La primera vez que crucé la frontera tenía seis años. No era lo que se dice un inmigrante, aunque con el tiempo me convertiría en uno. En 1991, mi padre había obtenido una beca para asistir a un programa de posgrado de la Universidad de Kansas. Algunos amigos le habían dicho que completar un doctorado le tomaría cinco o más años. Mi madre dijo que ese nuevo país no se volvería nuestra residencia permanente, aunque permaneceríamos allí durante un largo tiempo. No era nuestro hogar, dijo, pero deberíamos intentar “sentirnos como en casa”.

A esa altura apenas había llegado a conocer bien mi primer hogar, Paraguay, donde nací. La República del Paraguay, algunas veces mencionada como un rincón “oscuro” o “perdido” de las Américas, es una nación sin salida al mar en el corazón de América del Sur, un país subtropical de mesetas verdes, áridas llanuras, vastos pantanos y cerros arbolados entre tres grandes ríos. En los últimos años, uno de estos ríos, el Pilcomayo, ha reducido su caudal. Algunos tramos se secaron y la fauna local se vio devastada. Los otros dos, el Paraná y el Paraguay, son tan anchos que en algunas partes parecen desaparecer en el horizonte. Paraguay abarca una superficie similar a la de California, tiene aproximadamente el PBI de Wyoming y alrededor de un millón menos de habitantes que la ciudad de Nueva York. La mayoría de sus habitantes aún habla la lengua indígena predominante, el guaraní, y muchos la prefieren por encima del español (ambas son lenguas oficiales). La historia del país evoca la de Irlanda o la de Polonia: al igual que Irlanda, Paraguay estuvo sujeto al dominio colonial; al igual que Polonia, se trata de un país relativamente pequeño cuya independencia fue puesta en peligro más de una vez por sus vecinos más grandes y fuertes. Y, del mismo modo que esas naciones europeas, en la fragua de su lucha nacional forjó una leyenda poblada de héroes y poetas.

Sin embargo, a mis seis no sabía mucho de esto. La mayor parte de lo que conocía en aquel entonces constituía un inventario infantil de formas, colores, texturas, sabores y sonidos esenciales. Recuerdo el jardín de mi abuela, con su mango, sus crotones y sus palmeras. Podía recordar la catedral amarilla, barrida por la arena, en la capital, Asunción. Me quedó impregnado el olor a azufre y plomo de la gasolina, que inundaba las calles. Jamás olvidé el sabor de la carne a la parrilla —allí le llaman asado—ni de los panqueques de almidón y queso llamados mbeju. Podría describir los escombros grises que vi luego de un golpe militar. Pero después de unos años de haberme acostumbrado a lo que creía era el mundo, fui lanzado en paracaídas a uno completamente nuevo: Estados Unidos de América. Mis sentidos requerían un ajuste.

Paolo Beneforti, Hogar ficticia, pintura témpera sobre cartón reciclado, 2015 Todo el arte usado con permiso del artista.

Paraguay había sido un lugar de tierra color rojo sangre, agrietada por el sol, y anchas briznas de pastos chatos. En Estados Unidos las briznas de pasto eran más verdes y delgadas, perpendiculares al suelo, y crecían al frente de las casas en elegantes jardines con tierra negra y húmeda. Las personas allí pronunciaban la r como un gruñido. Mis mayores me habían informado. Estados Unidos era la nación rica de donde provenían los dibujos animados, un lugar donde no había fútbol. Su gente practicaba una religión extraña llamada protestantismo que, según me dijeron, era como la iglesia católica, pero “sin curas”.

Me daba miedo ese nuevo mundo y desarrollé un mecanismo de defensa: me volví criticón y arrogante. En mi primera tardecita en Estados Unidos mi tía me llevó a McDonald´s. Eso fue a comienzos de los noventa, antes de que McDonald´s se aventurara en América del Sur, pero de algún modo yo ya sabía de la Cajita Feliz y del colorido pelotero, y había soñado con disfrutar de ambos un día. En el pelotero corregí la pronunciación a un niño estadounidense: se dice supermán, por supuesto. ¿De verdad creía que “Superman” era un nombre en español? Por alguna razón, consideraba que ese trocito específico de propiedad intelectual era mío, no de Estados Unidos.

Más tarde ese año, después de que nos instalamos en nuestra nueva casa, mi madre me compró una colección de tazas de plástico con motivos escolares. Una de ellas mostraba una serie de lápices, lapiceras y gomas, austeramente dispuestos uno al lado del otro en forma ordenada. Otra tenía la imagen de lápices, lapiceras y gomas personificados, riendo, bailando y pasando un buen rato. Le dije a mi mamá: los estadounidenses se parecen a los primeros; los paraguayos, a los segundos. ¿Cómo era posible que un niño de seis años tuviera una opinión tan negativa de la sociedad estadounidense? En algún momento —probablemente a través de la televisión o escuchando las conversaciones de los adultos— había adquirido la idea de que Estados Unidos, al país real me refiero, era una distopía conformista, un gran centro comercial, una alineación interminable de casas prefabricadas vacías, una sociedad fría como el aire acondicionado en verano.

Esta opinión negativa no estaba sustentada en observaciones del mundo real. Se basaba en mi sentimiento de desarraigo, un mareo que puede llevarlo a uno a adoptar una interpretación oscura de todo cuanto lo rodea. Y lo que ignoraba a mis seis era el nombre correcto de los lugares, los barrios y las cosas hermosas que hacen que este país sea un hogar para su gente: las fiestas en los estacionamientos, los rodeos, las kermeses, el jazz, el hip hop, el béisbol, la cocina regional o la misión del Apolo 11. No fue hasta un año más tarde que pude juntarme con los niños del barrio para encender luces de Bengala y hacer estallar petardos en el fin de semana del Cuatro de Julio. Me tomó un tiempo, pero finalmente logré sentirme como en casa.

Cuando volví a Paraguay, el lugar de mi nacimiento se había convertido en un país extranjero.

En mi conciencia aún pesa un rapto de arrogancia. Unos meses después de la mudanza me inscribieron en una escuela pública, un lugar respetable que ofrecía a estudiantes como yo un programa de inglés como segunda lengua. Rápidamente aprendí un inglés rudimentario, al igual que la mayoría de los inmigrantes jóvenes. Mi maestra, la Sra. Anderson, era la imagen típica de la calidez y la cordialidad del medio oeste. Pero, por alguna razón, no me agradaba la asistente de la Sra. Anderson, una mujer que andaría por sus veinte y que se encontraba desempeñando su primer trabajo como maestra. Malinterpreté algunas señales, como incluso puede sucederles a niños que no tienen una barrera cultural, y la juzgué arrogante y engreída. Un día, justo antes del receso semestral de invierno, me preguntó: “¿Celebras la Navidad?”

Suspiré y dije: “Sí, no soy estúpido”.

¿Por qué estallé así? Porque tomé su pregunta como una observación altanera que establecía una distancia entre ella y yo, entre su país y el mío. Por supuesto que celebramos la Navidad. También somos civilizados, ¿sabes? No tenía idea de que existían religiones no cristianas. Pero incluso si su pregunta me hería, también era una mano extendida, aunque yo no lo sabía. Lo que pudo haber sido un puente entre nosotros —el hecho de que ambos celebráramos la Navidad— se había convertido en una cuña, una frontera.

Cinco años después regresé a Paraguay. Pero no regresé a casa. El lugar de mi nacimiento se había convertido en un país extranjero, tan extranjero para mí como Estados Unidos había sido unos años antes. Repasé el antiguo inventario sensorial, las antiguas vivencias de mi infancia temprana, y sentí algo semejante a una experiencia extracorpórea. Las imágenes y los sonidos me eran familiares, pero los sentía como si fueran los recuerdos de alguien que no era yo. Ya no era el mismo niño que había jugado bajo el árbol de mango de mi abuela. Los pastos chatos y el azufre en el aire me generaban incomodidad. De hecho, durante un tiempo, el aire contaminado de Asunción me produjo asma y alergias.

Estaba percatándome de detalles nuevos y extraños de la vida cotidiana. En Estados Unidos la leche venía en jarras de plástico; en Paraguay, se guardaba en bolsas de plástico. Los cuadernos con espiral de mi escuela primaria en Kansas fueron sustituidos por cuadernos pequeños, de tapa dura, donde se esperaba que escribiéramos con una caligrafía muy apretada, no con aquellos grandes trazos en bucles que estaban bien para una clase de la Sra. Anderson. Me obsesioné con el asfalto —Paraguay parecía tener tan poquito— y confeccioné una lista mental de todas las formas alternativas en que las calles de Asunción estaban pavimentadas: empedrado, baldosas, cemento.   

Pero fue la cultura marcial de Paraguay —una cultura que hoy, después de dos décadas de lo que ha sido llamado “globalización”, ha desaparecido en gran medida— lo que más me confundió. Era más que un detalle sensorial extraño; era un nuevo universo moral. Cada mañana, en mi estricta escuela privada nos formábamos como soldados prontos para entrar en combate. Los lunes, el director nos pasaba revista como un general, señalando cualquier corbata torcida o camisa por fuera del pantalón, y esforzándose en que sus estudiantes pronunciaran cada sílaba del himno nacional correctamente y con reverencia. Nos poníamos de pie cada vez que el maestro entraba al aula y lo saludábamos al unísono, ladrándole: “¡Buenos días, profesor!”. Debíamos llenar aquellos cuadernos de tapa dura con dictados, una actividad que yo sentía como una orden del maestro señalándonos qué debíamos pensar exactamente. En la biblioteca de la escuela, los libros estaban tras una vitrina, bajo llave.

Paolo Beneforti, La ciudad, pintura témpera y marcador sobre cartón reciclado, 2015

Me rebelé contra esa cultura, tanto como me había rebelado contra la estadounidense. Al final, mis padres encontraron una escuela más “moderna”, más “estadounidense”. Pero para entonces me veía a mí mismo como alguien desamparado por partida doble. Hoy puedo ver que aquellas cosas que experimenté como “paraguayo” o “estadounidense” no definen la esencia de ninguno de esos lugares; son solo las cosas que destacan ante los ojos de un niño. Lo que les daba sentido era que representaban dos lugares radicalmente diferentes, igualmente raros para mí en aquella época.

En ese momento, era fácil que me sintiera extraño, que me concentrara demasiado en mí mismo y que desarrollara un narcisismo juvenil. Un inmigrante podía evitar eso arraigándose en una comunidad de la diáspora o abrazando por completo su nueva nación. Pero a menudo uno elige simultáneamente ambas opciones, sintiéndose tironeado en ambas direcciones, con grados variables de lealtad hacia cada una. Y así, la sensación de desarraigo permanece de un modo diferente. Al menos eso es lo que me sucedió a mí.

S. Naipaul capta este sentimiento de doble desarraigo en su libro de 1971, En un estado libre, estructurado como una serie de historias referidas a los desplazamientos en el siglo XX. La novela trata de dos europeos provenientes del mundo protegido de la diplomacia y de las ONG durante un período políticamente tumultuoso de una nación innominada del África oriental. Las tramas secundarias, por su parte, están enfocadas en personajes procedentes de antiguas colonias británicas, quienes han emigrado a una capital imperial. El personaje principal de “Uno de tantos”, la primera de estas historias, comienza comparando ambos lados de la frontera que ha cruzado:

Ahora soy un ciudadano estadounidense y vivo en Washington, capital del mundo. Muchas personas, tanto aquí como en India, sentirán que he hecho bien. Pero, no.

Era tan feliz en Bombay. Era respetado; tenía una cierta posición. Trabajaba para un hombre importante. Las personas más notables del país venían a nuestras habitaciones de soltero y disfrutaban de mi comida y me colmaban con elogios. También tenía a mis amigos. Nos reuníamos por las tardecitas en la acera bajo el balcón de nuestras habitaciones. Algunos de nosotros, como el criado del sastre y yo mismo, éramos sirvientes y vivíamos en la calle. Los otros eran personas que iban a ese trocito de acera a dormir. Personas respetables; no alentábamos a la chusma. … Salvo, por supuesto, durante el monzón, prefería dormir en la acera con mis amigos, aunque en nuestras habitaciones tenía a disposición para mi uso personal todo un armario bajo la escalera.

La ironía de este fragmento es fácil de identificar: Santosh, el narrador, está presentando una imagen evidentemente edulcorada de su vida en Bombay. Su condición social no había sido elevada. Era un sirviente, y los pocos lujos de los que disfrutaba provenían de la generosidad de su empleador. Otra fuente de orgullo es más cuestionable, por cuanto se deriva de sentimientos de superioridad con respecto a la “chusma”, el lumpen que vive en las calles. A pesar de sus recuerdos gratos, Santosh tuvo una vida difícil, al menos según los estándares estadounidenses. Pero él se sentía feliz, porque su lugar en el mundo era seguro, podía enorgullecerse de su trabajo y admiraba al hombre para el que trabajaba. Después de que su jefe lo lleva a Estados Unidos, donde se le ha asignado un cargo en el gobierno, la historia de Santosh comienza.

Santosh jamás disfruta del todo de su vida en Washington. Pero no puede concebir un retorno a Bombay. “Me había visto a mí mismo en el espejo y sabía que no era posible que regresara a Bombay ni al tipo de trabajo que tenía ni a la vida que había vivido. Ya no podría volverme con facilidad parte de la existencia de alguien más”. La única vida que le queda es la vida del comercio y logra ganarse bien el sustento como cocinero en un restaurante de comida india. Sin embargo, el éxito en los negocios no produce el sentimiento de pertenencia que alguna vez tuvo. A esa altura, Santosh ha abandonado cualquier esperanza de encontrar algo llamado “hogar”. Este concepto ha sido sustituido por una opinión esencial y abstracta de la vida humana: “Todo cuanto mi libertad me ha traído es el conocimiento de que tengo un rostro y un cuerpo, que debo alimentar este cuerpo y vestir este cuerpo durante un determinado número de años. Luego, todo terminará”.

La historia de Naipaul pinta un caso extremo y, de muchas maneras, Santosh es un personaje negativo. Pero a través de esta historia, Naipaul reconoce un momento revelador, a menudo doloroso, en la historia de un inmigrante: el amanecer de un sentimiento de desarraigo combinado con un anhelo constante y firme del hogar.   

Con respecto a En un estado libre, el novelista Neel Mukherjee argumenta que el legado del trabajo de Naipaul debería ser el desarrollo de una estética que rompa con la idea de hogar, que acepte la idea de que un ser humano pueda sentirse pleno y, aun así, estar desamparado. “Imagino una novela que considere la ajenidad como algo propicio, una circunstancia que tenga en su centro la siguiente pregunta: ´¿Cuál es nuestro lugar en el mundo?´. Y que no tenga miedo de cuestionar la noción completa de espacio ni de plantear otra pregunta con firmeza: ´¿Por qué debemos tener un lugar en el mundo?´”.

Cuando me mudé a Estados Unidos por segunda vez, al final de mi adolescencia, me hubiera resultado tentador responder esa pregunta diciendo que, de hecho, no necesitamos un lugar. Mudarme una tercera vez fue doloroso, pero desarrollé un nuevo mecanismo de defensa: puesto que el dolor que sentía estaba generado por mi apego al hogar, intenté olvidar aquellas cosas que amaba de Paraguay tan rápido como pude. También intenté obligarme a sentirme importante: quizá había algo noble y moderno en no tener un lugar en el mundo. Aún no había leído En un estado libre, pero pude haber estado convencido de que la antropología básica de Santosh era la verdad de la condición humana. El hogar es una ilusión, me decía, una colección de sensaciones y recuerdos reconfortantes y familiares, pero no pertenecemos realmente a ninguna parte. Uno podría argumentar que una versión de esta creencia es parte de la tradición cristiana. ¿Acaso Teresa de Lisieux, la mística católica francesa, no dijo: “El mundo es tu barco y no tu hogar”? Además, la cuestión del hogar parecía atada a la idea de nacionalidad, un concepto que, en el mejor de los casos, tenía una reputación cada vez más débil. Una vez que has cruzado una frontera —me parecía entonces— descubres que, al final, todos estamos desamparados.  

Pero ¿qué queremos decir con “hogar”? Aquellos que lo buscan están en “una búsqueda de paz, justicia y comunidad”, escribe Emmy Barth en No Lasting Home: A Year in the Paraguayan Wilderness, un relato del viaje de la comunidad del Bruderhof desde Inglaterra hasta su radicación en Paraguay. Su viaje de desarraigo, exilio y construcción de una vida estable más allá de las fronteras ofrece un contraste esperanzador al desaliento presentado en la historia de Naipaul.

En la década del treinta, la joven y pacifista comunidad del Bruderhof, que atraía miembros de varios países europeos, se rehusó a rendir culto a Hitler. Habían estado bajo vigilancia del régimen desde, por lo menos, 1933. Finalmente, huyeron a Inglaterra. Pero Inglaterra resultó un país poco hospitalario con ese movimiento de raíces alemanas que demostraba falta de voluntad para contribuir al esfuerzo de la guerra, todo lo cual volvió a la comunidad del Bruderhof sospechosa a los ojos de muchos británicos.

Su siguiente e improbable parada fue Paraguay. En lo que al Bruderhof concernía, el país tenía algunas ventajas. Una comunidad de menonitas ya había estado viviendo allí desde 1927, y el Bruderhof había participado en el Congreso Mundial Menonita en 1936. Los menonitas, como los llaman el resto de los paraguayos, son una comunidad bien conocida allí, aunque se los ve poco. Llegar desde la capital a su lugar de residencia más grande, la remota ciudad de Filadelfia al oeste del país, implica seis horas en auto por caminos difíciles. (Cuando niño solo sabía que producían leche y que eran protestantes. Nunca me pregunté si celebraban la Navidad).

El gobierno paraguayo, escribe Barth, ofreció al Bruderhof los mismos privilegios que había ofrecido a los menonitas: “Libertad religiosa, libertad para dirigir sus propias escuelas y exención del servicio militar”. Finalmente, Paraguay era (aún es) un país escasamente poblado, con grandes extensiones de tierra disponible, aunque las cartas de los miembros del Bruderhof también muestran una relación con los “así llamados indios a quienes la tierra había sido robada”, es decir, los previamente desplazados guaraní-ñandeva, ayoreo y otros pueblos indígenas. Cuando la comunidad del Bruderhof llegó a Paraguay, sus miembros pasaron los primeros meses viviendo en los asentamientos menonitas.

Cuando los menonitas llegaron en 1927, Paraguay estaba atravesando un largo período de varios gobiernos del Partido Liberal. Una élite elegante y de algún modo despótica, educada en Europa, regía el país con una combinación de capitalismo laissez-faire y estética de Bellas Artes (los edificios y plazas de Asunción más bellos son de esta época). No fue una época del todo democrática —los funcionarios de gobierno fijaban las elecciones, imponían toques de queda, reprimían protestas—, pero fue un tiempo durante el que, en mayor o menor grado, los líderes de la nación adhirieron a principios elevados, tales como la libertad religiosa que tanto los menonitas como el Bruderhof consideraban esenciales para su supervivencia.

Paolo Beneforti, Buscando un hogar perdido, pintura témpera sobre cartón reciclado, 2015

El grupo del Bruderhof llegó en 1940 en un momento crucial. Paraguay pronto atravesaría cambios que, aunque no afectaron de inmediato la política abierta del gobierno hacia los refugiados europeos protestantes, alteró en gran medida el clima político de otras formas. En 1935 Paraguay había vencido a Bolivia en la Guerra del Chaco, la misma región donde los menonitas se habían asentado y donde el Bruderhof esperaba encontrar un hogar. La guerra incentivó el nacionalismo paraguayo, y la generación que luchó en ella se convirtió en parte de la tradición patriótica, del mismo modo que más tarde lo haría la Generación Grandiosa en Estados Unidos. Esa victoria, sin embargo, también significó el declive de la era liberal.

Luego de un golpe a principios de 1936, las fuerzas armadas paraguayas, que habían recibido la parte del león por la victoria en Chaco, se transformaron en el poder ejecutivo de facto de la nación, ejerciendo efectivamente el poder de veto electoral. Y, lo que es peor, durante la década del treinta las fuerzas armadas se habían visto cautivadas por el estilo de la Wehrmacht, cuyas proezas eran celebradas por miles de alemanes simpatizantes del nazismo, que vivían en Paraguay en aquella época (además de por algunas élites paraguayas). Esta conexión fue solo una de las ironías vinculadas al nazismo con las que el Bruderhof se encontró a su arribo a Paraguay. No queda claro, según el relato de Barth, si los menonitas que apoyaban a Hitler (aproximadamente la mitad) lo hacían porque creían en su ideología o por la idea equivocada de que defendía “valores cristianos”. En efecto, muchos creían que podría reconstruir Alemania y convertirla en un lugar más hospitalario para los cristianos, lejos de la influencia antirreligiosa de los comunistas. El Bruderhof intentó convencer a esos menonitas de que esas opiniones eran erróneas. En sus palabras, Lieber Hakenwurm als Hakenkreuz: mejor helmintos que esvásticas.

Los helmintos son bastante dañinos: se introducen en el pie y pueden causar enfermedades graves, una dolencia conocida por los paraguayos como sevo´i, acerca de la cual, como la mayoría de las personas, fui advertido en mi infancia. Y había muchos otros inconvenientes en el Chaco: estaban la malaria y la sequía y los lagartos extraños. Hasta hoy, Chaco sigue siendo un lugar inhóspito para vivir. El algodón crecía bien en ese lugar, pero eso era todo: el alimento escaseaba con frecuencia. En esa época los menonitas parecían espiritualmente agotados debido a la lucha por la supervivencia. El nuevo hogar del Bruderhof no era una tierra de leche y miel.  

La situación se tornaba cada vez más difícil, y el Bruderhof la resolvió cuando compró tierras en la zona este de Paraguay, una región exuberante y más fértil. Allí fundaron una colonia a la que llamaron Primavera. En su mensaje de despedida a los menonitas articularon una actitud que concilia el hogar y el desarraigo:

A menos que se comprenda a nuestra comunidad, puede no ser tan fácil comprender por qué hemos decidido irnos de Chaco. La razón principal es espiritual. (…) Queremos estar más cerca de otras personas, porque tenemos un mensaje para llevarles. (…) No podemos escondernos tras un muro o en un desierto y decir “¡No queremos que el mundo nos toque!”. El mundo está en nosotros. Y existe el peligro de que un grupo se repliegue en sí mismo y solo se preocupe por su propio bienestar y su propia economía. Nuestra tarea como cristianos es misionera.

El hogar que querían era uno que se extendiera en servicio más allá de sus fronteras. Es conmovedor leer la historia de unas personas que encontraron un hogar en el mismo hogar que uno mismo tuvo que dejar alguna vez. Y es impresionante pensar que mi bisabuelo, quien trabajaba en el puerto de Asunción y también era un inmigrante de las Islas Canarias, pudo haber sido testigo de la llegada del Bruderhof en 1940. Si se levantaba de su escritorio y espiaba a los refugiados que caminaban a lo largo de la pasarela, ¿se vería a sí mismo en ellos, que hablaban una lengua diferente y oraban en una iglesia diferente, pero que habían pasado por el mismo doloroso proceso de desarraigo que él había atravesado? Hoy, en mis treinta, después de haberme mudado varias veces dentro de Estados Unidos, me siento estadounidense, pero desde mis seis años no me he sentido completamente “en casa”. ¿Los miembros de la comunidad del Bruderhof que antaño saltaba de frontera en frontera se sentirán ahora paraguayos?

A partir de su historia he obtenido una respuesta para el dilema del doble desarraigo. Primero, nunca hay que dejar de desear un hogar; ese deseo aviva la vida en sí. Fue clave para la supervivencia del Bruderhof y su liberación definitiva. Segundo, no hay un hogar permanente. De algún modo, el hogar más estable que el Bruderhof tenía era cada uno de sus miembros, el hogar portátil de su propia comunidad que, sin embargo, necesitaba un lugar donde asentarse. Esos dos puntos llevan a una conclusión ineludible: nuestra tarea es intentar siempre construir un hogar, un lugar de paz, justicia y comunidad, y extender la compasión más amplia posible hacia aquellos que cruzan las fronteras en su búsqueda. No hay un hogar terrenal; Teresa tenía razón. Pero el deseo de descubrir y construir uno eterno comienza en esta vida.


Traducción de Claudia Amengual