Por eso, confiésense unos a otros sus pecados y oren unos por otros, para que sean sanados.

—Santiago 5:16

Hace poco, una pareja de mi iglesia regresó de un viaje de misión. Conocieron a muchos que buscaban algo nuevo, gente que sentía la necesidad de cambiar la vida. Pero cuando hablaron del perdón de pecados que ofrece Jesús, se enfrentaron con reacciones mezcladas: “Dios ya me ha perdonado” “¿En serio necesito confesar mis pecados para recibir perdón?” “¿No basta la gracia de Dios?”

Es cierto que abunda la gracia de Dios, pero abunda particularmente cuando nos descargamos de la vida ante otra persona. El pecado y la culpa siempre crecen cuando quedan ocultos. Por eso escribe Dietrich Bonhoeffer:

En la confesión de pecados específicos el viejo hombre muere de pena y vergüenza a la vista de un hermano. Debido a que esta humillación es tan difícil, tratamos de evitarla. No obstante, en el profundo dolor mental y físico de la humillación ante un hermano, experimentamos nuestro rescate y salvación.

Confesar los pecados, aun a alguien en quien confiamos, nunca es fácil, porque es necesario hacernos vulnerables y admitir que necesitamos ayuda. En un mundo en el que se ensalza los éxitos del individuo y se menosprecia la debilidad, revelar los pecados secretos y pedir perdón no es lo que la mayoría de nosotros querría hacer. Además, nos preocupan los chismes que pueden circular rápidamente, especialmente en grupos cristianos muy cercanos.

No obstante, estos temores pueden ser excusas que nos permiten escurrir el bulto en lugar de dejar totalmente el pecado. Escondiéndonos detrás de nuestra cristiandad, mantenemos en secreto nuestro pecado, no porque nos sintamos perdonados sino por miedo al orgullo herido. Nos ha vuelto normal aparenten estar bien, no querer ayuda y a veces ser santurrones; como resultado, en vez de aceptar que somos realmente pecadores, nos hemos encarcelado en una prisión construida de puras fachadas espirituales, aislándonos así de otros y de Dios.

Al casarnos, mi esposa y yo fundamos nuestro matrimonio en el anhelo de seguir a Jesús ante todo. Aunque muchas veces fallamos, con la misma frecuencia hemos visto que, al confesar nuestros errores descubrimos unidad y un amor más profundo, y nos podemos ayudar el uno al otro. Es más que obvio: cuando le oculto las cosas a mi esposa, especialmente mis tentaciones y pecados, hago daño a nuestro matrimonio.

¿No es así también en cualquier relación interpersonal? Si deseamos paz, unidad y amor en nuestras relaciones, debemos hacernos vulnerables y revelar lo que escondemos. Cuando el apóstol Pablo nos exhorta a llevar las cargas del otro, lo dice para llevarnos más cerca de Jesús y, al final, de nuestros hermanos y hermanas. Habla de un don, no de un deber agobiante.

La primera carta de Juan es tan clara como llena de esperanza: “Si afirmamos que tenemos comunión con él, pero vivimos en la oscuridad, mentimos y no ponemos en práctica la verdad. Pero si vivimos en la luz, así como él está en la luz, tenemos comunión unos con otros”.

¿Qué significa vivir en la luz? ¿Qué significa ser limpiados? ¿Cómo dejamos de verdad lo que Cristo nos quiere quitar de encima?

Como el hombre paralizado de Mateo 9, todos nos aquejamos de algún tipo de sufrimiento o enfermedad. Además, la mayoría nos abrumamos de los pecados y fracasos. Por eso Santiago nos exhorta a pedir a los ancianos de la iglesia que oren por nosotros y que confesemos los pecados a otro (St 5:13-17). Con la confesión abrimos las rejas que nos confinan. Así encontramos la verdadera y eterna curación.

Pero antes de esto, debemos estar listos para que Cristo nos cambie. Tal vez por eso nos resistimos a la confesión de aun el más pequeño pecado a cualquier persona. Admitir nuestros pecados a otro, implica que estamos preparados para cambiar nuestra forma de ser y de vivir. Jesús prometió hacer nuevas todas las cosas, pero también dice “vete, y no vuelvas a pecar”.

Dios lo sabe todo, y siempre podemos acercarnos a él directamente. Su perdón es un don maravilloso, pero su poder de liberar y sanar nos costará algo: debemos humillarnos para que Cristo mismo nos levante a una vida nueva.

Cuando nos confesamos, seguimos el camino humilde de Jesús, quien nació en un pesebre y murió en una cruz. Y en ese camino, encontraremos a Cristo en nuestros hermanos y hermanas. Es un misterio: el camino humilde es el único que nos conduce a la luz y esperanza, a la libertad y alegría. Y entonces, como dice Jesús, “El Reino de Dios está entre ustedes” (Lc 17:21).


Este artículo se publicó por primera vez en 2015. Traducción de Coretta Thomson.