Era conveniente que, después de contemplar la liberalidad de Dios, de la misma forma deberíamos rogar por su clemencia. Porque ¿de qué nos aprovecharán los alimentos si realmente les somos consignados, como si fuéramos un toro destinado para el sacrificio? Nuestro Señor sabía que sólo Él era inocente y entonces nos enseña decir: “Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores” (Mt 6:12). Pedir perdón es reconocer el pecado, ya que quien pide perdón confiesa su culpa. Así, también, vemos que el arrepentimiento es aceptable a Dios, que lo desea más que la muerte del pecador.

Ahora, en las Escrituras, la “deuda” es usada en sentido figurado para indicar la culpa; igualmente debida a la sentencia de un juicio, y exigida por Él, que no evita la justa demanda a no ser que se le perdone el pago de la deuda, tal como el señor perdonó la deuda a aquel criado (Mt 18:21-35), porque hacia aquí tiende el alcance de la parábola: que el mismo siervo que fue liberado por su señor, no liberó igualmente a su deudor y fue, por lo tanto, traído delante de su señor, que le entregó al torturador hasta que pagara el último cuadrante, que es la última y más pequeña de sus faltas. Cristo intentó, mediante esta parábola, conseguir de nosotros que también perdonemos a nuestros deudores.

Esto es expresado en otro lugar bajo este aspecto de oración: “No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados” (Lc 6:37). Y cuando Pedro preguntó si uno debe perdonar a su hermano siete veces, nuestro Señor dijo: “Más bien setenta veces siete” (Mt 18:21, 22); de manera que Él pudo rectificar la Ley, porque en Génesis la venganza de Caín es exigida siete veces, de Lamech setenta veces siete (Gn 4:15, 24).

Edward Lear, Vista de Jerusalén desde el Monte de Olivos, c. 1858, óleo sobre lienzo

El recuerdo de estas enseñanzas prepara el terreno para que nuestras oraciones alcancen el cielo, y lo primero es que no acudamos al altar (altare) de Dios sin antes arreglar cualquier controversia u ofensa que hayamos contraído con nuestros hermanos. Porque ¿cómo puede uno acercarse a la paz de Dios sin la paz con el hermano, o sin el perdón de pecados, cuando guardas rencor? ¿Cómo agradarás a tu Padre si estás enfadado con tu hermano, cuando hasta se nos ha prohibido toda la cólera desde el principio? (Mt 5:21, 22).

Cuando José envió a sus hermanos a casa para que trajeran a su padre dijo: “No riñáis por el camino” (Gn 45:24). De hecho, él estaba amonestándonos a nosotros, porque en otra parte nuestro modo de vida es llamado el “Camino”; que el camino de la oración no ha sido ordenado para acercarnos al Padre si estamos enfadados.

Además, nuestro Señor, ampliando claramente la Ley, añade que la cólera con un hermano equivale al asesinato (Mt 5:21, 22). Él no permite que expresemos ni una palabra mala; incluso si alguna vez nos enfadamos, nuestro enfado no debería durar más tiempo que la puesta del sol, como el apóstol nos recuerda. ¡Cuán temerario es, además, pasar el día sin orar, rechazando dar la satisfacción a tu hermano, u orar en vano mientras la ira persiste!

No simplemente de la ira, sino de toda la perturbación mental, debería verse libre el ejercicio de la oración, expresada por un espíritu tal como el Espíritu al que va dirigida. Un espíritu impuro no puede ser reconocido por un Espíritu santo; ni uno triste por uno alegre, ni uno atado por uno libre. Nadie concede la recepción a su adversario; nadie admite la entrada de otro excepto al que es un espíritu con él.


Fuente: Tertuliano, Sobre la oración (De Oritione), capítulo IV, subcapítulos 7, 11, 12. En Ropero, A. (Ed.). (2018). Obras escogidas de Tertuliano. Viladecavalls: Editorial CLIE. Pág. 237, 241, 243. Usado con permiso.