Antes de mi primera excursión al extranjero había trabajado durante mucho tiempo en varios ministerios cristianos y pensé que ya sabía cómo era estar al frente del trabajo misionero. Estaba equivocado.
En medio de un barrio empobrecido del tercer mundo, rodeado de niños hambrientos y adultos desesperados que vivían en chozas con pisos de tierra; asediado por olores, ruidos, polvo, calor y pura angustia, me quedé inmóvil en el medio de una calle y me puse a llorar abiertamente y sin que me diera vergüenza. Estaba abrumado en absoluto.
Me vino a la mente las pregunta: ¿Cómo permite esto un Dios amoroso? ¿Acaso no escucha sus gritos? Estos interrogantes me han perseguido por muchos años, al igual que mi frustración por lo poco que podía hacer para aliviar este sufrimiento.
Durante otra hambruna africana, me pregunté: ¿No oye mi Dios la débil protesta de los lánguidos niños hambrientos? Traspasado por las miradas desesperadas y suplicantes en un cuarto lleno de huérfanos rumanos, agobiado al pensar en la necesidad de amor que tenían todos, cuestioné: ¿No se quebranta el corazón de mi Dios? Luego, en una costa cubierta de desechos desparramado por un tsunami exterminador, pregunté: ¿No está conmovido el Dios de amor por la tragedia de pueblos enteros destruidos? En mi ciudad de Los Ángeles, caminando alguna noche agradable de verano por una calle del barrio carenciado “Skid Row”, pensé: ¿No recuerda mi Dios cómo era no tener dónde reclinar la cabeza?
¡Qué llamado tan maravilloso: manifestar el amor de Dios a un mundo dolorido!
Cuántas veces, mientras hacía lo poco que podía, no he gritado con angustia: “Dios, ¡ya basta! ¿Cómo lo puedes soportar? ¿Por qué no rasgas los cielos y dispersas las estrellas, extendiendo tu poder inmenso para dar de comer a los hambrientos, sanar a los enfermos, confortar a los quebrantados y consolar a los solitarios? ¿Cómo puedes saber de todo esto y no hacer nada? ¿Cómo es que yo, un hombre de polvo con corazón de piedra, me encuentro arrodillado, llorando ante la condición de mis hermanos y hermanas, mientras tú, que todo lo puedes hacer, parece que te quedas indiferente?”.
¿Cómo respondo al no creyente que desafía mi afirmación “Dios es amor, él sabe todo y puede hacerlo todo”? ¿Qué digo cuando contemplan el mundo y dicen: “Si tu Dios es así, no quiero tener que ver con él”? ¿Con qué argumento explico el caso de un niño muriéndose de diarrea, que podría haberse salvado con nada más que agua limpia y unos pocos centavos de sal? ¿Cómo protejo a mi Dios de esas flechas acusadoras?
Mi respuesta por muchos años fue: “Yo no sé. Algún día, sabré. Pero ahora permanezco en la fe, creyendo en un Dios que no veo y no entiendo, pero a quien conozco por ser el amor”. Sí, he oído los argumentos sobre “algún día”, sobre la soberanía, sobre la predestinación y el pecado, y lo soberbio del hombre al dudar de la voluntad y el motivo de su creador. He defendido de manera incondicional y pública —aunque me ha angustiado en secreto— la respuesta cristiana a lo que, en mi opinión, es una de las cuestiones más preocupantes de nuestro tiempo.
Un día, cuando leía la Biblia, una respuesta inesperada brilló como un relámpago en el cielo nublado de mi entendimiento. Relata el evangelio de San Juan:
“A su paso, Jesús vio a un hombre que era ciego de nacimiento. Y sus discípulos le preguntaron: ‘Rabí, para que este hombre haya nacido ciego, ¿quién pecó?, ¿él o sus padres?’
“Ni él pecó, ni sus padres”, respondió Jesús, “sino que esto sucedió para que la obra de Dios se hiciera evidente en su vida” (Jn. 9:1-3, NVI).
¡Un momentito! Aquí el sufrimiento no es, mi Señor, como suponen tus discípulos: el juicio de Dios contra el pecado. ¿Por qué razón dijiste entonces que esto pasó ‘para que la obra de Dios se hiciera evidente en su vida’? ¿Quieres decir que el objetivo de una vida de ceguera fue para que Dios pudiera abrir sus ojos en un momento?
Pero solo en esta instancia específica, ¿no? Pues, no estabas enseñando un principio general, ¿verdad? Pero unas páginas después, descubrí que la muerte de Lázaro ocurrió “para que, por ella, el Hijo de Dios [fuera] glorificado” (Jn. 11:4).
Quiero asegurarme de haber entendido bien: ¿Tú permites dolor y sufrimiento y pena en este mundo para que Dios sea glorificado? ¿Para que se revele el amor de Dios en este mundo? ¿Quieres decir que cada caso de sufrimiento es también una oportunidad para que Dios actúe, que muestre su amor y demuestre sus obras de misericordia, compasión y gracia?
Si esto es verdad, lo que debemos ver, cuando enfrentamos el sufrimiento, es la gloria de Dios. Pero, ¿puede el mundo observar de manera directa la gloria y el amor de Dios? No, esto se percibe en el cuerpo del Mesías: su iglesia. El amor de Dios se revela a través de nuestras vidas y él quiere obrar por medio de nosotros.
El propósito de Dios con el sufrimiento es que el mundo vea su amor a través del proceder de su pueblo, que actúa dando respuesta a la angustia. Al contemplar su propia pena, la primera cosa que un mundo ateo debería ver es la mano de Dios extendida hacia él. Y nosotros, como el cuerpo de Dios en este mundo, somos esas manos.
¡Qué llamado tan maravilloso: manifestar el amor de Dios a un mundo dolorido! Qué gran responsabilidad, porque si la gente no ve el amor de Dios en nosotros, tal vez no lo verá nunca. El Dios todopoderoso ha elegido obrar en la tierra por medio de su pueblo: mediante nuestras oraciones, nuestros hechos, nuestros dones y nuestras manos.
James Murphy trabaja para una organización que provee comida a las personas sin techo en San Diego, California y brinda capacitación y apoyo para las entidades que sirven a las víctimas de tráfico de personas. Este artículo, que apareció por primera vez en 2015, fue adaptado por el autor de su libro, How Could a Loving God…? (¿Cómo podría un Dios amoroso…?) y traducido por Coretta Thomson.