El sol de finales de julio hace arder Valencia. Es jueves y recurro a Google para buscar dónde se celebra una “misa en inglés”. Llevo dos meses viajando en un periplo que me llevará por seis continentes en busca de la experiencia global de la soltería, y mis contactos fallan: estoy en una ciudad donde no tengo contactos cristianos además de lo que internet pueda proporcionarme, y solo me quedan unos días de alojamiento antes de que deba partir.

Luchando contra una sensación de derrota, reviso las opciones y me decido por contactar con una de las iglesias más antiguas de España: Sant Joan de l´Hospital. Primero escribo un mail, alternando párrafos en inglés con una traducción al español que Google me provee. Cuando nadie responde, decido intentar una visita en persona, a pesar de mi español casi inexistente.

España es el octavo destino de un viaje que al final me llevará por cuarenta y un países y setenta y cinco ciudades, en diecisiete meses. No puedo permitirme pasar demasiado tiempo buscando a los cinco católicos que espero entrevistar en Valencia.   

Cuando aquella tarde sofocante de viernes llego a la iglesia, me encuentro con unos muros altísimos que ofrecen algo de sombra. Portón adentro, hay un cartel a un lado del pequeño patio que indica que ahí está la oficina. Una vez en la habitación —afortunadamente, con aire acondicionado— encuentro a un recepcionista que habla un inglés vacilante. Ha visto mi mail. Minutos más tarde, conozco a mi primer cura.     

El padre Jesús opina que no he llegado al lugar correcto. Lo cierto es que esta iglesia es conocida por sus bodas, me dice. Pero me recomienda que pruebe al día siguiente cuando habrá una misa en inglés y podré conocer a un cura que habla mejor ese idioma.

Y de ese modo tomo conocimiento del padre Frederick Oraegbu, un nigeriano visitante cuyas referencias alternadamente pasan de Tolkien a Tupac Shakur cuando, finalmente, nos sentamos para mantener nuestra entrevista. Antes, sin embargo, departimos con una docena de españoles y extranjeros que se han dado cita para la misa en inglés del sábado por la tarde y, luego, compartimos con ellos la comida que cada uno ha traído. 

El padre Fred (como la mayoría lo llama) y yo hacemos planes para conversar el lunes. Después de que el resto de nosotros se harta de dulces y tortilla española, me traslado junto con la mayoría de los parroquianos a un café al aire libre cerca de la Plaça de la Reina. Bajo la preciada sombra de un quitasol, el grupo multigeneracional resulta tan amigable que alguien paga mi bebida y conozco a dos solteros españoles que aceptan ser entrevistados.

Esto sucedió una y otra vez en las numerosas ciudades que visité: aparecí como un extraño, pero me sentí bien recibido gracias a la mediación de la iglesia local. En muchos casos, los extraños me abrían su casa para que me quedara con ellos. De hecho, el día después de que tuve aquella bienvenida en Sant Joan de l´Hospital, en una iglesia protestante internacional que visité, una mujer soltera me dio la llave de su apartamento, porque necesitaba un lugar para quedarme por el resto de mi visita.

De ese modo, mis viajes no solo proporcionaron información acerca de la soltería en la iglesia, sino que también me demostraron de primera mano cómo el pueblo de Dios, cuando da lo mejor de sí, se transforma en la familia donde Dios promete establecer a los que están solos.

Carolynne Coulson, Incognito

Hacer una investigación acerca de la soltería no era el proyecto académico que hubiera deseado. En la época de mi partida, mayo de 2018, la cuestión acerca de si los solteros cristianos aún podrían alcanzar su plenitud sin un compañero se había vuelto una urgencia personal. Estaba a semanas de cumplir mis cuarenta y comenzaba a enfrentar la probabilidad de morir sin casarme y sin tener hijos.

Durante gran parte de mi vida, cristianos bienintencionados me han asegurado que el hecho de que yo deseara casarme debía significar que Dios tenía la intención de concederme ese deseo. Sin embargo, cuanto más me entero de la injusticia racial, menos se sostiene esa idea. Si tantos ansían la justicia que no reciben a lo largo de toda su vida, ¿cómo puedo pensar que mi deseo de casarme tiene más probabilidad de volverse realidad según lo que yo quiero?

La iglesia mundial tiene por lo menos ochenta y cinco millones más de mujeres que de hombres, contando a los adultos de treinta años o más. La iglesia de Estados Unidos tiene veinticinco millones más de mujeres que de hombres. Incluso si algunas de esas mujeres ya tienen cónyuge o lo encuentran en un ámbito exterior a la fe, eso deja millones que no podrán casarse jamás, una realidad que la iglesia aún debe afrontar. En lugar de eso, la mayoría de los cristianos que conocí alrededor del mundo abordaban el matrimonio heterosexual como el eje narrativo principal en la vida. Las personas casadas y solteras del mismo modo parecían no darse cuenta del todo o no estar dispuestas a considerar esa significativa desconexión demográfica.

Y la brecha puede ser peor de lo que parece. En primer lugar, no todos los hombres cristianos pueden casarse o se casarán. Aquellos que se casan pueden no buscar esposas cristianas. En su libro de 2019, Relatable, Vicky Walker informa acerca de que casi dos tercios de las mujeres incluidas en su encuesta, pero solo la mitad de los hombres, consideraban “no negociable” que su cónyuge fuera cristiano. Las cifras empeoran mucho a medida que la brecha de edad y sexo aumenta. Un factor que influye en la más pronunciada desigualdad causada por el genocidio, la guerra, el encarcelamiento masivo y otros factores. Y la perspectiva de casarse de las mujeres empeora aún más.

Sin embargo, la mayoría de los cristianos continúa actuando —y las iglesias enseñando— como si casi todos fueran a casarse, con el corolario de que es culpa de los solteros cuando no sucede. Eso trae aparejada una tendencia a considerar la soltería como un estatus de segunda clase, como una pérdida o una insuficiencia.

El padre Bassols Imo Donald, un cura keniano, me dijo que, cuando anunció su intención de unirse al clero, unos familiares le deslizaron a una mujer en su dormitorio, con la esperanza de que sus encantos lo convencieran de cambiar de idea. El padre Donald experimentó el estigma de la soltería en su Kenia rural, aunque algo parecido también atormenta a los solteros en los centros urbanos de Asia y Europa. En China, llaman a los hombres solteros “ramas desnudas”. Y, en tanto Suecia es líder en Europa en cantidad de hogares unipersonales, tiene una opinión negativa de sus mujeres “no elegidas” a quienes la novelista Malin Lindroth dedicó su decimosegundo libro sobre el tema. En Nuckan, un libro de no ficción aún no traducido al español, Lindroth aborda una de las palabras que existen en su país para una solterona. “El libro es mi redescubrimiento de esa horrible palabra”, me dijo una tarde de verano, durante un almuerzo en Gotemburgo.

A diferencia del padre Donald, Lindroth no eligió su soltería. Ella no había leído una historia como la suya en ningún otro lugar, así que en Nuckan, intentó enfrentar ese destino. “Incluso si es involuntaria, me siento muy feliz con mi vida”, dijo. “Pero incluso así no es algo que haya deseado”.

Muchos de los solteros que entrevisté describían esta tensión. Por un lado, desean las cosas que la vida no les ha dado. Por el otro, han encontrado alegría, contento e incluso un sentido de propósito en lo que su vida no elegida les permite hacer.

Para los cristianos, el desafío de lo no elegido afecta más que solo el asunto de la soltería. Cada creyente enfrenta la tensión entre la voluntad personal y la de Dios. Incluso Jesús luchó para enfrentar todo lo que la cruz implica. Su oración angustiosa en Getsemaní, minutos antes de su arresto, termina diciendo: “… todo es posible para ti. No me hagas beber este trago amargo, pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Mc 14:36, NVI).

Los libros cristianos que abordan la soltería a menudo se enfocan directa o implícitamente en aquello que los no casados no tienen —el matrimonio— y cómo conseguirlo o cómo acostumbrarse a vivir sin eso. Puesto que deseaba enfocarme en lo que tenemos, pedí a las personas con las que hablé que me contaran acerca de su vida cotidiana. Según la conversación, hablábamos de dinero, alimentos, vivienda, ocio, celebraciones y crianza de los hijos. También hablábamos acerca de sexualidad, por supuesto, pero además, de las caricias y, de un modo más general, del cuerpo.

Y puesto que mi creciente convicción referida a que la segregación estrecha nuestra opinión sobre Dios —que a veces conduce a distorsiones peligrosas—, intenté incluir a solteros de todo tipo, a lo largo de toda la iglesia. Dividí cuidadosamente mi tiempo entre los continentes, esmerándome en incluir cristianos de las tres principales tradiciones. Y, siempre que fue posible, intenté entrevistar un rango de edades que incluía a los que habían enviudado y a los ancianos junto con los jóvenes que jamás se habían casado. También incluí a las minorías sexuales, personas con discapacidad y tanta diversidad en materia de ingresos como pude. Al final, terminé entrevistando a 327 personas.

Al principio, creí que los desafíos que había experimentado como una cristiana soltera podrían ser endilgados a la cultura estadounidense. Al estudiar la iglesia mundial, esperaba encontrar mejores enfoques de la soltería en otros países y culturas. Pero, para mi sorpresa, casi todas las comunidades que visité se esforzaban en integrar bien a los solteros a la vida de la iglesia. En muchos casos, ni siquiera consideraban a aquellos solteros que no eran obviamente casaderos, especialmente los ancianos y los discapacitados.

Este doble problema —pensar en los solteros simplemente como “personas que no se han casado” y omitir a aquellos que no pueden o que no lo harán— tiene consecuencias significativas para las iglesias del mundo. Uno de sus peores resultados puede ser que esta percepción defectuosa de la soltería nos permite continuar pensando que la iglesia crece a través de la procreación, en lugar de que crece desde la proclamación del evangelio. ¿Qué sucede si, en lugar de eso, los solteros en la iglesia existen en parte para recordarnos acerca de la forma radical del reino de Dios, y de cómo él desea construirlo?


Para echar un vistazo más sincero a la experiencia de los solteros en nuestras iglesias y encontrar los modos de responder a esa realidad, ayudaría enmarcar este asunto más bíblicamente. Aquí siguen algunas ideas que recogí durante mis viajes.

Un tipo de familia radicalmente diferente

En Juan 3, Jesús dice a Nicodemo que, para ver el reino de Dios, debe nacer de nuevo, una enseñanza que cambió radicalmente todas las nociones previas de familia. En este nuevo reino, las personas están relacionadas no por lazos de sangre y cultura compartida, sino por su nacimiento compartido en el Espíritu Santo. Sin embargo, a lo largo de todas las ciudades que visité, casi no me crucé con iglesias que encarnaran esto en su forma de integrar la vida de los solteros con las familias. Una de las pocas excepciones involucraba una iglesia internacional en Hong Kong, cuyo pastor dijo que sus estudios bíblicos mixtos eran más saludables que aquellos en los que predominaban ya personas solteras, ya personas casadas. Dijo que era especialmente importante tener al menos dos de cada categoría en un grupo, de manera tal que ninguno terminara siendo el único en su categoría particular.

La integración va más allá de los grupos pequeños. El pastor de Hong Kong contó que él y su esposa habían invitado a personas solteras a compartir con ellos sus vacaciones familiares. Otras familias eligieron vivir en comunidad con una o más personas solteras, como en la residencia en las afueras de San Francisco, California, (situada en un antiguo convento) donde pasé tres años. Aquellos que elegían vivir separados podían elegir una fiesta religiosa para celebrarla juntos, o desarrollar otras tradiciones compartidas con amigos solteros, como una de las comidas regulares, hacer juntos los mandados y así. Desde la pandemia, algunas iglesias han animado a los solteros a formar una burbuja temporal entre ellos o instó a los solteros vacunados a que se sentaran con una familia o juntos durante los servicios.

Por qué trabajamos

Casi ninguna de las iglesias que visité parecía enseñar demasiado, si es que enseñaba algo, acerca de cómo nuestro trabajo diario se conecta con seguir a Dios. Sin embargo, cuando los solteros que entrevisté tenían una conciencia más misionera del trabajo y una opinión acerca de cómo el suyo contribuía al reino de Dios, parecían más satisfechos con su soltería.

Waŋgarr es una mujer indígena australiana, de cincuenta y nueve años. Viene de Elcho Island, Tierra de Arnhem, y la conocí en la ciudad costera norteña de Darwin. Waŋgarr me contó que, luego de que su segundo esposo la abandonara dos décadas atrás, se había enfrentado a la disyuntiva de quedarse allí o escapar a la ciudad más cercana. La idea de beber para olvidar su dolor parecía muy tentadora.

Pero continuó regresando a su trabajo inacabado que tenía que ver con una traducción de la Biblia. Antes de que su esposo abandonara su matrimonio de diez años y antes de que formara parte del equipo de traducción, Waŋgarr había estado viviendo “en una cómoda estación remota, y salía a cazar con frecuencia”. Entonces, una noche, soñó con el monte Everest y con unas personas que pedían ayuda. Cuando despertó, Waŋgarr se dijo: “¡Es solo un sueño!”. Pero entonces recibió una llamada telefónica en la que le pedían ayuda para retraducir la Biblia, es decir, llevarla de vuelta a su lengua de origen para confirmar la precisión del borrador traducido. “Dios me llamó desde ese lugar de vuelta a Galiwin´ku, Elcho Island”, me contó Waŋgarr. Cuando llegó a la oficina en Galiwin´ku, donde se estaba llevando a cabo el proyecto, una de las primeras cosas que vio fue un póster con el Salmo121:1, donde se leía: “A las montañas levanto mis ojos; ¿de dónde ha de venir mi ayuda?”. De pronto, Waŋgarr recordó su sueño en el que aparecía el monte Everest y las personas necesitadas. Asumiendo esto como una confirmación de que Dios la quería allí, se unió al equipo de traducción.

En aquel momento, poco sabía acerca de cuán importante se volvería esta conciencia del llamamiento de Dios. Cuando el matrimonio de Waŋgarr se desplomó, ese llamamiento la sostuvo. “Cuando mi esposo me abandonó, yo estaba pensando en esas dos cosas: ese sueño y ese póster”, me dijo. En esas imágenes ella creía oír que Dios le decía: “No te preocupes, Waŋgarr, yo estaré ahí, ayudándote”. Y, cuando ella pensó en el trabajo que aún restaba, no se le ocurrió quién más podría llevarlo a término.

Waŋgarr se quedó. Finalizar la traducción tomó otros cinco años. Ahora, durante unas semanas cada año, sale de Galiwin´ku para enseñar en una escuela bíblica indígena en Darwin y continuar sus estudios. “Siempre pienso que no tengo que preocuparme por todo, incluido mi esposo”, dijo. “Estoy ocupada con otras cosas, en especial haciendo el trabajo de Dios”.

A miles de kilómetros de allí, la surcoreana Zoe Chun también ha encontrado un propósito en su trabajo. Como fundadora de una organización sin fines de lucro para las artes con sede en Seúl, llamada The Great Commission, ella considera que los artistas son “mi campo misionero”.

Chun se convirtió al cristianismo siendo adulta, y al principio debió luchar para compartir su fe cuando aquellos que la rodeaban se oponían tenazmente a la religión. Pero después de varios años de crecer en su fe y conectarse con ministerios enfocados en la justicia, comenzó a ver cómo su trabajo en el mundo del arte podía ayudar a la venida del reino de Dios. Muchos artistas ya están en la senda de la espiritualidad, contó. “Quieren hablar acerca de algo más que la realidad”.

Decidió dejar su empleo a tiempo completo como curadora y fundó esta organización sin fines de lucro que se valdría del arte para explorar cuestiones más profundas y buscar justicia. Basándose en su experiencia en el mundo del arte, Chun ha desarrollado una serie de muestras interactivas y proyectos colaborativos que abordan preguntas como “¿Cuál es la buena nueva para ti?”

Con cada obra, busca bendecir tanto al público como a los creadores. Chun trabaja adrede con una variedad de artistas, muchos de los cuales no son religiosos. Dice que es importante que ellos tengan una buena experiencia al interactuar con un cristiano. 

Cómo contamos nuestras historias

Si hacemos que el estado civil sea la primera narrativa en nuestra vida, perdemos perspectiva de la historia que Dios quiere contar. Solo hace poco caí en la cuenta de que tanto la nuera de Judá, Tamar, como el profeta Elías eran personas solteras.

Tamar, que había enviudado dos veces, fue la antepasada del rey David y del propio Jesús. Su historia cuenta acerca de una mujer soltera que intenta desesperadamente sobrevivir en un mundo donde los hijos eran la diferencia entre la vida y la muerte.

Elías es famoso como el profeta que envió una sequía sobre un malvado rey y desafió a cuatrocientos sacerdotes de un dios rival a enfrentarse en el monte Carmelo. ¿Hay algo acerca de la búsqueda de Elías de una esposa? No. Lo encontramos solamente en el contexto de su relación con Dios. 

Para mí, estas dos historias parecen decir que lo más importante en la vida es cómo cada persona crece en fe y obediencia. Cuando, al definir nuestra vida, ponemos en primer lugar la relación con Dios, eso reestructura nuestra historia en torno a la obediencia y a la confianza, sin importar qué papel juegan el matrimonio y la soltería en ese viaje. 

Recordar cómo crece la iglesia

Cuando recordamos que el reino de Dios crece por obra del Espíritu Santo, en lugar de la procreación humana, vemos que cada miembro tiene un papel que cumplir, no solo aquellos que se sienten llamados a un ministerio a tiempo completo.

Unas semanas después de que terminé mis viajes de investigación, en octubre de 2019, regresé a Vancouver, en la Columbia Británica. A diferencia de todas las demás paradas en el viaje, no estaba ahí como investigadora, ni para ver a la familia, sino para orar. 

Durante mi parada “oficial” en ese sitio, varias semanas antes, me había enterado de una conferencia de oración que iba a tener lugar en breve y que despertó un anhelo en mí. Meses de viaje continuado, asistiendo a un servicio religioso diferente casi todas las semanas —muchos de ellos en lenguas que no hablaba—, más haberme infectado con varios parásitos, de haber perdido una maleta y haber sido atracada a punta de cuchillo, me habían agotado más de lo que me había percatado. Apenas supe de esa conferencia de oración, su promesa de retiro y renovación me resultó atractiva.

Cuando el primer día llegué al hotel donde se realizaban los encuentros, vi que el programa de la conferencia incluía dos tardes de “práctica”, ya fuera para caminar y orar por las calles de Vancouver o para intentar evangelizar a través de la oración. Por dentro, retrocedí. Sí, por supuesto, sabía que todos estábamos llamados a compartir el evangelio, pero como muchos cristianos, he pasado la mayor parte de mi vida deseando que la “evangelización relacional” más light resulte suficiente.

El primer día, elegí una caminata con oración. Pero a los veinte minutos de haber iniciado la caminata, mi compañero y yo pasamos junto a un hombre que traía una expresión intensa y sentí la motivación de hablarle. “¿Qué es esto?”, pensé. “De ninguna manera. Lo siento, Señor, pero yo me inscribí para orar, no para abordar a extraños”.

El sentimiento persistió, incluso después de que pasamos junto al hombre y continuamos caminando. Finalmente, a regañadientes dije a mi compañero: “Siento que deberíamos hablar con ese hombre que acabamos de dejar atrás”. Él parecía más tímido que yo, pero asintió con una aprobación tácita de que yo tomara la delantera.

Murmuré una oración rápida en busca de ayuda, dimos la vuelta, regresamos hasta donde estaba el hombre y encontramos una excusa para comenzar a hablarle. Toda la conversación habrá tomado unos diez minutos. Al final, el hombre demostró ser tan abierto, que accedió cuando mi compañero le pidió que orara por él. La oración que siguió contenía tanto del evangelio, que me estremecí de miedo pensando que le habíamos quitado el interés para siempre. Pero, para mi sorpresa, nos dio un abrazo cuando nos marchábamos y dijo: “Están haciendo un buen trabajo”.

Y ahí estaba: una fecundidad en la que todos los cristianos podían participar, ya fueran solteros o casados, jubilados, trabajadores independientes o ejerciendo un ministerio.

En determinado momento, durante la conferencia de oración, el fundador de la organización anfitriona, John Smed, afirmó que la proclamación pública del evangelio jugó un papel importante en el crecimiento de la iglesia temprana. Esto podría contradecir el modelo más blando de “evangelización relacional" con el que yo crecí. Y, ciertamente, contradice la suposición más implícita, y aún prevalente, de que la iglesia crece a través de la procreación y la exposición en la infancia a unos padres cristianos. 

Cuando Jesús envió a sus seguidores a anunciar el reino venidero, les dijo: “Es abundante la cosecha, pero son pocos los obreros. Pídanle, por tanto, al Señor de la cosecha que mande obreros a su campo” (Lc 10:2). No dijo: “Aquellos que desean criar hijos son pocos”.

Del mismo modo, antes de dejar a sus discípulos, Jesús no les encomendó “cásense y críen niños cristianos”, sino “… vayan y hagan discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a obedecer todo lo que les he mandado a ustedes” (Mt 28:19-20)

Cuando, finalmente, tomé asiento para entrevistar al padre Fred en Valencia, él se explayó radicalmente acerca de un pasaje clave de la Biblia que aborda el matrimonio: “No es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2:18). Esas palabras que el padre Fred me mostró también pueden ser leídas como un llamamiento a la comunidad y, particularmente, a compartir la vivienda. ¿Qué sucedería si más iglesias se tomaran en serio esa lectura?

Cuando nos volvemos una familia formada por el llamamiento del Espíritu, en lugar del matrimonio, la iglesia despliega más del amor que Jesús dijo nos identificaría como sus seguidores. Nuestra misión se vuelve el reino de Dios que ofrece significado y propósito a todos los cristianos. Y cuando buscamos primero ese reino, extendemos las manos abiertas para recibir la vida y la comunidad que Dios nos quiera dar.


Traducción de Claudia Amengual