El trece de marzo de 1758, Johann Georg Hamann comenzó a leer la Biblia. Hamann era un flâneur de veintiocho años. Estaba hundido en las deudas y subsistía con una única comida diaria consistente en café y unas gachas de avena en un modesto apartamento arrendado londinense. No parecía ser un buen candidato para transformarse en el pensador a quien Goethe llamaría “la mente más brillante de su época” y Kierkegaard consideraría “el mayor humorista del mundo”. Pero su encuentro con “Dios, autor”, como él dijo, fue esencial para lo que el académico John Betz llama “la formación de un Sócrates cristiano”.

Pero, a diferencia de Sócrates, Hamann ha sido en gran parte olvidado en la actualidad. Esto podría parecer extraño, debido a la influencia que sus ideas tuvieron sobre personalidades de su época que conforman la historia del pensamiento alemán, como Herder, Schelling e incluso Hegel, quien dedicó un manuscrito completo a la vida y la obra de Hamann. Según parece, cualquiera que leyera cuidadosamente lo que escribía el “Mago del Norte” salía con algunas ideas, ya fuera con respecto a los límites de la razón, la misantropía de la era moderna o la controversia viviente y seria que la premodernidad tiene con el proyecto de la Ilustración. Por eso, la causa de que en la actualidad haya caído el olvido roza lo incomprensible. Hasta que uno intenta leerlo.

La calidad de autor de Hamann luego de su conversión en Londres es oscura, altamente estilizada y esotérica. Afecto a los seudónimos, a menudo atacaba a amigos y enemigos del mismo modo, escribiendo de manera tal que cada párrafo, referencia y palabra estaba al servicio de un sentido críptico, pero intencional. Y, aunque su estilo es seductor, punzante, escandaloso y divertido ―hay que recordar su Ensayo de una sibila sobre el matrimonio, donde escribe desde la voz de una profetisa, acusando a las convenciones eróticas impías de Prusia de ser “nada más que el caviar del leviatán”― no atraía fácilmente la atención después de la transformación del arte de escribir que se operó en la Ilustración, salvo en la mente de aquellos pocos lectores que tenían ojos para ver y oídos para oír.

Antes de su conversión, sin embargo, Hamman no se había encontrado a sí mismo. Estaba entre los tibios lumières de su época, y su primer trabajo venía adjunto a una traducción de un texto de economía política francesa que publicó en 1756. En él, pregonaba la promesa del comercio para mejorar la vida humana, de un modo tal que, en retrospectiva, se volvería una fuente de incomodidad o vergüenza. Considerado desde la perspectiva posterior de un alma transfigurada por la conversión, su pasado se vuelve entendible solo si se lo toma como algo tornado en bueno por la gracia. Escribe acerca de los traspiés y del tiempo perdido en su juventud, y le pide a Dios: “Enmienda lo que he estropeado, si no es tarde para ello, y haz que el año próximo, que Tú me concedes, sea mucho más bienaventurado. Permite que todos mis errores me lleven a lo que sea mejor para mí; permite que todos ellos finalmente sirvan para hacerme más sabio, para advertir a otros, con más fuerza y fervor, acerca de los arrecifes contra los que yo mismo he naufragado”.

Hamann documentó su experiencia de conversión en una colección privada de textos que vieron la luz después de su muerte y que ahora se conocen como London Writings, recientemente traducidos al inglés por John Kleinig. Esos textos, a diferencia de aquellos posteriores a su conversión, están escritos en un estilo sencillo y sincero, y reflejan la experiencia de un hombre joven que atraviesa la transformación más radical e importante de su vida.

Entre los varios títulos que incluye esa obra, tales como “Thoughts on Church Hymns” y “Biblical Meditations of a Christian”, la biografía espiritual de Hamann, “Thoughts on the Course of my Life” cuenta quién era él antes y durante su conversión. Bayer y Weißborn, a cargo de la edición crítica, colocan correctamente esta obra en el mismo género que las Confesiones de Agustín de Hipona, y señalan que los paralelismos sustanciales entre las respectivas experiencias de los dos hombres, separados en tiempo y espacio, son tan sorprendentes que señalan una naturaleza perenne de conversión, incluso o especialmente en lo que respecta a la vida intelectual.

Hamann nació en Königsberg, en 1730. Fue bautizado y asistió a la escuela catedralicia de la ciudad, no lejos de donde unos años antes Immanuel Kant había recibido su propia educación pietista. Según su relato, disfrutó de una crianza refinada a cargo de sus padres cristianos y se mostró curioso por naturaleza, a veces en detrimento propio: “En lugar de satisfacerme con la leche pura del evangelio, me abandoné a otro sendero paralelo con la precocidad de mi curiosidad e interés puesta en todos los errores y herejías”. Pero la fuerza de su mente fue advertida por sus padres y maestros. Se mostraba como una inmensa promesa de filólogo, un título que más tarde adaptaría a su condición de autor como “amante de la Palabra”. Acabó siendo el primero de su clase y partió rumbo a la universidad con la intención de obtener un título en Teología.

Sin embargo, con el tiempo, su fe y el foco de su atención fueron declinando: “Deambulaba por la antesala de las disciplinas académicas”, escribe, y su inconstante aplicación a sus estudios rápidamente se unió a la decepción acerca del carácter moral aparentemente hipócrita de la iglesia. La Teología, y Dios con ella, parecían cada vez menos relevantes: “Olvidé la fuente de todo lo bueno que provenía de Aquel de quien podía esperar y demandar aquello de lo que carecía, de manera tal que con Su ayuda hubiera podido superar cualquier obstáculo en mi camino”, escribe.

Hamann fue confirmado como cristiano en sus días de universitario, pero su alma siguió atrofiándose. Escribe que una cantidad de nuevos intereses, desde las antigüedades hasta las bellas artes, lo distraía. Satisfacía sus nuevas pasiones cada vez más fuertes, y solo accidentalmente evitaba los pecados graves de lujuria a los que Agustín estaba sujeto. Al leer el relato confesional de sus años de juventud, uno tiene la idea de que estaba dispuesto a hacer casi todo siempre y cuando fuera gratificante para sus sentidos, su imaginación y, por encima de todo, su vanidad.

Después de la conversión de Hamann, su pasado se vuelve entendible solo si se lo toma como algo tornado en bueno por la gracia.

Esa falta de templanza pronto lo condujo a la codicia. Dejó la universidad sin haber obtenido su grado y, mientras su madre lloraba al verlo abandonar Königsberg, salió al mundo para ganar el dinero que le permitiera mantener sus gustos cada vez más refinados. Primero intentó iniciar una carrera de tutor. Ingresó a un hogar privado y llevó un “estilo de vida raro y huraño”, marcado por una soberbia intelectual y por la melancolía. No pasó mucho antes de que la baronesa del hogar lo despidiera por haberle escrito para “despertarle la conciencia” con respecto a la educación de sus hijos. Hamann estaba aparentemente siempre levantando polémica.

Las nuevas oportunidades iban y venían, pero no podían sostener el ritmo de la prodigalidad de Hamann o la providencia divina. Cada vez más hundido en la indolencia, entabló amistad con Johann Christoph Berens, un adinerado miembro de la Ilustración, que lo colocó profesional y financieramente bajo su ala. El papel de Berens en la vida de Hamann sería funesto e ilustrativo. Las refinadas corrientes intelectuales y espirituales de la época detestaban la sinceridad y el entusiasmo religiosos, y la conversión de Hamann traería aparejados riesgo y pérdida. Poco después de su regreso de Londres, Berens se opuso a la posibilidad del matrimonio de Hamann con su hermana, Catharina Berens, e intentó salvar a Hamann de la fe con la ayuda de su amigo Kant. Su propósito de desencanto jamás funcionó y la producción escrita de Hamann adquirió un tono adverso a ellos, que se manifestó en su primera obra, Socratic Memorabilia.

Emil Doerstling, Kant y sus amigos conversan en la mesa, Pintura, 1892–1893. Science History Images / Alamy Stock Photo.

Pero antes de que Hamman se transformara en un cruzado contra la Ilustración, debió experimentar la pérdida de casi todo lo que tenía: se enteró de que su madre estaba próxima a morir. Berens financió su regreso a Königsberg para una estadía temporal, bajo la condición de que poco después comenzara a trabajar en el negocio familiar de los Berens. Hamann partió a ver a su madre en la Natividad de Juan el Bautista. Escribe: “Durante veinte semanas Dios, mi querido Dios, permitió que mi difunta madre me esperara, antes de llevársela con Él”.

Llegó a casa justo después de que ella había empezado a agonizar. El encuentro no fue fácil. Ella lo condenó por hablar más como un joven que como un hombre. Él, por su parte, apenas podía pensar en otra cosa que no fueran sus nuevas e innumerables “otras distracciones”, tentaciones que no podía negar, aunque le causaban vergüenza. “Ella admitió que ya no quedaba nada más en el mundo que pudiera disfrutar”, escribe, repitiendo las palabras finales de Mónica a Agustín. Y prosigue: “… cuando la vi morir ―con mucha emoción y muchas reflexiones sobre la muerte―, vi la muerte de una cristiana”.

Hamann lloró a su madre “con un dolor indescriptible”. Pero el “consuelo de lo mundano” volvió a llamarlo casi de inmediato. Partió hacia Londres con el pretexto de un viaje de negocios para atender los intereses de los Berens. La razón del viaje no está clara, y los académicos sugieren que pudo haber estado conectada con una probable negociación que involucraba los puertos bálticos, Inglaterra y Rusia, teniendo en cuenta el advenimiento de la guerra de los Siete Años. Cuando llegó a Inglaterra, en abril de 1757, dispuso de unos días para preparar la tarea que le habían encomendado. En ese lapso intentó ver a un presunto sanador para curar su tartamudeo, parte de un esfuerzo más grande para aventurarse hacia un nuevo, y lucrativo, camino en la vida. El sanador falló: “Así que debí iniciar mis negocios con mi vieja lengua y mi viejo corazón”.

Si sus negocios en Londres realmente tenían que ver con el comercio internacional, algunos cambios imprevistos en las lealtades políticas hicieron que su esfuerzo resultara vano, y Hamann solo logró que se burlaran de él durante la primera reunión: “Cuando expuse la naturaleza de mi negocio a las personas con las que debía reunirme, quedaron asombrados ante la seriedad de mis propuestas, incluso más cuando supieron cómo se las ponía en práctica y quizá, sobre todo, ante la elección de la persona a quien se le habían confiado”.

Ya sin ninguna dirección ni propósito, retornó a sus desvíos: “Estaba próximo a la desesperación, e intenté evitarla y suprimirla con meras distracciones. La ceguera, el frenesí, incluso el sacrilegio parecían ser el único remedio para mí… Dios sabe qué no habré considerado con tal de pagar mis deudas y ser libre una vez más para embarcarme en un nuevo disparate”. Se mudaba una vez por mes, entablaba amistad con embusteros y buscaba nuevas posibilidades de hacer fortuna allí donde aparecieran.

La conversión, lejos de confundirnos, es aquello que vuelve el mundo más comprensible.

Providencialmente, ninguna apareció. Con una impactante deuda a cuestas, sin amigos y alternando entre el desdén por sí mismo y la desesperación, Hamann se mudó a un apartamento en la calle Marlborough, arrendado por una joven pareja. Reflexionó acerca de la posibilidad de caer aún más en la pobreza, incluso volverse un mendigo, y se vio obligado a entregar su reloj a su casero para pagar el arrendamiento. Con algo de imprudencia, compró un ejemplar de la Biblia del Rey Jacobo y lo agregó a la colección de libros que apenas había tocado. Resignado a no hacer otra cosa más que permanecer sentado en su dormitorio y leer aquellos libros que parecían “pobres consuelos, esos amigos que creí imprescindibles”, Hamman tocó fondo.

Cuando estaba en el pico de la desesperación, regresó al Dios que había traicionado: “En el tumulto de todas mis pasiones, tan abrumadoras que a menudo apenas podía respirar, me mantuve suplicando a Dios que me diera un amigo… que ya no podía imaginar… Un amigo que pudiera darme la llave de mi corazón, el hilo que me conduciría fuera de mi laberinto”.

Debilitado en su fe, Hamann recibió una respuesta a esta oración: “¡Alabado sea Dios! He encontrado a este amigo en mi corazón, que se deslizó en él justo cuando más sentía su vacío, oscuridad y desolación”. En una alusión a Génesis 1:2, Hamann compara su propio corazón con la escena de vacío al inicio de la creación. El Espíritu entró en él, permitiendo e impulsando a Hamann a experimentar “un nuevo comienzo”, una recreación de sí mismo a través de la lectura de la Biblia “con más atención, de un modo más ordenado y con más hambre”.

Primero se enfocó en el Éxodo y escribió: “Reconocí mis propias ofensas en la historia del pueblo judío”. Los libros de Moisés, lejos de ser solo historia y ley, estaban escritos tipológica y providencialmente para contar acerca de él y su pecado: “Leí la historia de mi propia vida y di gracias a Dios por Su indulgencia con Su pueblo, porque nada, sino ese ejemplo, podía justificar una esperanza similar para mí”.

El 31 de marzo, mientras leía el quinto capítulo del Deuteronomio, “cayó en un estado de profunda meditación” sobre la historia de Caín y Abel. Las palabras que Dios dice a Caín acerca de la tierra, abierta para recibir la sangre de Abel, atravesaron su mente: “Sentí que mi corazón latía con fuerza, oí una voz que gemía y profería lamentos en las profundidades, como la voz de la sangre, como la voz de un hermano asesinado, que quería vengar su sangre… Decía que eso era lo que había hecho que Caín estuviera inquieto e imposibilitado de escapar. De inmediato sentí que mi corazón fluía, se derramaba en lágrimas, y ya no pude más, no pude más esconderle a Dios que yo era el asesino de mi hermano, el asesino de Su único Hijo engendrado”.

Con esta aceptación ante Dios, ese “aquí estoy, Señor” con completa conciencia de su propio pecado, Hamann se sintió “más sereno que nunca”. Sus recuerdos de deudas terrenales parecían incomparables con este recién descubierto sentido de las deudas de su espíritu, y el perdón de estas últimas le pareció más deseable y maravilloso que cualquiera que pudiera concederse con respecto a las primeras. Cierra su autobiografía espiritual confesando su fe sincera y orando por su tarea desde ese momento en adelante para recibir la bendición de Dios.

En 1759, un año después de esa profunda transfiguración de su mente y su corazón, Hamann comenzó su tarea de escritor al publicar Socratic Memorabilia. Se trata, en su intención privada, de una respuesta al esfuerzo de Berens y Kant por echar agua fría sobre su recién encontrada fe. En un sentido público, se trata de una apología paradigmática de la fe en una época en que la razón no se comprendía a sí misma.

Memorabilia enfatiza la continuidad de la filosofía socrática con fe, en particular acerca del autoconocimiento socrático. En tanto los Ilustrados racionalistas podían hacer un héroe de Sócrates para “burlarse mejor del hijo del carpintero”, Sócrates se consideraba ignorante y recurría a un daimón. “Si realmente creen en Sócrates, entonces sus dichos ―los de Sócrates― son declaraciones contra ellos”, escribe Hamann, señalando la incapacidad de los pensadores de la Ilustración para ir más allá de los sofistas y caballeros atenienses quienes, en definitiva, respondieron al proyecto de Sócrates de conocerse a sí mismo con una sentencia de muerte.

No es coincidencia que ese trabajo viniera después de London Writings, donde Hamann inicia su autobiografía confesional ampliando el Salmo 94: “En la infinidad de mis pensamientos dentro de mí (y acerca de mí) tus consuelos alegran mi alma”. El autoconocimiento es el problema filosófico que Hamann no podía resolver por sus propios medios. Memorabilia es, quizá en su núcleo, una prueba de la eternidad de esta gracia sin contratiempos, de la cual el retrato de Sócrates que hace Hamann no se abstrae. Concluye Memorabilia, quizá de un modo impactante, preguntando: “La siguiente pregunta debe hacerse a todo aquel que no tolere a Sócrates entre los profetas: ¿Quién es el padre de los profetas? Y, ¿acaso nuestro Dios no se ha llamado a sí mismo de ese modo y ha demostrado ser un Dios de los paganos?”

Esta alianza de diferentes tipos premodernos acerca y en contra de la soberbia racionalista moderna se volvería un sello distintivo del pensamiento de Hamann que atrajo atención, consternación y algo más que una admiración ocasional de sus contemporáneos. Y la utilidad de ese pensamiento también está disponible para nosotros al reflexionar acerca de la similitud de Hamann con Agustín. Ambos hombres se comprendieron a sí mismos a través de la conversión, tanto en su insensatez previa como en su tarea no solo de vivir, sino de pensar a la luz de la verdad que habían llegado a conocer. Aprendemos que la conversión no conduce al cese de una vida reflexiva, sino que la hace posible y la transfigura, sacando provecho del material radicalmente particular de la historia de cada uno que, de otro modo, podría parecer un mero obstáculo privado hacia el entendimiento de sí mismo y de los otros. Leer conjuntamente a Agustín y a Hamann puede mostrar que la conversión, lejos de confundirnos, es aquello que vuelve el mundo más completamente comprensible.

No está claro si Hamman fue comprendido por otros en su época; parece incluso improbable. Pero su conversión fue, ante todo, acerca de sí mismo y su relación con Dios, y su tarea de escritor vino después como una advertencia contra aquellos escollos a los que él estuvo sujeto y como una invitación a la transformación del alma que él experimentó. En suma, Dios puede saldar las deudas que acumulamos a costa de él y nuestra. Escribe Hamann: “Nuestra religión está organizada de un modo tan completo para satisfacer nuestras necesidades, debilidades y deficiencias, que las transforma en bendiciones y cosas bellas ―todo en contra de nuestra voluntad de no conversos―, todas transformadas”.


Traducción de Claudia Amengual