La historia del paralítico debe recordarnos nuestra propia condición, porque todos somos personas quebrantadas. Aun cuando no estemos lisiados físicamente, todo nuestro ser está quebrantado por el pecado. Los poderes corruptos de la descomposición carcomen nuestras almas y consumen poco a poco nuestros cuerpos, sea abiertamente o en secreto, nos demos cuenta o no. Nuestros espíritus son arrastrados al cautiverio de las actividades carnales. Muchos de nosotros apenas podemos mantener a flote nuestras cabezas. Hemos desperdiciado nuestras vidas o nos hemos insensibilizado a todo lo de naturaleza superior. Las cosas divinas nos evaden, y las cosas de valor eterno escapan de nosotros.
Nos conviene no esperar hasta que el poder de la muerte y la corrupción tengan un impacto en nosotros, como fue el caso del hombre paralítico. Jesús vino para hacer posible que cada uno de nosotros reconozca nuestra condición miserable, de modo que al reconocerlo podamos ser sanados. Pero no debemos ocultar el hecho de que estamos sufriendo de una manera o de otra. Que todos estamos sufriendo resulta evidente en el hecho de que acudimos corriendo cuando llega la ayuda real, o incluso la ayuda imaginaria, o aun cuando cualquier tipo de ayuda parece estar en camino. En cualquier lugar, tan pronto como se construye un centro para enfermos o discapacitados la gente llega en multitudes. Pero toda esta ayuda humana palidece en comparación al poder que tenía Jesús. Cuando tocaba a las personas, se derramaban poderes vivificadores.
Que bendición es estar ante la mirada de Cristo, incluso ante la mirada de su juicio.
Y ahora, mis amados, dejen que Jesús obre. Permítanle usar su aflicción para guiarlos hacia la luz. No ocultes lo que te aflige. Por cierto, a través de Jesús podemos buscar más a fondo y preguntarnos qué es lo que nos aflige realmente en lo más íntimo de nuestro ser. Por medio de Cristo, podemos volvernos a la luz como seres humanos pobres, débiles y quebrantados, lisiados una y otra vez, interna y externamente.
No trates de ocultar tu necesidad, ni la ignores con buena cara. Aun cuando sea toda una hazaña, no te ayudará ni traerá alabanza a Dios. Más bien debemos ser como el hombre paralítico y mostrarnos como somos realmente. No finjamos que somos fuertes, sino más bien reconozcamos nuestro sufrimiento y pongámoslo al descubierto delante de Dios. El Salvador quiere revelar todo lo malo en nosotros, para que podamos ser sanados. Solo entonces los que nos rodean podrán, como los que rodeaban al paralítico, ser llenos de asombro y alabanza a Dios.
El hombre paralítico llegó ante la presencia de Cristo. Nosotros podemos hacer lo mismo, ya sea que lleguemos por nuestros propios pies, arrastrándonos hacia él y acercándonos hasta él, o que otros nos hagan este servicio de amor y nos lleven ante él, quizá sin que realmente lo queramos. Cientos de poderes están en operación cuando aparece el Salvador. Lo que está mal se pone al descubierto y se revela ante los ojos de Dios.
Que bendición es estar ante la mirada de Cristo, incluso ante la mirada de su juicio. Así fue como el paralítico estuvo delante del Señor. Temblaba y se sacudía, pero su temblor y sacudimiento fue más genuino que si él se hubiera quedado postrado en cama con orgullo, dejando que le cuidaran y engañando a todos sus amigos con su enfermedad, como si fuera el único que mereciera lástima y no tuviera nada que confesar.
Cuando Jesús entra en escena, la verdad debe salir. No debemos demandar la compasión humana todo el tiempo. Además, al final, no podemos ocultar nada; la mirada de Cristo ve a través de nosotros y discierne nuestro ser más profundo, todo lo que todavía es oscuro y pecaminoso.
Jesús nunca es blando con el pecado. No, todo lo contrario. Habla con palabras severas y corta de tajo su raíz. Separa el trigo de la paja, juzgando los sentimientos y pensamientos del corazón. Su gracia destroza nuestra naturaleza carnal, donde no se permite ocultar nuestra vergüenza debajo de la capa. Dios revela su amor, pero solamente cuando venimos bajo el fuego ardiente del Salvador. No debemos temer esto, porque la justicia de Dios es una justicia que todo lo hace bien.
Incluso si sentimos que somos pobres y miserables, no todo está perdido. Si somos honestos, no hay nada a quien podamos aferrarnos. Aun si esto o aquello fue bueno y justo, admitamos que todavía no era puro. Lo que más necesitamos es comenzar completamente de nuevo y venir, quebrantados y necesitados, ante la presencia de Jesús como juez. No tenemos nada de qué presumir hasta que él pueda vivir por completo en nosotros. Solo entonces podemos ser sanados.
Este artículo es un capítulo del libro El Dios que sana.
Imagen: La sanación del paralítico, Anthony van Dyck. Fuente: Wikimedia Commons