Tenía diecisiete años la primera vez que leí los Evangelios. Para ser sincero, algunas cosas que Jesús dijo no me gustaron. Y, la verdad sea dicha, siguen sin gustarme. Aún hoy me resulta difícil digerir algunas de sus enseñanzas.

Llevo ya unos cuarenta años esforzándome por seguir a Jesús, y la verdad es que no se ha vuelto más fácil. Esto se debe a que Jesús predicó un mensaje bastante duro. Aunque me gustaría reinterpretar sus palabras o retocarlas para que resulten más convenientes, sé que eso no es posible. Jesús dice cosas que no quiero oír; cosas difíciles de llevar a la práctica. A pesar de que me siento tentado a olvidarlas o buscar excusas, no puedo ignorar lo que Jesús dice; mi única opción es obedecerlo.

Veamos a cuáles de sus dichos me refiero.

1. Sean perfectos (Mt 5:43-48)

“Por tanto, sean perfectos, así como su Padre celestial es perfecto”. ¿De verdad? ¿Cómo puede ser? Nunca he sido ni seré perfecto. Quizá se trata de una hipérbole o tal vez no entiendo del todo cuál es el punto de Jesús. El contexto indica que Jesús hace referencia a la idea de que está bien odiar al enemigo mientras se ame al prójimo. Pero él dice que debemos amar a nuestros enemigos, además de amar a nuestro prójimo. Así ama Dios; su amor es total y sin distinciones, como el sol que sale sobre malos y buenos o la lluvia que cae sobre justos e En otras palabras, debemos mostrarle amor a cada persona que cruza nuestro camino sin importar quien sea, no solo a aquellos que les caemos bien o nos caen bien a nosotros.

A simple vista, esta interpretación de las palabras de Jesús parece un poco más aceptable. Al menos no se trata de alcanzar un nivel de perfección divina. Sin embargo, no es tan así; puede que no tenga que ser perfecto como Dios, pero debo amar con el mismo amor de nuestro Padre celestial. ¡No es algo sencillo! Pero tampoco es imposible, ya que el amor del Padre tiene poder transformador: su amor nos capacita para amar como él. “Nosotros amamos porque él nos amó primero” (1 Jn 4:19). El testimonio de Pablo es similar: “El amor de Cristo nos obliga” (2 Co 5:14).

Nosotros podemos amar a nuestros enemigos no porque somos buenos, sino porque Dios nos amó y nos reconcilió con él, a nosotros que éramos sus enemigos. ¡Ciertamente el amor de Dios es perfecto! Y si nosotros estamos dispuestos, su amor no solo nos transformará, sino que, a través nuestro, alcanzará a nuestros enemigos. La cuestión, pues, no es si podemos amar incondicionalmente como nuestro Padre celestial, sino si estamos dispuestos a hacerlo. Eso implica aceptar ser transformados por completo, sin excepciones y sin excusas. ¡Pero es posible! Y, al fin y al cabo, es lo único que realmente vale la pena.

2. No vuelvas a pecar (Jn 8:11)

Entonces Jesús le dijo: “Ahora vete, y no vuelvas a pecar”. ¿No vuelvas a pecar? Otra vez nos enfrentamos al tema de la perfección. ¿Qué quiso decir realmente Jesús? ¿Cómo podría esta mujer adúltera no volver a pecar? Ni siquiera sus acusadores, los maestros de la ley y los fariseos, estaban libres de pecado, entonces, ¿qué esperanza había para ella? ¿Y acaso no somos todos pecadores? ¿Quién de nosotros puede estar alguna vez libre de pecado? ¿Verdaderamente Jesús espera que esta mujer, o cualquiera de nosotros, no vuelva a pecar?

Quizá el propósito de Jesús fue sencillamente decirle a esta mujer que dejara de vivir en la promiscuidad. Podría ser… Pero este relato está en el Evangelio de Juan, el mismo Juan que más tarde escribió: «Pero ustedes saben que Jesucristo se manifestó para quitar nuestros pecados. Y él no tiene pecado. Todo el que permanece en él no practica el pecado. Todo el que practica el pecado no lo ha visto ni lo ha conocido” (1 Jn 3:5-6). ¡Palabras muy duras! Y si somos sinceros, quién de nosotros puede honestamente creer que Jesús tenía en mente algún tipo de excepción cuando le ordenó a la mujer no volver a pecar.

Wassily Kandinsky, Estudio para paisaje otoñal con barcos, 1908.

Es verdad, todos nosotros pecamos, pero no es menos verdad que no deberíamos hacerlo. En palabras de Pablo: “Nosotros, que hemos muerto al pecado, ¿cómo podemos seguir viviendo en él?” (Ro 6:1). No somos impotentes frente al pecado; no tenemos por qué seguir “siendo esclavos del pecado”. Hemos sido liberados y ahora somos esclavos de Dios (ver Romanos 6).

Visto de este modo, el mandato de Jesús puede entenderse más como un signo de esperanza que un ideal imposible. No tenemos por qué quedar atrapados en una vida de pecado; hay salida. ¡Y esto sí es una buena noticia!, especialmente para quienes buscan una vía de escape, sienten el agobio de una vida de pecado y están dispuestos y deseosos de servir a un nuevo Señor. Admito que no siempre tengo ese deseo ni esa disposición; en mi interior, a menudo se libra una feroz batalla entre “el Espíritu y mi naturaleza pecaminosa» (Gá 5:16-18). Pero ¡gracias a Dios!, el Espíritu tiene el deseo, la disposición y el poder, y él intercede por nosotros (Ro 8:26-27). Esto nos da no solo la posibilidad, sino la esperanza cierta de lograrlo. 

3. Vuélvele también la otra mejilla (Mt 5:39)

“Si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, vuélvele también la otra”. ¿Acaso Jesús no me conoce? Sé bien cómo reacciono en el fragor del momento. Si no puedo devolver el golpe, buscaré otra forma de lastimar. Jesús me conoce; sabe que trataré de desquitarme. Además, si dejamos que los malvados se salgan con la suya, ¿de qué manera eso contribuye a que lleguen a ser mejores personas o hacer del mundo un mejor lugar? Ciertamente Dios no hace la vista gorda ante el mal y, si leemos el final de la historia, tampoco lo hará en el futuro.

Quizá Jesús solo quiere un cambio de actitud de nuestra parte: no albergar odio ni rencor hacia nuestros enemigos, aun cuando debamos defendernos o defender a otros de su agresión. Pero el problema es que Jesús no está hablando de actitudes, sino de situaciones de la vida real. Por ejemplo, en su tiempo, un soldado romano podía por ley exigirle a un transeúnte que le llevara su carga por 1,5 km, bajo pena de recibir castigo. Jesús no quiere que nos limitemos a pensar o hablar de manera diferente sobre nuestros enemigos, sino que les hagamos el bien.

Jesús tampoco nos pide que miremos hacia otro lado como si no hubiera pasado nada. Lo que nos pide es que volvamos la otra mejilla, la izquierda, lo cual obligaría al agresor a abofetearnos nuevamente con su sucia mano. Ese gesto le recordará que está golpeando a un ser humano igual a él, creado a imagen de Dios. Esto podría hacer que, como dice el proverbio, se avergüence de su conducta (Ro 12:20), se detenga y se dé cuenta de que cada vez que abusamos de otra persona no solo lastimamos a esa persona, sino que nos degradamos nosotros mismos.

Nunca es fácil volver la otra mejilla, nunca. Para mí, al menos, nunca lo ha sido. Requiere estar decidido a ver la imagen de Dios en cada ser humano, incluso en aquellos que nos lastiman o intentan aprovecharse de nosotros, y reconocer que «sin la gracia de Dios, nada soy”. Nosotros y nuestros enemigos somos uno; volver la otra mejilla para intentar así ganarlos para el bien es un hecho poderoso. Es lo único que libera al mundo y a nosotros mismos del mal.

4. Vende todo lo que tienes (Mc 10:21)

Jesús dijo: “Una sola cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres”. Me alegra saber que Jesús le dijo esto a un joven rico y no a mí, que no soy joven ni rico. ¿O hay algo que no estoy entendiendo? De hecho, en otros pasajes le dice a la multitud, no solo a los millonarios: “Vendan sus bienes y den a los pobres. […] cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo”. (Lc 12:33; 14:33). Mmm… así que este asunto de vender todo lo que tengo sí me atañe después de todo.

Pero, aun así, ¿de qué sirve dar todo a los pobres? Si doy todo lo que tengo, no hago más que intercambiar lugares con ellos. La pobreza no sería derrotada, solo que esta vez, yo acabaría perdiendo.

El joven rico se fue triste; entendió perfectamente lo que Jesús le dijo y no intentó reinterpretar sus palabras. ¿Y qué hay de ti y de mí? Nosotros nos vamos buscando justificaciones, de un modo u otro tratamos de zafar: Jesús solo quiere que demos lo que podemos, lo que está dentro de nuestras posibilidades. Sin embargo, yo no estoy tan seguro de que sea así. Creo que Jesús quiso decir exactamente lo que dijo. También habló muy en serio cuando les dijo a sus seguidores que recuperarían todo aquello a lo que habían renunciado, y no en la misma medida sino cien veces más: una nueva familia y nuevas tierras, en esta vida y en la edad venidera (Mc 10:29-31).

Jesús es categórico: no puede darnos aquello que no estamos dispuestos a abandonar. No se trata de volvernos indigentes, sino de ser sus seguidores junto a otros que, igual que nosotros, lo han dejado todo. Jesús nos invita a cada uno de nosotros, ricos y pobres, a dejar el sinsentido del materialismo dominante y adoptar una nueva forma de vida junto a hermanos y hermanas que no acaparan bienes para sí, sino que los comparten sin reservas. Esta forma de vida es, además de un duro golpe contra el egoísmo, el antídoto contra una vida de vacío y soledad. 

5. Si no aborrece a su padre, su madre (Lc 14:25)

Dijo Jesús: “Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre, madre, mujer, hijos […], no puede ser mi discípulo”. Esta afirmación, además de desconcertante, suena como un tremendo error. ¿Cómo pudo Jesús, el Buen Pastor, el amor encarnado, el Salvador del mundo decir algo así? Además, si se nos pide que amemos a nuestros enemigos, ¿cómo se explica que tengamos que aborrecer a nuestra propia familia?

De acuerdo, Jesús no usó el término “aborrecer” en sentido literal, así como tampoco espera que literalmente nos cortemos la mano que nos hace pecar. Sin embargo, la advertencia de Jesús sobre la familia no debe tomarse a la ligera. “¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos?”, preguntó Jesús en una ocasión. “Pues mi hermano, mi hermana y mi madre son los que hacen la voluntad de mi Padre que está en el cielo” (Mt 12:46-50). Palabras igualmente duras. Jesús no vino a construir familias felices, sino a “traer espada”, una espada que divide a las familias. Cualquiera que quiere a su familia más que a él no es digno de él (Mt 10:24-39).

Los primeros en volverse contra Jesús, y más tarde contra sus seguidores, fueron miembros de su familia (Lc 4:24). Este es el motivo por el que seguir a Jesús implica renunciar a la familia. Nuestra lealtad a él no solo trasciende los lazos naturales, sino que a menudo genera conflicto y resentimiento. Jesús vino para liberarnos de todo lo que nos ata a valores terrenales: una manera de ser que atenta contra la voluntad de Dios, como manifestar una preferencia ciega por los miembros de nuestra familia, ignorar patrones de conducta pecaminosa que hemos naturalizado y ya no censuramos o lograr una buena vida, cómoda y segura, a expensas de los demás. Jesús propone una revolución, una transmutación de valores que sustituye al interés personal. Su causa —su reino de paz, justicia, salvación y de victoria sobre el mal— implica sacrificarse uno mismo por las cosas que importan y perduran.

Jesús nos pregunta: “¿De qué sirve ganar el mundo entero si se pierde la vida?”. Pero no olvidemos que también nos promete una nueva familia de hermanos y hermanas no emparentados por lazos de sangre sino por su sangre; sangre que nos limpia no solo a nosotros sino al mundo entero de toda maldad. Aun sabiendo cuán buena es la familia, hay algo mucho mejor; es verdad que nos exige una lealtad superior, pero nos ofrece el único amor que perdura.

Lee la segunda parte acá.


Traducción de Nora Redaelli