Mi decisión de ingresar a un convento fue una de las mejores cosas que le sucedieron a mi vida amorosa. En su momento eso me pareció raro —y, francamente, alarmante—, pero desde entonces he logrado entender que este fenómeno es, aunque algo no exactamente normal, ciertamente no inaudito. Después de todo, los seres humanos están mentalmente programados por naturaleza para buscar el bien, y así, cualquier persona que honesta y abiertamente busque el bien sobrenatural de una vida de castidad célibe va a encontrar su deseo natural por el bien del matrimonio profundizado y purificado al mismo tiempo. Este proceso es lógico y orgánico, y explica por qué pasé el año previo a ingresar a la vida religiosa aceptando varias inesperadas, aunque no del todo indeseadas, invitaciones a comer por parte de agradables jóvenes solteros, preguntándome si ese era de verdad un uso prudente de mi tiempo cuando en casa, sobre mi escritorio había un formulario de solicitud de ingreso al convento completo y listo para ser enviado por correo.
Esa experiencia de enredos amorosos durante mi aspirantado, oscilando entre orar por la gracia de perseverar en el llamamiento religioso en el que estaba a punto de embarcarme y preguntándome cómo sonaría mi nombre unido al apellido de tal o cual joven, fue una enseñanza muy práctica en el auténtico sentido de la castidad célibe. Me mostró con mucha claridad, aunque no sin una buena cuota de caos emocional, que ingresar en una orden religiosa no suponía ser una huida de mi deseo humano natural de amor e intimidad. Cuando pasé del aspirantado al postulantado, del noviciado a la profesión temporal, esa primera lección en castidad célibe se sostuvo firmemente: descubrí que la vida religiosa no disocia —y no debería hacerlo— a una persona de su sexualidad, como si fuera un engorroso añadido a la naturaleza humana que solo pudiera entorpecer y obstruir el camino a la santidad. En lugar de eso, la vida religiosa es el medio por el cual Dios perfecciona y realiza cada aspecto de nuestra naturaleza humana, incluida la sexualidad, a través de la unión con Aquel que nos dio dicha naturaleza en primer lugar.
Desde la perspectiva de mi tradición católica occidental, me refiero a la castidad célibe cuando hablo del consejo evangélico de castidad según el cual vivo. Esto se debe a que no existe nada acerca de la castidad per se que la vuelva el dominio exclusivo de los religiosos consagrados. La castidad, de acuerdo con el catecismo de la iglesia católica, es simplemente la “integración exitosa de la sexualidad en la persona”. Es el proceso por el cual la “sexualidad, en la que se expresa la pertenencia del hombre al mundo corporal y biológico” se vuelve “personal y verdaderamente humana” a través de relaciones adecuadas y correctamente ordenadas. En esa definición no hay nada acerca de renunciar al matrimonio ni a las relaciones sexuales. El llamamiento a la castidad se aplica en la misma medida a los cónyuges y a los solteros que están en busca de romance, así como a los religiosos consagrados, pues todos aquellos que son fieles son llamados a la integración bendecida de nuestra sexualidad con nuestros deseos y nuestro estado de vida. Para darle al asunto un giro más tomista, la castidad es la virtud por la cual la inclinación natural hacia las relaciones se perfecciona; y así, cualquiera que posea tal inclinación —todos nosotros, para que quede claro— está llamado a perfeccionarla a través del medio ordenador de la castidad. La castidad es para todos los fieles, ya sea que estén casados o sean solteros, y que nuestra soltería sea permanente y deseada o meramente temporal.
Para muchas personas, la virtud de la castidad se manifestará del modo en el que vayan tras sus relaciones románticas y, si las mismas acaban en matrimonio, en cómo viven su vida matrimonial. Para aquellos que aún están en la búsqueda de su pareja, la práctica de la castidad avivará y redimirá ese período de búsqueda, transformándolo de una simple antesala del matrimonio a una escuela de virtud y un tiempo fructífero de intimidad con el Señor.
Para una pequeña minoría, sin embargo, la castidad se manifestará en una vida de celibato, en la cual, por la gracia de Dios, se renuncia de forma libre y permanente al matrimonio y a la familia. Pero ¿por qué? ¿Por qué una vida de consagración radical a Dios necesariamente implica renunciar a algo tan bueno y fundamental para nuestra naturaleza? Vienen a la mente varias respuestas rápidas, fáciles y erróneas: para permitir más tiempo para el ministerio; porque los apetitos sexuales son una distracción de una vida de oración y espiritualidad; porque, seamos honestos, esas personas no hubieran sido ni buenos cónyuges ni buenos padres, de todos modos.
Ninguna de esas respuestas es adecuada, en última instancia, porque ninguna de ellas hace referencia a la fuente ni al arquetipo de la vida religiosa: Cristo mismo. Jesús, “el casto, pobre y obediente”, como el papa San Juan Pablo II lo dice en su Vita consecrata, nos llama a esta vida para que podamos adecuarnos a él. ¿Acaso alguna vez Jesús aconsejó que alguien se desentendiera de las necesidades y preocupaciones de otras personas con la finalidad de dejar más tiempo para el trabajo? ¿Acaso Jesús, acusado de ser un glotón y un borracho —quien el Santo Padre Francisco describe en Laudato si´ como alguien “alejado de las filosofías que despreciaban el cuerpo, la materia y las cosas del mundo”— aconseja un rechazo temeroso de la carne en aras de una salud espiritual? ¿Acaso Jesús, que bendice a los niños (Mc 10:16) y ama a sus discípulos con el amor de un Padre (Jn 15:9), evita el amor de la vida familiar porque no hubiera servido para eso?
Él no hace nada de eso. En ningún momento de su ministerio público Jesús predicó contra lo bueno del matrimonio, sino de hecho, todo lo contrario. En Mateo 19, como parte de su enseñanza sobre el divorcio, Jesús pregunta a sus interlocutores: “¿No habéis leído que el que los hizo al principio, varón y hembra los hizo,y dijo: Por esto el hombre dejará padre y madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne?”. Sin embargo, en el mismo capítulo de Mateo, Jesús introduce una enseñanza que es distinta y sin precedentes: la enseñanza de que es posible y, de hecho, loable renunciar al matrimonio en aras de Dios. “Pues hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que son hechos eunucos por los hombres, y hay eunucos que a sí mismos se hicieron eunucos por causa del reino de los cielos. El que sea capaz de recibir esto, que lo reciba”. En el contexto de la tradición hebrea, era muy inusual adoptar esta postura.
El llamamiento a la castidad se aplica en la misma medida a los cónyuges y a los solteros que están en busca de romance, así como a los religiosos consagrados.
Pero lo que surge con claridad del evangelio es que, a los ojos del Señor encarnado, la castidad célibe no es simplemente una privación del matrimonio y de la intimidad sexual. En lugar de eso, es una opción positiva por el bien. Es el celibato en aras del reino del cielo lo que Jesús aconseja, no el celibato como la mera ausencia de matrimonio. En otras palabras, el celibato de una persona tiene que ser por algo, algo más grande que la persona misma, algo más grande incluso que el matrimonio, de manera tal de ser fructífero. El celibato verdaderamente casto y auténtico debe reconocer que, en definitiva, no está trabajando en contra de la vida conyugal y familiar, sino que está orientado hacia el mismo objetivo: la vida eterna en el reino de los cielos. Uno de los propósitos de la castidad célibe es servir como recordatorio —de hecho, como señal— de que, por todos sus gozos y bendiciones, la vida conyugal es solo un medio para un fin. Como Cristo nos dice, en la resurrección no nos casaremos ni nos daremos en casamiento (Mt 22:30).
La castidad célibe, por lo tanto, es a la vez escatológica y profética: no solo indica el estado final de todos los seres humanos santificados en el reino de Dios, sino que demuestra cómo ese reino ya está presente entre nosotros aquí y ahora a través de la iglesia. Es el medio por el cual el Señor enfoca nuestro ser completo como un todo casto e integrado, en él y por él, para mostrar a la iglesia la vida que todos viviremos en la visión beatífica. Tal como San Cipriano dijo a las vírgenes consagradas de la iglesia primitiva: “Ustedes han empezado a ser lo que nosotros seremos”. En efecto, la historia de la iglesia está llena de esas señales proféticas de nuestro futuro escatológico, hombres y mujeres cuyo ejemplo de castidad bendecida se nos presenta una y otra vez cada año en el desarrollo de la liturgia: desde santos tales como Inés, Ágata y Lucía de los primeros siglos, hasta Josefina Bakhita y María Goretti en la era moderna.
Esos son maravillosos ejemplos de las bendiciones de la vida de castidad célibe, pero para mí, lo que es más impactante sobre la vida de esas santas es cuán dramática e inquietantemente significativa a menudo fue. En muchos casos, evitar el matrimonio y las relaciones sexuales colocaba a esas mujeres en una postura discordante con las expectativas de la sociedad no cristiana de su época e incluso las colocaba en conflicto con su propia familia. No es sorprendente que los términos empleados para describir la virginidad y el martirio sean suprimidos en la liturgia: se los menciona como coronas de victoria, ganadas a un alto costo y que son la expresión de un amor absoluto. La elección de esas mujeres solo por Cristo, excluyendo cualquier vínculo romántico, a menudo conmocionaba a sus comunidades y hasta el día de hoy puede impactarnos como algo desconcertante y como un verdadero desperdicio. He aquí otra conexión entre la castidad y el martirio: ambos son un tipo de compromiso total, un regalo completo de nuestro ser, que solo puede tener sentido si es considerado por separado con respecto a nuestros deseos humanos de comodidad, conveniencia o buena relación con los otros. Es solo a la luz de la gracia de Dios que esos llamamientos pueden ser comprendidos, ya por el observador ocasional, ya por quien los vive.
He aquí mi propia experiencia. Cuando el año pasado comencé a trabajar como hermana parroquial para una iglesia en el norte de Londres, me descubrí haciendo más introspección acerca de la vida familiar que la que jamás había hecho. Cada semana me encontraba con niños que querían acurrucarse contra mí mientras leíamos juntos la Biblia, tomar mi mano mientras caminábamos desde el salón hasta la iglesia o ser consolados por mí cuando se lastimaban jugando. Cada semana me encontraba con padres que hablaban de sus cónyuges y de sus hijos con tanta alegría y tanto cariño, con tanto orgullo, que me pareció que podía sentarme, escuchar y hacer preguntas por horas. Pero, al pasar el tiempo, comencé a sentir algo malsano, casi obsesivo, en mi abordaje de ese ministerio. Cuando exponía ese recelo en la oración, el Médico divino me hizo un diagnóstico inesperado: me estaba obsesionando con el ministerio a esas familias porque yo misma quería tener una familia y estaba intentando procesar el hecho de que jamás la tendría.
Cuando en mis jóvenes veinte ingresé a la vida religiosa, no me sentía particularmente atraída por la idea de comenzar una familia. Por supuesto que quería casarme, pero mi deseo de matrimonio estaba basado en una visión de la vida conyugal como una aventura para toda la vida compartida por dos adultos, y era indiferente al hecho de agregar o no hijos a esa unión. Descubrir un hondo anhelo de hijos solo después de haberme comprometido a no tenerlos jamás fue algo profundamente doloroso de una manera difícil de explicar y, según siento, que no debe ser explicado. Todo lo que puedo decir es que la pena que experimenté fue aliviada por una paz interior y una certeza de la dulzura de la guía de Dios tan grandes que no pude más que confiar en que mi realización había tenido lugar cuando el Señor me designó para que así fuera.
Fue el consejo de un cura lo que me ayudó a darme cuenta de ello. Durante el año académico en que comencé a trabajar como hermana parroquial, un fraile dominico radicado en Estados Unidos impartió por Zoom a mis hermanas una serie de conferencias sobre las enseñanzas de Santo Tomás de Aquino acerca de la virginidad. Cerró una de esas conferencias diciendo que la clave para vivir la castidad célibe de moda fructífera no es considerarla como una carga ni como una imposición, sino como un regalo que Dios hace a sus amados, de manera tal que él o ella puedan vivir completamente para él. Una comprensión de la castidad célibe que sea primordialmente funcional o utilitaria —más tiempo para el ministerio, menos ataduras para ser cortadas cuando es necesario trasladarse de convento y así— no puede sostener —y no lo hará—a una persona a lo largo de su vida religiosa. Mi pena no sería sanada enterrando mi deseo de tener hijos y abordando el celibato como una prueba de resistencia para toda la vida. Sería sanada aceptando el celibato como un medio de Dios para trabajar en mí y así conducirme a él; eligiendo regocijarme, en lugar de lamentarme, por pertenecer a mi amado y mi amado a mí.
Fuimos creadas como seres humanos, fuimos redimidas como seres humanos, estamos siendo salvadas como seres humanos, y por toda la eternidad viviremos como seres humanos.
La vida consagrada no es para espíritus incorpóreos, sino para seres humanos. Las hermanas en mi convento provienen de una amplia variedad de ámbitos, con unas grandes y a menudo desconcertantes diferencias en personalidad, carácter y sentido del humor. Pero he aquí algo que tenemos en común: fuimos creadas como seres humanos, fuimos redimidas como seres humanos, estamos siendo salvadas como seres humanos, y por toda la eternidad, ya en nuestra permanencia actual en la tierra o en el gozo de la visión beatífica, viviremos como seres humanos. Cada una de nosotras es una unión de cuerpo y alma. Cada una tiene atracciones y deseos físicos; cada una necesita hermandad e intimidad; cada una anhela cuidar y ser cuidada. Es la naturaleza humana en toda su fragilidad y maravilla, que cada una de nosotras ha puesto ante Cristo en una consagración religiosa de manera tal que él pueda unirla a él. Es con el fin de perfeccionar esa naturaleza humana que él nos aconseja vivir como sus discípulos castos, pobres y obedientes.
Este artículo es en gran medida un mensaje desde las trincheras. Ingresé a la vida religiosa como postulante hace cinco años, realicé mi primera profesión de obediencia a la Regla según la cual vivo hace dos años y la renovaré de forma permanente en la Profesión Final en setiembre próximo. No necesito decir que cinco años es absolutamente nada en el gran esquema de las cosas, especialmente porque los consejos evangélicos, en su mayor parte, van mejorando con el tiempo: me animo a decir que hay una razón providencial por la cual la mayoría de las religiones no se consume en una llamarada de santidad después de ocho años al estilo de Teresa de Lisieux. Vivimos en el tiempo y toma tiempo integrarse, curarse y desarrollarse del modo en que el consejo evangélico de castidad lo hace posible. En mi relación con Dios hay nuevas honduras, nuevos panoramas y entendimientos de lo que significa haber recibido el don del celibato que aún estoy descubriendo.
Mi vida de castidad célibe recién está comenzando, y todo lo que realmente puedo decir con certeza es que la paz y el gozo que surgen de una vida de consagración casta va absolutamente más allá de mi comprensión o mi mérito. Esa vida es un don que siento que no merezco, y lo más que puedo aproximarme a agradecer como corresponde es simplemente vivirla lo mejor que puedo.
Traducción de Claudia Amengual