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CajaLa renuncia a las ambiciones y el derribo de barreras entre los hombres acarrean a los cristianos la enemistad del mundo. Este los perseguirá como a Cristo y no hará caso de sus palabras, como no lo hizo de las de Cristo (Jn 15:20).
La conducta del cristiano es delicada. El aviso de presentar la otra mejilla no es un precepto, mas tampoco una mera hipérbole; cuando el testimonio no pueda ser eficaz de otra manera, habrá que ofrecer la cara. Es evidente, sin embargo, que no puede implantarse como norma cotidiana; Jesús no rehuyó las bofetadas cuando llegó el momento decisivo, pero discutía con sus adversarios y los insultaba en público si hacía falta; continuaba su obra en medio de la oposición sorda o ruidosa, pero a veces se refugió al otro lado del río (Jn 10:39-40).
En el Antiguo Testamento un grupo piadoso determinó dejarse matar antes que combatir en sábado, pero hubo que retractar la decisión ante la carnicería de que eran víctimas (1 Mac 2:34-41). En un mundo de pecado hay que establecer tribunales de justicia; no es frecuente convertir asesinos brindándoles la yugular. Pero hay días, no hay que olvidarlo, en que la colina reclama otra cruz.
Cristo recomienda la cautela de la serpiente y sabe que las ovejas no han de esperar requiebros de los lobos. La guía del Espíritu, el consejo de los hermanos y el tacto natural juzgarán lo conveniente en cada situación. Rencor, odio y venganza quedan fuera de la postura cristiana; hay que rezar por los perseguidores y decidirse a no tener enemigos (Mt 5:44); los otros podrán considerarse tales, pero el cristiano desea restaurar la relación normal con ellos. Aprovechará el primer resquicio para izar bandera blanca y saludar con la mano (Mt 5:46-47).
Oponerse a la injusticia del mundo podrá parecer ilusorio, arriesgado e inútil. Si es ilusorio o no, júzguese por las bienaventuranzas; cuatro de ellas se refieren a los que el mundo llama ilusos: «Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, los puros de corazón (= los sinceros), los que trabajan por la paz, los que sufren persecución por ser fieles» (Mt 5:6, 8-10).
En la lucha cristiana, la batalla decisiva ha sido ya ganada.
Sin remitirnos a vetustos tratados sobre «la vanidad del mundo», quien vive en él sabe que la ambición no engendra felicidad. Nunca como en esta época de codicia y rivalidad estimuladas han pululado las neurosis, hasta constituir una preocupación social. El desequilibrio crece con el afán de subir y dominar. El mundo no ofrece paz, sus promesas son falaces, porque impiden la integración del hombre, privándolo del sosiego. Bajo las blanduras de su confort se siente su hosquedad y desabrimiento.
Al contrario, la vocación cristiana, que centra al hombre y extirpa sus cánceres, es causa de paz y alegría. Le bastaría eso para no ser ilusoria. Pero hay más: en esta lucha, la batalla decisiva ha sido ya ganada. Refiriéndose a su pasión y muerte, dice Cristo: «Ahora el jefe de este mundo va a ser echado fuera» (Jn 12:31), y para alentar a los discípulos en el cenáculo, les asegura: «En el mundo tendréis persecuciones, pero ánimo, que yo he vencido al mundo» (Jn 16:33). Quizá los cristianos no se dan bastante cuenta del efecto de la redención: la estructura de mal, creada por los hombres, está minada, le flaquea el cimiento. Es todavía un baluarte imponente, con mil recursos para oprimir y matar, pero está socavada y destinada a la ruina. Dios ha tomado la iniciativa y el mal será arrasado implacablemente. Los cristianos deben vivir con esta seguridad, aun en medio de la persecución y del dolor: «No tengáis miedo de los que matan el cuerpo» (Mt 10:28).
Así se explica la alegría cristiana. Nace de sentirse reconciliado y en paz, de la protección del Padre (Jn 17:13), de Cristo presente y activo en la comunidad; es fruto del Espíritu (Gál 5:22) que orienta la vida hacia la verdad y el amor. Se basa también en la certeza de que el mundo perverso se desplomará para dar lugar a una sociedad humana más justa, que Dios transformará inefablemente en su reino.
La alegría es el clima normal del cristiano, siendo fruto del Espíritu que ha recibido. San Pablo insiste en que los filipenses estén siempre alegres (Flp 5:4) y él mismo se dirige a los corintios llamándose «cooperador en su alegría» (2 Cor 1:24); eso debe ser el cristiano en una sociedad crispada y recelosa. El mundo es un coloso enfermo; la Iglesia será un pigmeo, pero de salud robusta, y sabe que vivirá para siempre. Cada acción en pro de la unidad humana es un paso adelante en el camino del reino y un tachón en el pecado del mundo.