El Día de la Asunción de la Virgen, en el año 1174, un mercader en telas llamado Pedro Valdo repartió entre los pobres el último dinero que le quedaba, en la plaza del mercado de Lyon. “Nadie puede servir a dos señores […] a Dios y a las riquezas”, exclamó citando a Mateo 6:24. “Ciudadanos y amigos míos: no estoy loco como ustedes piensan […] lo hago por mí mismo y por ustedes: por mí, a fin de que, de ahora en más, si ustedes me vieran poseer el dinero, digan que estoy loco; para ustedes, a fin de que aprendan a poner vuestra esperanza en Dios y no en las riquezas”.

Cuenta la tradición que Valdo había estado allí, semana tras semana, repartiendo alimentos entre los vecinos afectados por la hambruna. Previamente se había ocupado de proveer lo necesario para su esposa y sus dos hijas y había encargado la traducción de textos del Nuevo Testamento y otros escritos de los padres de la Iglesia a la lengua vernácula. Su conversión tuvo lugar después de que un compañero murió por una crisis epiléptica, durante un banquete. “Si la muerte me hubiera llevado, ¿cuál sería ahora mi destino?”, reflexionó Valdo, impactado por lo ocurrido. Semanas más tarde, escuchó a un trovador, de paso por la ciudad, cantar sobre la vida de San Alejo, un cristiano que había renunciado a su riqueza, familia y posición social para vivir como mendigo. Profundamente conmovido por la historia, Valdo invitó al poeta a su casa para escuchar el relato una vez más. Al día siguiente, le preguntó a un sacerdote cuál era el camino perfecto para llegar al cielo, y su respuesta fue: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres”, fue la (Mateo 19:21).

Quizá, en la vida real, la conversión de Valdo no sucedió exactamente como sugiere esta leyenda. Por cierto, en los escritos valdenses que han llegado hasta nosotros, el nombre “Pedro” no aparece hasta ciento cincuenta años después de su muerte. Lo que queda claro a partir de documentos del siglo XII es que el hombre que ahora conocemos como Pedro Valdo, también llamado Valdés o Valdesius, en latín, renunció a su fortuna a comienzos de la década de 1170 y comenzó a predicar en público. Exhortaba a todo el que encontraba a tomar en serio la Escritura y seguir verdaderamente los mandamientos de Jesús. Todos, no solo los clérigos o las personas consagradas, pueden poner en práctica las enseñanzas de Jesús en la vida cotidiana. Algunos lo siguieron, y a este grupo libremente organizado de predicadores itinerantes se los conoció como “Los pobres”. Sus detractores los apodaron “sandaliati” –los que calzan sandalias– o simplemente valdenses. Así los describió un contemporáneo, Walter Map, en 1179: “Estos no tienen una morada fija. Van de dos en dos, descalzos, vestidos con túnicas de lana. No tienen bienes; todo lo ponen en común, como los apóstoles. Desnudos, siguen a un Cristo desnudo”.

Este grabado decimonónico de Pedro Valdo se base en una escultura de Ernst Rietschel (1804–61). Historical Eye Ralf Feltz / Alamy Stock Photo. Usado con permiso.

Aunque a veces se ha pensado en Valdo como un “protoprotestante”, su propósito fue reformar la Iglesia Católica no abandonarla. Un documento del año 1180, que se cree fue firmado por Valdo, declara la adhesión a la doctrina católica ortodoxa. La lectura personal de la Biblia en lengua vernácula no estaba necesariamente prohibida en Francia en el medioevo tardío, cuando hubo un crecimiento de las ciudades y también de la cantidad de personas alfabetizadas. Antes de Valdo, otras personas también se habían despojado de sus riquezas, y unas décadas más tarde lo harían San Francisco de Asís y Santo Domingo. Los primeros valdenses optaron por permanecer itinerantes en lugar de fundar monasterios. Aparte de predicar, no aceptaban realizar ningún otro trabajo para no caer en la tentación de acumular riqueza. Asimismo, dieron un paso radical al atreverse a leer, predicar e interpretar la Escritura en público, como laicos.

En un principio, los valdenses fueron tolerados debido a su ortodoxia doctrinal. Cuando Valdo junto a algunos compañeros se presentaron ante el Tercer Concilio de Letrán, en 1179, y le entregaron al papa Alejandro III una copia de su Biblia, el pontífice abrazó a Valdo, elogió su voto de pobreza mendicante y los autorizó a predicar siempre y cuando obtuvieran permiso del arzobispo de su ciudad. Sin embargo, las relaciones se deterioraron rápidamente: algunos valdenses se volvieron anticlericales; otros no solicitaron el debido permiso para predicar y, en 1180, el movimiento incorporó mujeres predicadoras. Cuando el arzobispo de Lyon, Jean de Bellesmains, citó a Valdo para prohibirle predicar, su respuesta fue: “Obedeceremos a Dios antes que a los hombres”. En 1184, los valdenses fueron condenados como cismáticos.

El movimiento creció, y los valdenses llegaron a Gran Bretaña, Alemania y España. Adoptaron creencias consideradas heréticas en esa época: algunos valdenses se negaban a prestar juramento o estaban en contra de la pena de muerte; hubo entre ellos quienes propusieron que estaba bien confesarse con un laico cuando el párroco local era corrupto; otros celebraban la Cena del Señor administrada por laicos. Una parte del movimiento adoptó posturas demasiado radicales incluso para su fundador. En Lombardía, un grupo de valdenses que vivían en comunidad, rebautizaban a las personas que querían unirse a ellos y proclamaban que solo iban al cielo aquellos que se despojaban por completo de sus bienes. En 1205, Valdo los expulsó del grupo Los pobres; él murió poco tiempo después, en 1206 o 1207.

Ante una hostilidad creciente, los valdenses pasaron a predicar en la clandestinidad. En la década de 1230, la Inquisición emprendió una persecución a gran escala contra ellos, a pesar de lo cual se dispersaron por todo el continente europeo. En el siglo XIV, las ciudades resultaron demasiado peligrosas, y Los pobres buscaron refugio en las zonas rurales. En el siglo XV, establecieron estrechos vínculos con los husitas de Moravia. Los cruzados que invadieron los valles alpinos asesinaron a cientos de ellos, lo cual llevó a que algunos valdenses abandonaran el pacifismo.

Cuando Martín Lutero puso en marcha la Reforma protestante, el movimiento valdense tenía más de trescientos años de existencia. Los dos grupos entraron en contacto tempranamente, en 1523, y con el tiempo, los valdenses adoptaron creencias y estructuras de la Iglesia Reformada. Algunos valdenses vieron este acercamiento como una traición: un movimiento de organización libre, no alineado y perseguido quedaría ligado a una iglesia institucionalizada y a una teología sistemática. Otros, en cambio, han argumentado que esta era la única vía de supervivencia.

Este año, los valdenses en Italia, Uruguay y Argentina, países donde hoy existe un número importante de comunidades, celebran 850 años de historia, vividos, la mayor parte del tiempo, como congregaciones de una minoría perseguida. Los valdenses tienen un emblema que muestra una vela y un libro, con el lema lux lucet in tenebris (la luz brilla en las tinieblas). El llamado de Valdo a dejar que la palabra de Dios ilumine nuestras vidas, a vivir de acuerdo con sus enseñanzas y compartirla con otros no ha dejado de resonar hasta hoy. 


 Traducción de Nora Redaelli