Yo llegué en octubre de 2015 a Lesbos, la isla griega junto a la costa turca donde migrantes de Siria, Irak y Afganistán continúan llegando en balsas hinchables, a menudo entre cuatro y nueve mil cada día. Durante las tres semanas siguientes, yo trabajé en Kara Tepe y Moria, los dos campamentos de refugiados, como voluntaria para Save the Children, una organización de apoyo humanitario internacional. Junto con un equipo de doce, mi tarea fue arreglar un espacio acogedor para los niños en cada campamento—un lugar donde podían jugar los chicos que habían sobrevivido la travesía del Mar Egeo.
Durante los primeros días escogíamos un lugar de tierra plana donde nadie dormía, recolectábamos las botellas vacías y la basura, y tendíamos una lona sobre la grava, usando alfombras y unos pocos tablones rebuscados, para tener dónde jugar. (Eventualmente construimos una estructura de sombra.) Inmediatamente, los niños empezaban a llegar, a veces hasta cuarenta. Yo pintaba mariposas en las caras, jugaba futbol, dibujaba centenares de dibujos con crayón, me cubría con brillantina y pegamento, ayudaba a construir torres elaborados de bloques, y de vez en cuando levantaba la cabeza para observar el campo alrededor mío. Lo que sigue son meramente escenas de lo que yo ví; cualquier intento para llegar a conclusiones simplificadas sería tan inadecuado como el refugio temporal que tratábamos de proveer.