Soy hijo de la clase trabajadora blanca de los Estados Unidos. Esta nación nunca vio avances en justicia racial que no desencadenaran una violenta reacción contraria en mi grupo social de origen. Sin embargo, yo hace tiempo me sentí atraído por el espíritu y el camino de Jesús, tal como Martin Luther King lo ejemplificó.
Este artículo se publicó en inglés en abril de 2018.
La historia de Martin Luther King Jr. y el movimiento que él lideró es nuestro mayor tesoro nacional. Es hermoso, intenso, inspirador y traumático. Resuena con una oratoria elevada y acaba en frustración pesadillesca –solo que no acaba. Para mí, esta historia supera a todas las demás historias de los Estados Unidos porque es la narrativa de la pasión de nuestro tiempo. Irrumpió en mi mundo de blancos de clase baja, siendo joven, y me condujo a un camino vocacional imprevisto. Sin embargo, la más maravillosa historia de los Estados Unidos ya no abre nuevos caminos, en parte, por la manera en que fue contada durante muchos años.
El movimiento de los derechos civiles liderado por King refutó el relato autocomplaciente de la sociedad estadounidense sobre su amor por la libertad y, en cambio, les ofreció a sus ciudadanos la oportunidad de confesar y expiar el legado de pecados originales de la nación. Hoy, más que nunca, necesitamos el testimonio de King, dado que Estados Unidos nunca construyó una cultura del arrepentimiento, y hoy la nación está devastada por las consecuencias de esos mismos problemas que King dedicó su vida a resolver.
Crecí en Bay County, un distrito pobre y semirrural de Michigan, en una familia católica nominal. Mis padres se habían mudado allí después de haber crecido en una zona igualmente pobre de la Península Superior de Michigan, donde mi padre había sufrido burlas e insultos por pertenecer a la etnia Cree. A los veintitrés años se mudó al sur, a la Península Inferior, y de ese modo obtuvo un aceptable estatus de blanco. Al mirarse en el espejo, veía una raza inferior, de modo que el mayor acto de amor que pudo imaginar como padre fue reivindicar para sus hijos todos los privilegios de los blancos que pudo conseguir. Hoy mi padre ostenta orgullosa, y hasta casi agresivamente, su identidad de nativo americano, y yo valoro los cambios en la sociedad estadounidense que hicieron posible que él recuperara su identidad racial. Nada de esto hubiera sucedido sin el movimiento por los derechos civiles. Pero yo soy hijo de la clase trabajadora blanca, nunca tuve ni pretendí tener otra identidad racial, y en nuestro país nunca hubo avances en justicia racial que no desencadenaran una violenta reacción contraria en mi grupo social de origen. Ahora mismo, estamos ante una de esas reacciones.
De joven, de vez en cuando iba a misa con mi familia o, a veces, algún vecino me llevaba en su automóvil; esto alcanzó para que la figura del Jesús crucificado me cautivara. Esta figura divina que enfrentaba al mal con amor sacrificial me ofreció un ideal religioso, una señal de trascendencia que atravesó mi horizonte cotidiano delimitado por una cultura de clase baja y por la fecha del próximo partido. Más adelante, el impresionante testimonio del movimiento por los derechos civiles también atravesó mi vida, y en determinado momento, se fundió en mi mente y corazón con la cruz de Cristo.
Llegué a la mayoría de edad durante los años culminantes del movimiento. La marcha de Selma tuvo un fuerte impacto en mí. Los profesores nos enseñaban que Estados Unidos era el mejor país del mundo en todo sentido. Sin embargo, el movimiento por los derechos civiles nos enseñó algo bien diferente. Martin Luther King se convirtió en mi referente mucho antes de que yo tuviera alguna noción de política o religión. Tiempo después, King fue asesinado y se convirtió en algo más que el simple líder de un movimiento por la justicia. Igual que Jesús, de quien era seguidor, King había muerto por nosotros, había muerto siendo un ejemplo en la construcción de la paz y la justicia, a la manera de Jesús. Hasta allí llegaba mi cosmovisión religiosa cuando logré, a duras penas, ingresar a la facultad, básicamente para practicar deportes. Durante mis veinte y treinta y pocos años, me desempeñé como agente comunitario y sacerdote de la Iglesia Episcopal; a los treinta y cinco pasé al ámbito académico. Hoy sigo aferrado a los mismos sólidos principios de mis comienzos.
A su muerte, Martin Luther King dejó tras de sí un extraordinario legado y un vacío inmenso. Durante los siguientes quince años, activistas por la justicia racial y líderes ecuménicos reclamaron que su legado fuera reconocido a nivel nacional mediante un día feriado para honrar su memoria. La reputación de King entre los estadounidenses blancos llegó a su punto más alto, lo que hizo viable la declaración del feriado. Personas que lo habían despreciado en vida ahora decían admirarlo; muchos «olvidaron» los agravios expresados en su contra. En 1979, la campaña por el feriado perdió la votación en la Cámara de Representantes, pero, en 1983, una mayoría especial en el Congreso logró revertir aquella primera votación, y el presidente Reagan se vio obligado a refrendarlo.
La campaña se centró en las imágenes del discurso «Tengo un sueño». Durante esos años, organicé varias celebraciones ecuménicas para conmemorar el feriado y me resultó muy frustrante ceñirme a las pautas establecidas. La consigna era suavizar la figura de King a fin de que alcanzara el estatus de ícono que merecía. La memoria del King que llevó la lucha a la ciudad de Chicago, que se opuso al capitalismo y a la guerra de Vietnam, que destacó lo que era valioso en el movimiento Poder Negro y organizó la Campaña de los Pobres se desvaneció en un idealismo inocuo. King se volvió inofensivo y etéreo, reconocido por su noble moral, pero despojado de sus referencias al pecado, la redención y la justicia profética. El movimiento por los derechos civiles quedó reducido a un movimiento reformista que brindaba oportunidades a personas en forma individual. Ya nadie parecía recordar el motivo ni el hecho de que King, en vida, había sido la persona más odiada en los Estados Unidos. A modo de ejemplo, una encuesta de Gallup, en 1966, mostró que casi dos tercios de los estadounidenses tenían una opinión desfavorable de King y el 44 % tenía una opinión «muy desfavorable».
King tenía plena conciencia de que era odiado y por qué. En sus campañas de protesta, nunca tuvo como único objetivo la conquista de una nueva reforma, aun cuando siempre tenía una reforma en la mira. Era necesario que la población blanca de los Estados Unidos se confrontara con su hostilidad hacia la población negra y su sentido de superioridad racial. Se necesitaba construir, como condición para la redención por los doscientos cuarenta y seis años de esclavitud y los cien años de segregación racial, una cultura del arrepentimiento. Y eso jamás lo lograría un movimiento de reforma política por sí solo.
King estaba imbuido del evangelio social negro, una tradición de la teología y la política neoabolicionistas que jugó un papel preponderante en todas las organizaciones de justicia racial de fines del s. xix y comienzos del s. xx. Se las llamó «neoabolicionistas» debido a que los fundadores del evangelio social negro tuvieron que preguntarse cómo sería una nueva abolición ahora que la Reconstrucción se había dejado de lado, las castas en función de la raza habían sido codificadas y el terrorismo racial había impuesto ese sistema de castas. Entre los fundadores se encontraba el clérigo y educador bautista William Simmons, el clérigo de la Iglesia Episcopal Afrometodista Zion, Alexander Waters, la campeona de la lucha contra los linchamientos, Ida Wells-Barnett, y el clérigo Reverdy Ransom de la Iglesia Episcopal Afrometodista. Su mensaje era que, en su lucha política contra la tiranía de la supremacía blanca, las iglesias debían aplicar la ética de la fe bíblica. Entre sus sucesores, King encontró sus cuatro principales referentes del evangelio social: los clérigos bautistas Benjamin E. Mays, J. Pius Barbour, Mordecai Johnson y Howard Thurman. Cuando King entró en escena el 3 de diciembre de 1955, tenía presente a estos referentes.
King había crecido en Atlanta, en una iglesia bautista negra de clase media en la que su padre era pastor. A la edad de quince años ingresó a Morehouse College, continuó sus estudios en el Crozer Seminary y posteriormente, hizo el doctorado en la Universidad de Boston. Estaba trabajando en su tesis doctoral cuando fue designado pastor de la iglesia Dexter, en Montgomery, y acababa de recibir su título cuando Rosa Parks fue arrestada el 1 de diciembre de 1955. Hasta el momento en que se desató la tormenta en Montgomery, King no había tenido ninguna experiencia como activista; tuvo que apoyarse en sus convicciones y en lo que había visto y aprendido de sus mentores.
Dios es el fundamento personal del valor infinito de la personalidad del ser humano. Este credo de dos caras tenía un correlato negativo que confirmaba una convicción profunda de King: si el valor de la personalidad es lo más alto en la vida, el sistema de castas basado en la raza existente en los Estados Unidos era perverso desde una perspectiva cristiana. Es perverso todo aquello que degrada la personalidad, la sagrada dignidad de toda vida humana –esto mismo es lo que el sistema de castas se proponía destruir. King eligió la Universidad de Boston debido al compromiso de la institución con la corriente del idealismo personal que representaba un mayor respaldo a sus convicciones más profundas que cualquier otra corriente filosófica. Poco tiempo después, su ministerio en Montgomery lo llevó a un lugar donde sería arrollado por un movimiento imparable como un torbellino.
El movimiento hizo a King, y no a la inversa. Pero el movimiento que, en diciembre de 1955, le dio notoriedad al joven ministro no se hubiera extendido con fuerza arrasadora sin su liderazgo. Montgomery logró organizar el boicot a los autobuses porque tres de sus organizadores venían preparando el terreno desde hacía meses: Jo-Ann Robinson, presidenta del Montgomery Women’s Political Council (Consejo Político de Mujeres de Montgomery); Rosa Parks, secretaria de la NAACP (Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color) en Montgomery y E. D. Nixon, exdirigente de la NAACP. Estaban listos para enfrentar la segregación en el transporte público cuando el arresto de Rosa Parks les proporcionó el perfecto caso testigo. Pero alguien tenía que hablar a favor del boicot, y resultó que el nuevo pastor fue quien estuvo dispuesto a arriesgar su vida. La historia dio un vuelco en un instante. King tuvo veinte minutos para pensar lo que iba a decir esa noche. Se encaminó hacia la iglesia Holt Street con este pensamiento en mente: debo ser militante y, a la vez, moderado.
«Estamos aquí», le dijo a la multitud allí reunida, «porque, ante todo, somos ciudadanos estadounidenses […] y también por nuestro amor por la democracia y nuestra profunda convicción de que la democracia, cuando pasa de ser un concepto en papel a convertirse en acción decisiva, es la mejor forma de gobierno del mundo».
Pero, en los Estados Unidos, la democracia estaba dolorosamente distorsionada. «A las personas negras se las humilla y oprime por el simple hecho de ser negras». «¡Es verdad!», gritaba la multitud. King se refirió a Rosa Parks, alabando su integridad «sin límites» y su devoción a Jesús y, luego, pasó a hablar de la justicia: «Ustedes saben, mis amigos, que llega un momento en el que la gente se cansa de vivir pisoteada bajo el férreo pie de la opresión».
La justicia es corregir con amor aquello que se rebela contra el amor.
La audiencia estalló en un aplauso atronador, y King continuó en la misma línea. La gente se cansa de ser «empujada al abismo de la humillación» donde la «desolación y desesperación son una constante» y de ser «excluida de la estación alegre y luminosa de la vida». Los estadounidenses negros estaban cansados de todo eso, sin embargo, no estaban a favor de la violencia ni ahora ni nunca antes. «¡Dilo una vez más!», clamó la multitud. King insistió en que los negros estadounidenses eran cristianos que seguían las enseñanzas del evangelio. Seguidamente, introdujo el tema del derecho a protestar en una democracia. El Ku Klux Klan y los Consejos de Ciudadanos Blancos oprimían imponiendo el terror, en cambio, los estadounidenses negros resistían la opresión en el espíritu de Jesús. King afirmó: «No se verán cruces quemadas en las paradas de ómnibus en Montgomery». Ninguna persona blanca será arrastrada fuera de su casa para «llevarla por una carretera alejada y lincharla por negarse a cooperar». Las protestas en Montgomery perseguían un único fin: restituir la justicia. Esto lo llevó a retomar el tema de la justicia. Si ellos estaban equivocados, también estaban equivocados la Corte Suprema, el texto de la Constitución, Jesús y Dios Todopoderoso: «Si nosotros estamos equivocados, la justicia es una mentira. El amor no tiene sentido. Estamos decididos aquí, en Montgomery, a trabajar y luchar hasta que el derecho fluya como las aguas y la justicia como arroyo inagotable».
King pasó de citar al profeta Amós a hacer un llamado a la solidaridad: «Debemos permanecer unidos». El movimiento requería unidad y valentía, y estas debían potenciarse mutuamente. Arriesgó una analogía sindical al señalar que no estaba nada mal que los trabajadores se unieran para reclamar sus derechos cuando se sentían «pisoteados por el poder capitalista». «Nosotros, los desheredados de esta tierra, que durante tanto tiempo hemos sufrido opresión, estamos cansados de soportar la larga noche del cautiverio. Queremos por fin alcanzar un amanecer de libertad, de justicia y de igualdad».
Nuevamente la audiencia prorrumpió en aplausos y exclamaciones ante la maravillosa imagen del amanecer. King les imploró que «siempre tuvieran a Dios por delante». El amor, les dijo, es una de las caras de la fe cristiana; la otra es la justicia. Los cristianos viven en el espíritu del amor divino y utilizan las herramientas de la justicia divina. Usan las herramientas de la persuasión y las herramientas de la coerción. Si trabajaban unidos, la historia se escribiría en Montgomery.
King se quedó sin metáforas y puso fin a su recorrido temático, pero el discurso de Holt Street reflejó perfectamente lo que habría de convertirse en su mensaje: «la justicia es corregir con amor aquello que se rebela contra el amor». Muy pronto este mensaje se convirtió en su marca distintiva, ayudándolo a conectar el incipiente movimiento por la justicia racial en el sur –más histriónico y de base eclesial– con el movimiento consolidado, institucional y mayormente secular en el norte.
Bayard Rustin, pacifista y activista negro, viajó de prisa a Montgomery desde Nueva York, trabó amistad con King y le presentó a sus compañeros de militancia de la vieja izquierda, Stanley Levison y Ella Baker. Después del éxito del boicot, los cuatro decidieron formar una nueva organización que entusiasmaría a muchos en Montgomery. La NAACP seguía cumpliendo un papel importante, pero las comparecencias en los tribunales consumían toda su energía. El Congreso por la Igualdad Racial (CORE, por su sigla en inglés) elevaba su protesta con firmeza y valentía, pero no lograba convocar un movimiento. Había en sus filas demasiados intelectuales blancos de clase media que daban la impresión de estar motivados por un celo paternalista. Justamente lo que el movimiento no necesitaba era otra versión del CORE.
La nueva organización sería exclusivamente negra, aunque su objetivo era redimir a toda la nación. En diciembre de 1956, durante una celebración en la iglesia en Holt Street, King dijo que el objetivo no era derrotar a los opresores blancos, sino «despertar un sentimiento de vergüenza en el opresor y desafiar su falso sentimiento de superioridad. El fin es la reconciliación; el fin es la redención; el fin es la creación de una comunidad amada». Al mes siguiente, King junto con Fred Shuttlesworth, pastor de Birmingham, y C. K. Steele, pastor de Tallahassee, convocaron un congreso para conformar una nueva organización. En agosto de 1957, se le dio el nombre de Conferencia de Liderazgo Cristiano del Sur (SCLC, por su sigla en inglés) y un lema: «Redimir el alma de los Estados Unidos de América».
King reconoció acertadamente que el movimiento necesitaba una organización de base eclesial dedicada a propagar la protesta como reguero de pólvora. Equipó a la Conferencia de Liderazgo Cristiano con predicadores enérgicos y dinámicos que le respondían a él; dejó en manos de Rustin y Levison la tarea de asesorar, ejercer de escritores fantasma y crear redes de contactos, y contrató a Baker para dirigir la oficina. Rustin, Levison y Baker eran veteranos militantes de la vieja izquierda que tenían buenos recuerdos de cómo el Congreso de Organizaciones Industriales (CIO, por su sigla en inglés) había logrado conquistas en materia de justicia económica a través de marchas, huelgas y boicots. Pero esta historia también había resultado aleccionadora; la estrategia de la vieja izquierda de intentar fusionar la lucha contra el racismo con los sindicatos y el socialismo había fracasado en las décadas de 1930 y 1940. El racismo calaba más hondo que la solidaridad.
Así pues, el aporte de estos tres veteranos fue clave para lograr que la Conferencia de Liderazgo Cristiano tuviera su base en la iglesia negra, a pesar de que Rustin era un cuáquero socialista, Levison, un excomunista judío y Baker sentía rechazo hacia los predicadores autoritarios como consecuencia de su experiencia en la iglesia negra. La Conferencia de Liderazgo Cristiano abrazó la no violencia y pregonaba su apartidismo político, aunque Baker suscribía a la no violencia solo por una razón táctica, no por un compromiso de fe como Rustin y King. Los pastores y los miembros de la junta de la Conferencia de Liderazgo Cristiano no veían con buenos ojos la dependencia de King respecto de Rustin y Levison, pero él insistía en que los necesitaba.
A King no le inquietaba que Rustin, Levison y Baker vinieran de las filas de la vieja izquierda. Era uno de los misterios del accionar de Dios que hubiera tantos comunistas y tan pocos liberales blancos preocupados por la situación de los afroamericanos. Durante sus años de seminario, King se volcó al socialismo democrático, adoptando la convicción de que la democracia política no subsiste sin democracia económica, siguiendo la línea de Johnson, Barbour, Walter Rauschenbusch –figura del evangelio social– y Walter Muelder, profesor de ética en la Universidad de Boston. Tiempo después, cuando se unió al movimiento por la justicia racial, dio por descontado que los excomunistas cumplirían un papel importante. Rustin y Levison estaban convencidos de que los negros estadounidenses nunca serían libres mientras un gran número de blancos vivieran oprimidos por la pobreza. Sostenían que, frente a las luchas por la justicia racial, el capitalismo se comportaba de manera diferente en el norte y en el sur. En el norte, los negros sufrían principalmente por la lógica depredadora del capitalismo, mientras que, en el sur, los negros sufrían principalmente la opresión del sistema de castas basado en la raza, y el capitalismo era un aliado en la lucha contra la opresión racial porque la clase capitalista consideraba que las demandas del sistema de castas llevaban a una pérdida innecesaria de recursos. En el norte, la lucha por la justicia económica era intrínseca a la lucha por la justicia racial; en el sur, la justicia económica era, por el momento, una cuestión secundaria. King coincidía con Rustin y Levison en que la lucha debía encararse de manera diferente en el sur y en el norte y que la lucha por justicia económica para todos los estadounidenses sería, a la larga, imprescindible.
Durante un tiempo, el Congreso Sur no logró afianzarse, aun cuando King ya era famoso. King temblaba con solo imaginar la violencia que las protestas al estilo Gandhi podrían desatar, de modo que habló de la fuerza disruptiva de Gandhi, pero sin provocar nada semejante. No fue sino hasta después de la explosión de las sentadas estudiantiles de 1960 y la creación del Comité Coordinador de Estudiantes por la No Violencia (SNCC, por su sigla en inglés) que King se decidió a provocar disrupciones al estilo Gandhi. Reconoció que era necesario generar un gran revuelo en las ciudades identificadas como más hostiles. La Conferencia de Liderazgo Cristiano se convirtió en un «grupo alarma» que recurría a intervenciones en la vía pública y una agitación social de corte heroico. Había muchos pastores carismáticos que no reconocían el valor de organizar a las bases ni trataban con el respeto que merecían a las mujeres que apoyaban al movimiento. King no fue una excepción en ninguno de estos aspectos, y así fue que Baker se apartó de la Conferencia de Liderazgo Cristiano y pasó a asesorar al Comité Coordinador de Estudiantes. De todos modos, ambas organizaciones avivaron el fuego de las protestas, inspiradas por el liderazgo de King.
A partir de 1960 y hasta su muerte, la radicalización y el enojo de King fueron en aumento año tras año. Darle impulso a la gran manifestación de Birmingham requirió muchísimo tiempo, solo la salvó la marcha de los niños, y casi acabó en un desastre, pero se logró que el presidente Kennedy propusiera la ley de derechos civiles. En 1964, Alex Haley entrevistó a King y le preguntó cuál había sido su mayor error, y la respuesta fue: sobreestimar la integridad espiritual de los pastores blancos. La esencia del cristianismo paulino, dijo King, es alegrarse de ser digno de sufrir por el bien: «Reflejar un evangelio social, en mi opinión, es el verdadero testimonio de una vida cristiana». Los pastores blancos que se oponían o no participaban en el movimiento por los derechos humanos no pasaban la prueba paulina. Haley le preguntó si consideraba que las iglesias negras sí reflejan el evangelio social, ante lo cual King respondió con un evasivo «no», pero enseguida agregó que las iglesias negras veían amenazada su existencia a diario, algo impensable para los blancos, de modo que no había comparación posible.
Suavizamos la figura de King a fin de que alcanzara el estatus de ícono que merecía.
Haley le comentó que muchos lo tildaban de fraude, y King le respondió que recibir críticas era algo inevitable en su posición. Haley le preguntó cómo alguien podía ser militante y no violento a la vez, y King le explicó que era una necesidad, de la misma manera que uno debía ser realista e idealista al mismo tiempo; «la no violencia es una espada sanadora». Haley señaló que muchos blancos creían que el movimiento por los derechos civiles había ido demasiado lejos y debía detenerse. La respuesta de King fue tajante: «Por qué les resulta tan difícil a los blancos entender que los negros están hartos de que les otorguen con cuentagotas y a regañadientes los derechos y privilegios que todas las demás personas reciben al nacer o al ingresar a los Estados Unidos? Nunca deja de sorprenderme la increíble soberbia de gran parte de la sociedad blanca que se cree con derecho a negociar con los negros su libertad. Esta continua dádiva de derechos de ciudadanía fraccionados ha comenzado a enfurecer a los negros».
Esa furia se traslucía en King y era visible para cualquiera que estuviera dispuesto a verla. Decía que los blancos ignoraban por completo cual era el estado real de la sociedad estadounidense, y que esa ignorancia tenía tres variantes, todas políticamente significativas. Había un grupo que era declaradamente racista y reaccionario; un segundo grupo, los funcionarios del gobierno, no se daban cuenta del daño que causaban, porque nunca se les ocurría escuchar realmente a las personas negras; y el tercer grupo era el más difícil de aceptar: los «iluminados» que advertían, desde una posición de superioridad, que se debía avanzar de manera gradual.
Las movilizaciones de Selma casi acabaron en un desastre, pero la marcha a Montgomery consiguió la promulgación de la ley de derecho al voto. Seguidamente, King trasladó la lucha al norte, donde muy pocos de sus lugartenientes querían ir. King sostenía que, en todas las ciudades del norte, el racismo era estructural y tenía una triple manifestación: la segregación residencial llevaba a la segregación escolar, y la segregación residencial y escolar ponía a los estadounidenses negros en desventaja en el mercado laboral. King se propuso llegar a Chicago, y allí la Conferencia de Liderazgo Cristiano fue brutalmente reprimida. Esta vez, no hubo avances en la legislación nacional que compensaran la represión, justo antes de que estallaran los disturbios en Watts y Detroit.
Hasta 1966, King se había resistido a afirmar que los estadounidenses blancos nunca habían tenido la intención de tener escuelas y vecindarios integrados. Después de ser apedreado en Chicago, lo dijo con toda crudeza, advirtiéndole a la Conferencia de Liderazgo Cristiano: «El hombre blanco se propuso literalmente aniquilar al indígena. Si repasan la historia del mundo, encontrarán muy pocos antecedentes de un hecho tan terrible». Esta era la clase de poder al que los negros estadounidenses se veían enfrentados. Hasta 1967, King se había resistido a describir la reacción de los blancos frente al movimiento por los derechos civiles como un contraataque, porque esa expresión sugería que él era el culpable; el racismo estaba creciendo, y el movimiento había tenido un efecto contraproducente. Luego King escribió su último libro Adonde vamos: ¿caos o comunidad? y ya no le pidió a la gente que no lo llamara contraataque. El contraataque era tremendamente real, pero lo que verdaderamente importaba era la causa: la antigua hostilidad racial en los Estados Unidos. El movimiento por los derechos civiles no hizo más que poner en evidencia esa hostilidad. Enfrentarse a esa realidad implicó e implica una disciplina espiritual.
La furia se traslucía en King y era visible para cualquiera que estuviera dispuesto a verla.
La esperanza potencia el camino de la no violencia, por eso King aceptó la pesada tarea de ser un portador de esperanza, aun cuando insistía en que los supremacistas blancos de espíritu vengativo prevalecían. En sus mensajes, advertía que la desesperanza jamás podría sustentar una revolución; la liberación y la integración iban de la mano, y así debía ser, porque, en una sociedad justa, el poder debe ser compartido; la distribución del poder es precisamente lo que define a una sociedad justa. King se cansaba de que le preguntaran si seguía creyendo en la no violencia y buscaba una respuesta que zanjara la cuestión. Creía que la mayoría de los negros en los Estados Unidos compartían su opción por la no violencia, pero aun cuando así no fuera, él estaba convencido. Hay líderes que simplemente reflejan lo que el consenso dictamina, pero no era ese el perfil de King; para él, el liderazgo que no nacía de una convicción era un fiasco, y su convicción era un fuego que lo consumía: «En algunos momentos de la vida, uno llega a una convicción tan preciada y significativa que permanece firme en ella hasta el final. Esto es lo que encontré en la no violencia».
Muy cerca del final de su vida, en su último sermón de Navidad, King reiteró sus votos de soportar el sufrimiento, responder a la violencia con fuerza espiritual y amar a los opresores. Pero ahora lo decía contraponiendo el sueño de una sociedad justa a las pesadillas de los últimos años: cuatro niñas asesinadas en una iglesia en Birmingham, la terrible pobreza de los vecindarios urbanos, las ciudades incendiadas, la guerra en Vietnam. Sobre el final, King sentía un profundo agotamiento y vivía al borde de la desesperanza, pero no se dejaba vencer por este sentimiento. «Sí, personalmente soy víctima de sueños postergados, de esperanzas derribadas, pero a pesar de ello, hoy finalizo diciendo que aún tengo un sueño, porque, mis amigos, en la vida uno no puede darse por vencido».
En sus últimos años, King se concentró en tres reformas, una meta ambiciosa para el movimiento y un imperativo colosal. Las reformas incluían acabar con la discriminación racial en la vivienda, lograr que se garantizara un salario mínimo y poner fin al militarismo de los Estados Unidos. La meta del movimiento era crear una organización multirracial en pro de la justicia racial: el Movimiento de los Pobres. Una de las historias preferidas de King sobre este tema hacía referencia a su experiencia en la cárcel de Birmingham. Así lo relató en su último sermón en la iglesia Ebenezer, dos meses antes de su muerte:
A los guardias blancos y a todos los demás les gustaba venir a nuestra celda […] para mostrarnos lo equivocados que estábamos con las manifestaciones. Y nos explicaban por qué estaba bien la segregación. Hasta que un día se dio la oportunidad de hablar acerca del lugar donde vivían y cuanto ganaban, y cuando esos hermanos me dijeron lo que ganaban, les dije: «Saben qué, ustedes deberían marchar con nosotros; ¡son tan pobres como los negros! Se han puesto del lado del opresor porque la ceguera del prejuicio les impide ver que las mismas fuerzas que oprimen a los negros en la sociedad norteamericana también oprimen a los blancos pobres».
King daba por descontado que el movimiento por la justicia social debía tener como prioridad influir en el gobierno federal; cada una de las reformas que persiguió estaba dirigida al gobierno federal. Nunca creyó que la lucha por las reformas que debía implementar el gobierno se había agotado con la sanción de la ley de derechos civiles y la ley de derecho al voto. Aunque en abril de 1967, el presidente Johnson le retiró su apoyo a raíz de su condena a la guerra de Vietnam, King no se obsesionó con la condición de marginal a la que fue relegado. Se debía velar por la defensa y cumplimiento de las leyes de los derechos civiles, y King quería que el próximo presidente lo escuchara; era fundamental determinar qué papel jugaba el gobierno federal en los problemas sociales, los derechos humanos y la guerra. Convencido de que garantizar el salario mínimo era la conquista que correspondía después de la ley de derechos civiles, dedicó todo su esfuerzo a esa causa, aun sin saber si sería o no posible reavivar una ley de derechos civiles referida a la vivienda.
Sin embargo, King no se conformaba con alcanzar objetivos y reformas políticas. En su magnífico discurso de Riverside, el 4 de abril de 1967, recordó los tres objetivos de la reforma y exhortó a la nación a repudiar al «gigante de tres cabezas: el racismo, el materialismo y el militarismo». Pero llamó la atención sobre un imperativo mayor, convocando a los Estados Unidos a una «auténtica revolución de valores»; una transformación moral de la sociedad norteamericana. Dijo que el sistema de valores distorsionado de los Estados Unidos condenaba al fracaso todo intento de derrotar al gigante de tres cabezas. Era necesario acabar con la tolerancia de la inequidad extrema en la sociedad norteamericana, detener el saqueo a los países del Tercer Mundo y dejar de arrogarse el derecho de intimidar e invadir a las naciones más débiles. Por sobre todas las cosas, Estados Unidos debía construir una cultura del arrepentimiento por los siglos de violencia e intolerancia racial.
Exactamente un año después de este discurso, King fue asesinado.
Este es el King que debemos recordar hoy. Los blancos en los Estados Unidos nunca llegaron a construir algo ni remotamente parecido a la cultura del arrepentimiento que logró Alemania en la generación posterior a los crímenes del régimen nazi. En 1952, solo el cinco por ciento de los alemanes decía sentir culpa por el holocausto. Ese mismo año, el Acuerdo de reparaciones firmado por el gobierno alemán fue el primer paso para que la nación asumiera sus culpas. King imaginaba a los Estados Unidos reconociendo sus crímenes, obligando a cada estadounidense a estudiar esa historia en la escuela y construyendo una democracia social generosa, acogedora y multirracial que les permitiera reconciliar la imagen autopercibida de su democracia con los datos históricos. Fue tajante y específico con respecto a lo que faltaba y lo que se debía hacer.
La convicción de King acerca de la importancia de una reforma del gobierno federal tenía profunda raigambre en la tradición del evangelio social negro, y ya en sus últimos años, el Poder Negro lo había atacado por ese motivo. En el presente, es un foco de tensión que genera polarización en todos los niveles de la política en los Estados Unidos, y enfurece especialmente a los blancos de la clase trabajadora, que están convencidos de que el gobierno nacional les otorga beneficios a todos menos a ellos. Lo primero que se debe decir sobre la crisis política de la clase trabajadora blanca es que el factor racial es clave. Los blancos de clase trabajadora se diferencian del resto de los trabajadores por su condición de blancos. En 2016, Donald Trump ganó en todos los segmentos de votantes blancos, y su táctica de incitar al hostigamiento racial fue tremendamente exitosa entre los blancos de clase trabajadora.
Estados Unidos debía construir una cultura del arrepentimiento por los siglos de violencia e intolerancia racial.
Pero la estrategia de Trump no hubiera resultado tan eficaz entre los blancos de clase trabajadora si los demócratas se hubieran mostrado preocupados por la difícil situación que atravesaban. La diferencia entre un éxito normal o un éxito espectacular fue lo que volcó el resultado de las elecciones. La enorme mayoría de los blancos pobres y de clase trabajadora creen que el gobierno federal es su enemigo. Durante ocho años, los blancos de clase trabajadora escucharon los discursos optimistas del presidente Obama acerca del progreso económico alcanzado en su mandato, y su resentimiento iba en aumento porque sentían que no había progreso para ellos y que la clase profesional que dirige al partido Demócrata ignoraba sus problemas y dificultades. Trump ganó los votos de los blancos de clase trabajadora por una diferencia del treinta y nueve por ciento, una diferencia impactante que superó su controvertido bagaje personal.
Los datos de las encuestas muestran sistemáticamente que los estadounidenses blancos de clase trabajadora tienen una opinión muy desfavorable del gobierno, en una proporción de cuatro a uno. No es difícil apelar a esta animosidad, y Trump es un experto. Según la reconocida encuestadora Peter Hart Research Associates, una muy pequeña porción de los blancos de clase trabajadora es liberal, un treinta y cinco por ciento son moderados y la mayoría son ideológicamente conservadores. La diferencia entre los conservadores y los moderados es que estos últimos dicen estar dispuestos a apoyar a un candidato progresista si estuvieran convencidos de que eso los ayudaría a alcanzar sus metas. Además, los moderados están de acuerdo con aumentar la carga tributaria a los ricos, limitar el poder de Wall Street y garantizar la licencia con goce de salario para los trabajadores.
Los votantes blancos de clase trabajadora políticamente moderados aceptarían de buen grado intervenciones del gobierno que resultaran beneficiosas, pero son tremendamente escépticos de que eso ocurra. Esto representa una buena oportunidad para los candidatos que hablan con convicción moral de la necesidad de ayudar a quienes fueron postergados por la globalización económica y por políticas de gobierno que favorecen a los mejor relacionados. Se podrían proponer políticas que ayudaran de manera directa a los pobres, a la clase trabajadora y a la clase media: sistema de salud de prestador único, ingreso mínimo garantizado, vacaciones pagadas y la reconstrucción de la infraestructura de la nación. Argumentar a favor de este abordaje, quebrando el lamentable statu quo, requeriría una capacidad como la de King para el amor y la justicia, el idealismo y el realismo. Por el momento, eso es precisamente lo que nos falta.
No creo que sea necesario ser religioso a la manera de King ni de ninguna manera para apoyar las luchas por una sociedad mejor, pero estoy convencido de que es un factor que contribuye. Hace tiempo me di cuenta de que los paladines de los movimientos por la justicia social, los que no abandonan la lucha ni aun cuando fracasan, suelen tener alguna fuente espiritual de referencia. Durante mis ciclos de conferencias, semanalmente, converso con personas que me preguntan incrédulos por qué sigo siendo cristiano. Trato de explicarles que hace mucho tiempo me sentí atraído por el espíritu y el camino de Jesús, tal como lo ejemplificó Martin Luther King.
Jesús no habló de los temas que tratamos los que nos dedicamos a la ética social. No habló de medios y fines próximos, teorías de justicia, crítica intersectorial, teoría crítica de la raza, cálculo de consecuencias, teoría poscolonial o defensa de las estructuras de justicia. El evangelio no propone una teoría económica ni política. Pero las enseñanzas de Jesús nos impulsan a luchar por un mundo de justicia y paz y a perseverar en esa lucha, sea que lo logremos o no. En esto radica su relevancia social. Amar a Dios por encima de todo y a tu prójimo como a ti mismo no es simplemente el enunciado de un ideal ético imposible, como lo llamó Reinhold Niebuhr. Es la fuerza impulsora de la lucha por el pleno desarrollo de toda vida humana y la creación. El amor de Jesús hace que te importe, que te enojes, te lanza a la lucha, te mantiene perseverante y te ayuda a enfrentar cada nuevo día con esperanza, como lo hizo el Dr. King y quienes le mostraron el camino.
Traducción de Nora Redaelli