En un artículo anterior me propuse analizar algunas frases y enseñanzas de Jesús tan duras que desearía que nunca lo hubiera dicho. Aquí les presento otras cinco (aunque les aseguro que hay más).


No juzguen (Mateo: 7:1-5)

“No juzguen para que nadie los juzgue a ustedes”. Cada vez que leo esto, inevitablemente me siento juzgado. La verdad es que juzgo a la gente todo el tiempo, en especial, a los que son diferentes a mí y con quienes convivo y trabajo a diario. Todo lo que espero de los demás rara vez lo exijo de mí mismo o, al menos, no en igual medida. Así pues, me reconozco culpable.

Para aliviar mi conciencia, trato de no juzgar en absoluto: “¿Quién soy yo para juzgar?”, y con esto en mente, simplemente ignoro o racionalizo el pecado a mi alrededor. Sin embargo, el mandato de no juzgar, no significa hacer de cuenta que el pecado no existe. Jesús dijo: “Si tu hermano peca contra ti, ve a solas con él y hazle ver su falta” (Mateo 18:15). No hacerlo equivale a no cumplir con nuestra responsabilidad de cuidar a nuestro hermano o hermana. El pecado destruye vidas, y desentendernos del problema con la excusa de “no juzgar” es contrario a la práctica del amor sincero (Romanos 12:9).

Jesús no nos prohíbe juzgar, sino que desaprueba que juzguemos de manera indebida. Antes de preocuparnos por sacar la astilla del ojo de nuestro hermano, debemos sacar la viga de nuestro propio ojo; solo entonces veremos con claridad para sacar la astilla del ojo de otra persona. Esta es la parte de la ecuación que preferimos omitir. Es verdad que Jesús dijo “No juzguen a otros” (¡esto ya es bien difícil!), pero también dijo “¡Júzgate a ti mismo!”, entonces podrás cuidar de tu hermano y hermana; ve y ayúdalos a sacar la astilla de pecado de su ojo. Esto es lo que Jesús realmente quiere decir; nada fácil de cumplir, por cierto.

Si permito que Dios opere un cambio radical en mí, con la ayuda y el discernimiento de mis hermanos y hermanas, puedo llegar a ser agente de sanación y esperanza para otros. Todos somos ciegos, de una u otra manera, pero con la ayuda de Dios y de los demás, todos podemos ver. La cuestión es si verdaderamente queremos ver.

El más importante será el último (Mateo 20:24-28)

“El que quiera hacerse grande entre ustedes deberá ser su servidor”. La sabiduría de Jesús no solo parece contraria a toda lógica, sino completamente fuera de la realidad. Es tan contraria al sentido común que apenas puedo aceptarla. Desde la escuela primaria en adelante me enseñaron a esforzarme por ser el primero, llegar a la cima, estar al frente, adelantarme al resto de la manada, ser el número uno. Solo los triunfadores llegan a disfrutar todo lo bueno de la vida.

Quienes viven bajo el peso de este mantra saben la carga y la maldición que conlleva. Muy pocos de nosotros llegaremos a la cima, por mucho que nos esforcemos. Y quienes lo logran, saben lo vacía y solitaria que puede ser la vida a pesar de haber alcanzado el éxito. Podemos ganar el respeto y la admiración de muchos, pero sabemos que nada de esto nos satisface plenamente. El esfuerzo por permanecer en los primeros puestos es una espiral que no tiene fin.

Las palabras de Jesús revelan algo acerca del propósito con que Dios nos creó. Tener poder sobre otros a la larga nos deja empobrecidos, en quiebra. Esto es así porque solo cuando servimos a otros logramos satisfacer nuestra mayor necesidad y más profundo sentido de realización. Dios nos creó para amar y para el amor. Esta es la clave de la libertad, de la grandeza. Solo cuando nos alegramos y disfrutamos sirviendo a otros por amor (Gálatas 5:13) la vida llega a ser gratificante.

Jesús dijo que los más importantes en el reino serán los últimos. La grandeza de ser los menos importantes es una paradoja. Sin embargo, es así que Dios gobierna al mundo. Jesús se despojó de su gloria, se ató una toalla a la cintura y les lavó los pies a sus discípulos (Juan 13:1-17). Es lo que cada uno de nosotros debe hacer. Cada uno de nosotros puede hacer las tareas más humildes que nadie más quiere hacer. Al hacerlo, comenzaremos a experimentar cómo será la vida cuando Dios reine en la tierra de manera definitiva, ya que, cuando Dios sea el soberano, todos nosotros, sin excepción, seremos muy, muy pequeños. Para algunos de nosotros esto será motivo de enorme gozo y alegría; para otros no. Todo depende de si queremos entrar en el reino.

¡Ay de ustedes los ricos! (Lucas 6:24-26)

“¡Ay de ustedes los ricos, porque ya han recibido su consuelo!”. Durísimas palabras de Jesús y, ciertamente, no son buena noticia para personas como yo que, comparado con el resto del mundo, no solo estoy bien alimentado y soy feliz, sino que soy inmensamente rico. Sin embargo, Jesús dice las cosas tal como son; lo mismo ocurre cuando se refiere a los pobres: “Dichosos ustedes que ahora pasan hambre, porque serán saciados”. Suena casi ilógico. ¿Cómo puede ser? ¿Qué pasa entonces con los treinta mil niños que mueren de hambre a diario?

La versión de Mateo parece más razonable: “Dichosos los pobres en espíritu”. Quizá Jesús no está exaltando la pobreza, después de todo, ni condenando la riqueza. Una cosa es la pobreza espiritual, y otra, vivir como un asceta, teniendo como único alimento pan, agua y unos pocos insectos. Tal vez a Jesús ni siquiera le preocupa que tanto o que tan poco tenemos; tal vez lo más importante es el estado del alma de una persona y no su estándar de vida.

Pues no del todo. Jesús habló con bastante frecuencia y claridad acerca de la riqueza y la pobreza materiales. La riqueza es una trampa peligrosa para el alma (Lucas 16:19-31). El que posee riqueza debe darla a los pobres; de lo contrario, no tendrá tesoros en el cielo (Mateo 19:21). A las personas ricas les resultará difícil entrar en el reino de Dios (Lucas 18:24), pero no será así para los pobres. De hecho, Jesús vino para los pobres, los ciegos, los cojos y los marginados. Buenas noticias para los que no tienen nada, pero no para el resto de nosotros.

Jesús dijo lo que quería decir, y quiso decir exactamente lo que dijo. Los que viven una vida con todo lujo, sea a costa de otros o por indiferencia hacia los necesitados, ¡serán juzgados! Los bienes materiales ejercen poder sobre nosotros, y si no somos precavidos, fácilmente podemos pasar de poseedores a poseídos. Una vida de riqueza no es “una vida buena”. A quienes tienen se les manda dar (1 Timoteo 6:17-19). ¡Esa es la señal de verdadera riqueza!
Esto explica por qué la advertencia de Jesús a los ricos debe verse como una bendición. Liberarse de mamón, encontrar felicidad y contento en tener menos y dar más, es gracia. Cuando nuestra felicidad no depende de poseer cosas sino de hacer la voluntad de Dios, en dar lo que tenemos y somos, sea poco o mucho, por el bien de los demás, entonces somos ricos. El hambre de darle a Dios nos deja siempre satisfechos. Pero ¡ay! de quienes solo se proponen vivir “una buena vida”.

Por tus palabras se te condenará (Mateo 12:36-37)

“En el día del juicio todos tendrán que dar cuenta de toda palabra ociosa que hayan pronunciado.” ¿Toda palabra ociosa? ¿En serio? ¡No tengo manera de salvarme! ¿Jesús lo habrá dicho realmente en sentido literal?

En la Biblia abundan las advertencias y exhortaciones sobre la lengua. “El charlatán hiere con la lengua como con una espada” (Proverbios 12:18). El Señor hará callar “todo labio lisonjero y toda lengua jactanciosa” (Salmos 12: 3). “La lengua es un fuego, un mundo de maldad […] Contamina todo el cuerpo” (Santiago 3:6-7). Estemos o no de acuerdo, la lengua es un arma y suele ser mortal. Por eso Jesús hizo una advertencia tan severa. Las palabras nunca son inocuas: revelan lo que hay en nuestro corazón, pero también penetran y pueden lastimar el corazón de quienes las escuchan. Las palabras ociosas, vanas, pueden causar estragos.

Pero las palabras de sabiduría, las palabras que edifican en lugar de destruir, también son poderosas. De ahí que Jesús matiza su advertencia: “Porque por tus palabras se te declarará inocente” (Mateo12:37). Nuestras palabras son una suerte de barómetro que indica cómo está el clima en nuestro corazón. “De la abundancia del corazón habla la boca”. Si prestamos atención a lo que sale de nuestra boca, tendremos una mejor idea de lo que hay en nuestro corazón. Y esto es esencial, ya que es en y a nuestro corazón que Dios habla. Que podamos o no escuchar esa voz depende en gran medida de la acogida que le dé nuestro corazón.

Solo un buen corazón puede dar buenos frutos, frutos que perduran. Esa es la clase de corazón que, en el fondo, todos querríamos tener. Las palabras que decimos nos condenan o nos bendicen. Podemos ser más que lo que decimos, pero no menos. ¡Todo lo que sale de nuestro corazón a través de nuestra boca importa! Y aunque es difícil controlar la lengua, hay Uno que puede “tocar nuestros labios” (Isaías 6:6-7) y volverlos puros. Esto es además de liberador, dulce y gratificante para quienes nos escuchan. Las palabras que salen de un corazón y labios puros son sin duda “fuente de vida” (Proverbios 10:11).

Toma tu cruz (Lucas 9:23-26)

“Si alguien quiere ser mi discípulo, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga”. Jesús dice: si quieres seguirme, ¡entonces, sígueme! Seguir a Jesús implica dos cosas: negarse a sí mismo y tomar la cruz. Negarse a sí mismo ya es bastante difícil, y la mayoría de nosotros sabe de qué se trata, aun cuando sea difícil de llevar a cabo. Pero ¿qué hay de tomar nuestra cruz? Y no por única vez, sino cada día.

Fácilmente caemos en la tentación de interpretar “cruz” en sentido metafórico, como si fuera una pesada carga que debemos sobrellevar. No hay duda de que Dios pone pesadas cargas sobre nosotros y, como creyentes, estamos a llamados a cargarlas con fe y esperanza. Pero el lenguaje de Jesús es claro y directo. Cuando Jesús aceptó tomar su cruz, no se trataba de sobrellevar una enfermedad o una pérdida, sino de cargar con el instrumento que le provocaría la muerte. Jesús pudo haberlo evitado, pero ¡no lo hizo! Por el contrario, conscientemente proclamó un mensaje que lo metió en problemas. Jesús voluntariamente tomó su cruz.

Y eso mismo debemos hacer nosotros. Si queremos seguir a Jesús, debemos esperar ser como él y recibir el mismo trato que él recibió. “Ningún siervo es más que su amo”. Quienes siguen a Jesús deben vivir de modo de estar preparados para sufrir y morir, y morir por causa de él (Juan 15:18-21). La manera de hablar de Jesús no solo va contra nuestros deseos, sino que enojan a la gente. Sus palabras son escandalosas, y también lo serán las nuestras si permanecemos fieles a él. 

El camino para seguir a Jesús es angosto, pero es el único que conduce a la vida. “Dichoso el que no tropieza por causa mía.” Dichosos los que libremente toman su cruz, los que con alegría confiesan a Jesús delante de los hombres, sabiendo que esto los convertirá en blanco de odio, insultos y maltrato. Dichosos los que no temen lo que otros temen, sino que solo temen a Dios (Mateo 10:28). Ellos son verdaderamente libres; ¡están llenos de vida! Están en paz consigo mismos y con Dios, porque la verdad gobierna su vida, no el temor a la opinión pública o a la incertidumbre de la seguridad terrenal, ni el deseo vano de estatus social.

Jesús hizo y dijo muchas cosas que no nos resulta fácil oír ni aceptar (Juan 6:60). Aun así, porque él es el camino, la verdad y la vida, obedecerlo es la clave para nuestra vida. Jesús no vino a quitarnos ni empequeñecer nuestra vida como un ladrón. “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Juan 10:10). Las enseñanzas de Jesús pueden ser difíciles de entender y duras de llevar a la práctica, pero “son espíritu y son vida” (Juan 6:63). Por lo tanto, no debemos modificarlas adecuándolas a un estilo de cristianismo propio ni adaptarlas para que coincidan con nuestros deseos. Solo cuando seguimos sus enseñanzas de corazón podemos ser sus discípulos. Pero ¡ánimo! Jesús ha prometido que todos los que lo obedezcan “conocerán la verdad, y la verdad los hará libres” (Juan 8:32).


Traducción de Nora Redaelli