que justificado―, habían donado una porción considerable de sus ganancias a otros con necesidades más acuciantes.

Las solicitudes de ayuda superaron ampliamente los fondos disponibles. Había que trabajar en la dinámica interpersonal. Sin duda, no todos los planes darían frutos. (Aunque lo del camión sí funcionó: ha estado haciendo viajes por los últimos tres años). Aun así, en un tiempo y un lugar muy diferentes, una comunidad de personas se estaba poniendo en marcha para hacer algo no tan distinto de lo que Piniano y Melania habían hecho: dar de manera audaz y ganar un tesoro en el cielo.

Para eso, sugiere el cristianismo, sirve el dinero.


Traducción de Claudia Amengual