Hace treinta y cinco años que me gradué de la universidad y comencé una vocación de tiempo completo en el ministerio cristiano, deseoso de alcanzar a la gente joven y no creyente con el amor de Cristo. Después de aprender del Dr. John Perkins y su filosofía bíblica y cristiana del desarrollo de la comunidad, me sentí llamado a mudarme con mi joven familia desde el norte de California hasta el centro de la ciudad de Chicago, para ministrar en un barrio mexicano llamado Little Village, «La Villita». Allí tuve el privilegio de contribuir en el establecimiento de una iglesia comprometida con la visión de Perkins.
Chicago es un lugar poco probable para el establecimiento de inmigrantes mexicanos, por sus fríos intensos y largos inviernos. Pero ha sido el punto de llegada de inmigrantes del sur de la frontera desde el fin del Programa Bracero en 1964. Este programa, creado por el Congreso durante la segunda guerra mundial, apuntaba a resolver la escasez de mano de obra de la nación. Hacia el fin de la guerra, setenta y cinco mil braceros (obreros) estaban trabajando en los Estados Unidos, con más de cincuenta mil en la agricultura, y el resto en la industria ferroviaria.
En los años siguientes, el crecimiento de la mano de obra mexicana en los Estados Unidos se disparó, y pronto generó una acalorada crítica. Como resultado, en 1954 más de un millón de trabajadores mexicanos fueron deportados en un operativo llamado 'Operation Wetback' (Operación espaldas mojadas). Sin embargo, cuando el Programa Bracero terminó de manera oficial, más de medio millón de mexicanos habían entrado legalmente al país para trabajar. Muchos de ellos se quedaron sin un estatus legal. Por lo general el gobierno se hizo de la vista gorda, ya que mucha de nuestra economía seguía dependiendo de la mano de obra barata proveniente de México.
Aunque estos trabajadores desempeñaban una función necesaria, sufrieron una dura discriminación. En Texas, donde nací, los mexicanos —igual que los afroamericanos—soportaban los baños «solo para blancos» y las barras de comedores segregados, además de condiciones de vida y trabajo muy deplorables. Aunque mis padres nacieron en los Estados Unidos, trabajaron como jornaleros y obreros en empleos de bajos salarios. Una de las memorias más vívidas de mi infancia fue la advertencia de mi abuelo, un nativo de México que se convirtió en residente permanente de los Estados Unidos tiempo después de cruzar la frontera con su familia, de que me cuidara del maltrato de los 'bolillos', un término popular para los gringos.
En lugar de enfocarnos en sacar del río a la gente que se ahoga, ¡primero tenemos que ir contracorriente para averiguar quién los está empujando al agua!
Cuando iniciamos nuestra iglesia y comenzamos a conocer a nuestros vecinos en La Villita, me acordé de mi abuela Juanita. Al llegar a la edad de retirarse, le pidió a uno de mis tíos que la llevara a la oficina de la Social Security Administration (Administración del Seguro Social) en Weslaco, para averiguar a qué beneficios tenía derecho. Después de buscar su número de seguro social, el empleado regresó con malas noticias: «No tenemos registro de que usted haya trabajado alguna vez, o de que haya hecho aportaciones al sistema». La respuesta de mi abuela fue inmediata y furiosa: «¿Cómo que no he trabajado? ¿Qué quiere decir con que nunca trabajé? ¡Todos los días he trabajado en casa criando nueve hijos y ocupándome de mi familia!».
Lo mismo podría decirse de muchos de mis amigos en La Villita, trabajan muy arduamente cada día, pero con frecuencia reciben poco a cambio.
Resultó difícil no dejarse inspirar por Leticia. Cuando la conocí, me impresionó su dignidad y determinación por proveer para su familia. Los domingos por la mañana siempre estaba puntual en nuestro servicio de la iglesia, a pesar de que a menudo tenía que caminar con sus hijos más de kilómetro y medio, bajo la lluvia o la nieve, para poder llegar. Sus hijas e hijo siempre eran los niños mejor vestidos de la iglesia, con adornos de encaje y corbata elegante. Cuando llegué a conocerla, me enteré de que era emprendedora: hacía tamales y los vendía, trabajando hasta el cansancio para mantener a sus hijos, al igual que mi abuela. Leticia se levantaba cada día antes de que los gallos en nuestro barrio comenzaran a cantar, para preparar la masa, el puerco y el pollo que necesitaba para los tamales. Ya para las 5:00 am llegaba a su sitio en la calle 31 para ofrecer su deliciosa comida a hombres y mujeres que se encaminaban para trabajar en las fábricas, restaurantes y hoteles. Incluso los jornaleros que se reunían en Home Depot, orando que los recogieran para un trabajo, se detenían a comprar su desayuno con ella. Cuando vendía el último tamal, se apresuraba para regresar a casa, vestir a sus hijos y enviarlos a la escuela.
Hombres y mujeres trabajadores y esforzados como Leticia constituyen el recurso más valioso de nuestra comunidad inmigrante. Sin embargo, a pesar de todo el esfuerzo y sudor que invierten mis vecinos, parece que apenas la van pasando. A menudo, los padres se ven obligados a dejar a sus hijos adolescentes desatendidos durante horas, ya que trabajan jornadas dobles para cubrir sus necesidades. En demasiados casos esto conduce a travesuras y participación en pandillas.
Como a un natural de ustedes considerarán al extranjero que resida entre ustedes. Lo amarás como a ti mismo, porque extranjeros fueron ustedes en la tierra de Egipto. Levítico 19:34 (RVA-2015)
Como iglesia, sentimos que teníamos que tratar de detener ese trágico patrón. Siempre que hablábamos con los padres de sus aspiraciones, de manera inevitable nos mencionaban a sus hijos; al igual que todos los padres, querían una vida mejor para sus hijos y estaban dispuestos a sacrificar sus propias necesidades y deseos para lograrlo. Por ello, nuestra iglesia decidió que enfocáramos nuestros esfuerzos en invertir en los niños y jóvenes. Estaba convencido que con la ética de trabajo existente en nuestra comunidad podríamos generar empleos mejor remunerados, lograr que los jóvenes ingresaran a las universidades, ofrecerle a las familias oportunidades para adquirir casa propia, y ayudar a nuestros vecinos a encontrar la auténtica fe en Jesucristo.
En los primeros años, nos parecía que estábamos en el camino correcto. La membresía de nuestra iglesia se incrementó con la llegada de residentes del barrio que se comprometieron a amar a sus vecinos y dar testimonio de Cristo en la comunidad. Teníamos programas para combatir la violencia de las pandillas y alcanzar a la juventud. Ofrecíamos préstamos a nuestros miembros para iniciar negocios pequeños, y comenzamos un programa para comprar casa propia. Pusimos en marcha programas educativos y de verano para los niños. Las personas estaban siendo sanadas y transformadas.
Pero, con el paso del tiempo, comenzamos a notar que faltaba algo en nuestro trabajo de desarrollo de la comunidad cristiana, una carencia que amenazaba cualquier logro que pudieran tener nuestros esfuerzos.
Mi amigo Fernando siempre estaba trabajando, y parecía que siempre estaba buscando un mejor empleo. Me enteré de que en México había estudiado ingeniería civil. Aquí en los Estados Unidos trabajó en la construcción, en empleos de bajos salarios, para alimentar a su familia. Él estaba deseoso de crecer en su fe, y con frecuencia pasaba a mi casa o a la oficina de la iglesia para platicar. Cuanto más fui conociendo su vida, más comprendí el tremendo poder que ejercía sobre su familia el sistema de inmigración de nuestra nación. Resultó que Fernando era un «ilegal».
La historia de Fernando no fue una excepción en La Villita, más bien era la norma. Supe que la mayoría de los residentes del vecindario eran inmigrantes mexicanos de primera generación, pero no tenía idea de que muchos de ellos hubieran entrado ilegalmente al país.
En 1986, el presidente Reagan promulgó como ley su controvertida propuesta de amnistía inmigratoria, abriendo el camino hacia el estatus legal para cerca de tres millones de inmigrantes indocumentados. Aunque esa gigantesca ley ayudó a millones de personas a salir de las sombras de nuestra sociedad, hizo poco por resolver el problema a largo plazo. La incongruente política migratoria de nuestra nación continuó garantizando que fuera una cuestión de tiempo antes de que aumentara otra vez la población de inmigrantes ilegales.
Actualmente tenemos cerca de once millones de inmigrantes indocumentados en nuestro país, tres veces y media la cantidad que en los días del presidente Reagan. Muchos de ellos participan en el culto de nuestras iglesias como nuestros hermanos y hermanas en Cristo.
Cuando me mudé a La Villita hace treinta y cinco años, jamás pensé que estaría involucrado en una cuestión tan polémica como la reforma migratoria. Mi motivación simplemente era alcanzar a mis vecinos con las buenas nuevas de Jesucristo y movilizarlos para crear un lugar saludable y floreciente para vivir. Pero, con el paso del tiempo, escuché demasiadas historias de miembros de la iglesia sobre las dificultades de vivir y trabajar sin documentos. Sin un estatus legal, con frecuencia sus empleadores se aprovechan de ellos y tienen que soportar abusos y ultrajes. Conozco a familias que sufren múltiples deportaciones repentinas con consecuencias devastadoras.
Con la determinación de encontrar una manera de ayudarlos, conecté a varios de mis amigos indocumentados con World Relief (Alivio para el mundo) para que les brindaran asesoría en inmigración. Estaba dispuesto a cubrir los costos que fueran necesarios para que consiguieran la documentación legal que necesitaban. Pronto me di cuenta lo poco que podía hacer, debido al deficiente sistema de inmigración que hacía virtualmente imposible, para cualquiera que viniera a nuestro país debido a dificultades económicas, obtener un estatus legal.
A medida que pasaba el tiempo, resultaba imposible mantener los ojos cerrados ante esta inhumanidad sistemática. Me convencí de que para ayudar verdaderamente a mis hermanos y hermanas inmigrantes, atrapados en la red de este sistema disfuncional, necesitaba añadir un componente esencial a mi ministerio: la confrontación de la injusticia. En lugar de simplemente culpar a los indocumentados por cruzar nuestras fronteras sin permiso legal, debía reconocer que las causas de raíz son más profundas y más amplias que su arriesgada decisión de migrar hacia el norte. Millones de hombres, mujeres y niños estaban sufriendo terriblemente, y muchos de ellos eran mis vecinos.
Al vivir junto a mis hermanos y hermanas indocumentados, entendí que invitarlos a otro estudio bíblico, proveerles de una bolsa adicional de alimentos, o establecer un nuevo programa para promover su educación, cualquiera de estas cosas no abordaría el problema fundamental en sus vidas. Así que de manera inesperada, y como una extensión de mi ministerio local, llegué a trabajar para cambiar la política nacional de inmigración. Como Mary Nelson, mi colega en la CCDA (Church Community Development Asociation), hizo notar sobre nuestro trabajo en las comunidades pobres: «En lugar de enfocarnos en sacar del río a la gente que se ahoga, ¡primero tenemos que ir contracorriente para averiguar quién los está empujando al agua!».
Cuanto más me comprometía al abordar estos problemas sistémicos, más me convencía de que no era solo el comportamiento ilegal de personas indocumentadas lo que había creado el desastre en que nos encontrábamos. Amplios sectores de nuestra economía dependían de la mano de obra barata que aportaban los trabajadores indocumentados, que ahora estaban siendo usados como chivos expiatorios y culpados por los problemas con los que no tenían nada que ver. En particular, los ataques terroristas del 11 de septiembre del 2001 y la gran recesión económica que comenzó en 2008, desataron una reacción dura y violenta contra los inmigrantes indocumentados. A menudo le pregunto al Señor por qué fui tan bendecido al haber nacido tan solo a unos kilómetros al norte de la frontera de Texas como ciudadano estadounidense.