Cuanto más sacudidores sean los hechos históricos de una época, más necesario se vuelve reconocer qué poder espiritual determina su rumbo. Eventos externos tan violentos como los de nuestros tiempos requieren una comprensión de esta voluntad definitiva y su propósito. Pero cuanto más agitados los tiempos, más sucede que las cuestiones temporales pasan a primer plano. En tiempos de tensión así, una maraña de asuntos parece obstaculizar cualquier claridad acerca de la respuesta definitiva. Una presión creciente conduce a medidas de emergencia que parecen imperativas. Condicionadas por la época, no pueden cambiar el rumbo de la necesidad y la angustia. Un intento sigue al otro, la miseria aumenta y nada puede vencerla; las personas se hunden en la lucha cotidiana y pierden toda esperanza de cambio.

Algunos creen que debemos priorizar las ideas patrióticas y la tarea histórica que debe emprender la nación. Aquella libertad añorada de la comunidad nacional luce como un imperativo del momento y exige que todo lo demás quede sujeto a esto y sea sacrificado por su causa. Sin embargo, otros creen que un desarrollo histórico en cada nación puede llevar al poder a todos aquellos oprimidos y explotados por la competencia y la empresa privada; durante un tiempo es necesario que tengan un poder ilimitado. En comparación con unos y otros, los defensores de la libertad y la independencia del individuo (con la consiguiente competencia) se repliegan a un segundo plano. Ninguna protección del Estado los preserva de su insignificancia inminente. Lo que cae por la borda casi completamente en la lucha por un poder alcanzado con rapidez es lo siguiente: al final, en una sociedad sin clases basada en la justicia y en la paz, todos los extremos se unirán.

Erin Hanson, Nubes radiantes. Usado con permiso.

Ninguna de esas tres direcciones con sus luchas y sus esperanzas cambiantes espera nada del poder profético de la proclamación de Cristo. Aquellos que se sitúan en el centro entre los dos primeros extremos no temen que su vida egoísta pueda ser hecha añicos por el reino de Dios. Y allí donde los individuos intentan ajustarse al sistema económico, su conciencia se vuelve demasiado opaca como para darse cuenta de cuán universales son la necesidad y la angustia. Pero a la derecha y a la izquierda, las personas piensan con más seriedad. Los de derecha, en contradicción con Cristo, quieren que la religión sostenga incondicionalmente la estructura de poder por la que han luchado. Se espera que las conciencias cristianas se rindan ante él con una sumisión voluntaria; la conciencia se transforma en esclava del poder político. Los de izquierda solo ven en la confesión cristiana su oponente más detestable. Todo lo que conocen del cristianismo es el poder social del privilegio de clase, lo que, también en contradicción con Cristo, encubre la injusticia social bajo una apariencia hipócrita y remite a los atormentados a un mundo venidero mejor. La conciencia cristiana surge como representación del nivel de injusticia y debería ser exterminada.

Las confesiones cristianas en general, dejando de lado unas pocas excepciones, no tienen nada para decir a todo esto. La claridad profética de la espera intensa y confiada de un reino final ―un reino de amorosa comunidad en Dios― ha dado lugar a imitaciones endebles. Las personas ya no creen que la paz, la justicia y la fraternidad del reino de Dios sean una realidad actual que eclipsa a todas las otras esperanzas en el futuro. Y, sin embargo, todas esas perspectivas de un futuro mejor son tomadas prestadas de y no existirían sin las esperanzas del cristianismo profético primitivo. Pero ni siquiera la importancia histórica de la profecía del cristianismo primitivo es tomada en serio. En la práctica, la tendencia general del cristianismo solo acepta las condiciones existentes del orden social, o del desorden, incluyendo cualquier idea nueva que puedan aportar las personas. La expectativa del cristianismo primitivo está siendo olvidada. Debido a que ya no se cree seriamente en ella, para el cristianismo actual ha perdido la dinámica de dar vuelta y transformar todo.

También están aquellos que señalan seriamente que Dios es algo diferente al hombre, algo diferente a lo que todo hombre por sí mismo desea o hace. Pero hay unos pocos que creen tan sinceramente en este Dios bastante diferente, que ven la aproximación de su reino y comprenden lo que significa. Solo esos pocos tienden una mano a la fe para que de verdad se inicie un cambio fundamental que afectará a todos en todas las circunstancias. El pensamiento central nacido de la fe en el reino de Dios es algo completamente distinto del pensamiento de la religión humana: aquellos que tienen fe en el reino de Dios abordan todo con una certeza que proviene del mismo Dios de que lo imposible puede volverse posible, tanto en circunstancias externas como en lo más íntimo. Esta fe en Dios puede ser tan pequeña como un grano o una semilla y, sin embargo, puede quitar los obstáculos más grandes.

Una fe así permite que lo que pertenece al futuro y más allá penetre en el presente, en esta tierra. A partir de la fuerza que extrae de esta fuente, se configura y confiere forma y apariencia. El creyente se ha dado cuenta de que dejar a Dios en el más allá es negar a Cristo. Pues Cristo ha dicho y probado que Dios se acerca, tan cerca que todo debe ser cambiado. “Cambien desde los mismos cimientos. Por cuanto el reino de Dios se ha acercado. ¡Crean en estas buenas nuevas de alegría!”. Sin embargo, Jesús sabía que esta alegría triunfal solo sería aceptada por unos pocos. Las personas están más dispuestas a depositar su fe en la autonomía de las cosas que en el mensaje de Dios que da vuelta todo. Experimentan las cosas más contundentemente de lo que experimentan a Dios. Son idólatras, pues sirven a la criatura más que al Creador.

Aquí es cuando tiene que irrumpir la fe y unificar nuestra vida con el poder creador. Este poder por sí solo es superior a cualquier poder creado. Dios sigue siendo Dios, pero nosotros nos volvemos suyos. Dios está por encima de todo lo que sucede. Solo cuando somos uno con Dios, nuestra fe puede resistir todos los poderes que la atacan. No somos nosotros los que nos mantenemos firmes. Solo Dios es invencible. Solo en él la libertad del alma encontrada nos salva de ser esclavizados, no importa cuán fuerte sea ese poder esclavizante. Dios se ha acercado. Podemos ser en Dios. Dios desea ser conocido y experimentado. Sin embargo, temblamos ante eso. La experiencia de Dios es aterradora, porque revela la verdad. Porque la luz de Dios pone en evidencia nuestra oscuridad, tenemos miedo de ella.

Dios comienza; ese es el final para el hombre. Cuando tenemos miedo y temblamos por conocer a Dios y ser conocidos por él, Dios se nos está acercando en persona. Cuando el Altísimo desciende a nosotros, los degradados, desgarra todos los mantos y todas las barreras. Dios se revela solo a través de esta experiencia atemorizadora. Cuando experimentamos a Dios, nos presentamos ante él tal como somos. Siempre que retrocedamos ante la experiencia de ser expuestos por lo que somos, ante nuestro reconocimiento irrestricto por parte de Dios, permaneceremos perdidos e indefensos, abrumados por el poder superior del mundo externo. Siempre que nos sometamos a las cosas como son y sigamos siendo sus esclavos, el terror a Dios nos repelerá y mantendrá a distancia.

En efecto, Dios es diferente a nosotros. Es cierto que, en nuestra incredulidad, queda muy lejos. Hemos perdido de vista su imagen. Pero no siempre fue así y no tiene por qué seguir así. Una vez fuimos creados para estar cerca de él. Dios comenzó; ese fue el comienzo del hombre. Hubo un tiempo cuando el acercamiento de Dios no significaba terror. La imagen de Dios alguna vez fue confiada a nosotros para que el Espíritu gobernara. Esta norma del Espíritu de Dios era ser reconocido entre nosotros como el poder creativo de unidad, como amor y comunidad. Hemos perdido todo eso. Hemos perdido a Dios. Solo Dios mismo puede devolvernos lo que hemos perdido: a él mismo y a su imagen. Hizo esto en Jesucristo. En Jesús, el corazón de Dios está una vez más entre nosotros. Una vez más se ha vuelto claro en Jesús qué clase de voluntad y espíritu es Dios. Jesús reveló de nuevo qué propósito y qué realidad de unidad y amor viven en Dios. Él vino a cumplir la voluntad del Padre. Él trajo al Padre a nosotros. Él cumple su decreto. Él y el Padre son uno. En Jesús, Dios está cerca una vez más.


Traducción de Claudia Amengual de un extracto de Experiencing Godel tercer tomo de Inner Land: A Guide into the Heart of the Gospel.